martes, 23 de agosto de 2016
El cerco (1955)
viernes, 19 de agosto de 2016
El manantial (1949)
Cuando King Vidor escribió en su autobiografía <<la expresión individual es la fuerza del drama, del arte y de las películas>>, lo hizo para exteriorizar parte de su pensamiento creativo, pero esta afirmación también sirve para definir la idea que rige el comportamiento del protagonista de El manantial (The Fountainhead, 1949), en quien prevalece la individualidad como base fundamental para su desarrollo artístico y personal dentro del colectivo que lo rechaza por presentar un pensamiento que no encaja en la comprensión de quienes lo rodean y juzgan. Algo similar pensaría Ayn Rand, autora de la novela en la que se basa el guión que ella misma escribió para tener controlada la adaptación cinematográfica de su obra. Así, pues, tanto el cineasta como la escritora defendieron en la película la individualidad del personaje interpretado por Gary Cooper, un arquitecto que nada tiene que demostrar porque su arte, sus ideas y sus decisiones surgen de dentro hacia afuera sin dejarse condicionar por prejuicios o rechazos externos. Desde el instante inicial se comprende que Howard Roark (Gary Cooper) es un idealista y, como tal, no vende sus esperanzas ni sus sueños, ya que de hacerlo, estaría vendiendo algo más que materia tangible, estaría poniendo precio a la esencia que lo diferencia y que proyecta en cada uno de sus diseños, en su mayoría repudiados por presentar novedades respecto a lo establecido por los críticos arquitectónicos y por los constructores que se niegan a contratarlo.
Queda claro que Roark no necesita más reconocimiento que el suyo, como consecuencia, prefiere ser rechazado por su entorno que ir en contra de sí mismo. Su postura vital implica que no contemple la posibilidad de realizar proyectos que adulteren su integridad, pero también conlleva su aislamiento y su decisión de trabajar de peón a venderse al mejor postor. Durante este intervalo laboral, que sirve para recalcar su personalidad, el protagonista conoce a Dominique (Patricia Neal), una mujer que también prioriza la individualidad como motor existencial, aunque teme que esta les pase factura, lo que depara su alejamiento de un hombre que en ningún momento duda de su elección ni de sí mismo, ya que nada ni nadie puede sustituir sus máximas <<mi trabajo hecho a mi manera>> y <<mis ideas, son mías>>, axiomas que resultan chocantes en un mundo dominado por la ausencia de perspectivas más amplias y enriquecedoras y por la imposición de modas e intereses que van en detrimento del Arte, minoritario en su gestación, ya que surge de la creatividad del individuo y no del gusto del colectivo que lo espera y valora. Es ese arte, el nacido de la sinceridad del artista, el que prevalece, como demuestra el triunfo de Roark y el fracaso de Peter Keating (Ken Smith), durante años arquitecto famoso, pero cuyas obras impersonales, copias de tantas ya edificadas, se resienten con el paso del tiempo y lo obligan a acudir a su rival en busca de un diseño que le permita continuar gozando del reconocimiento que anhela por encima de cualquier otra circunstancia. Estos dos personajes nada tienen en común más allá de su profesión, y quizá su antagonismo se fuerce más de lo deseado, al enfrentar la necesidad de éxito de Keating con la perspectiva creativa de Roark, la cual se radicaliza cuando descubre que sus creaciones han sido alteradas por los intereses de quienes se ven incapacitados para aceptar cuestiones que escapan a su comprensión y a su control. Esta incapacidad encuentra una de sus imágenes fílmicas en el periódico dirigido por Gail Wynand (Raymond Massey), que condiciona a la opinión pública a su antojo, simplemente para demostrar que tiene el poder de hacerlo, un poder que impone criterios a sus lectores e impide decisiones y opiniones propias. De ese modo gente como Howard Roark son vistos como rarezas a las que señalar por el mero hecho de ser ellos mismos dentro de un mundo homogéneo, con sus sueños, errores e ilusiones, pero también con los valores que impulsan al personaje central a proyectar edificios sin imposiciones externas que provocarían la pérdida de su arte y de aquello que a él lo distingue dentro de la sociedad que lo juzga.
sábado, 13 de agosto de 2016
Robert Aldrich. El escepticismo del antihéroe
Para cualquier aspirante a director trabajar a las órdenes de Lewis Milestone, William A. Wellman, Jean Renoir, Charles Chaplin, Max Ophüls, Joseph Losey o Richard Fleischer sería la mejor escuela donde aprender el oficio, aunque también habría que tener en cuenta la capacidad del alumno para asimilar lo aprendido y llevarlo a un terreno propio donde sus intereses y su pensamiento dieran forma a un estilo cinematográfico personal y reconocible. Este alumno destacaría por sí mismo y aunaría en su narrativa el clasicismo heredado y la modernidad que él y cineastas como Samuel Fuller, Nicholas Ray o Richard Brooks introdujeron en sus películas, más pesimistas, amargas y violentas que las realizadas antes de la Segunda Guerra Mundial. Durante la década comprendida entre los años 1942 y 1952 Robert Aldrich se ganó la excelente reputación de ayudante de dirección que le proporcionó su debut en la dirección de largometrajes en 1953 en The Big Leaguer, aunque fue World for Ramson, su segundo film, el que llamó la atención de Burt Lancaster y Harold Hecht, quienes al año siguiente apostaron por él para rodar Apache. El éxito de este western de escaso presupuesto se prolongó en Veracruz, de nuevo interpretada y producida por Lancaster. Con estas dos producciones el alumno se convertía en maestro, al tiempo que alcanzaba la notoriedad y la independencia necesarias para crear su productora The Associates and Aldrich Company, la cual podría interpretarse como una declaración de intenciones: la de realizar las películas que a él le interesaban tal y como le interesaban hacerlas, aunque no siempre lo lograse. A partir de estos dos western la contundencia de su narrativa, el enfrentamiento entre antihéroes, en un mundo donde los héroes no tienen cabida, y el empleo de la violencia se convierten en los ejes que vertebran el discurso fílmico-crítico que se prolonga a lo largo de su obra, en la que la fuerza bruta asumida por sus personajes no resulta gratuita, pues surge de su relación y comprensión del medio por donde transitan, así como de la naturaleza escéptica, subversiva e individualista de unos antihéroes en constante enfrentamiento con el espacio, con el sistema, con sus opuestos y con ellos mismos. De ahí que la mayoría de sus películas presenten duelos de opuestos, pero estos solo lo son en apariencia y como parte de su relación con el espacio que les encierra, aunque se trate de escenarios abiertos como el desierto de El vuelo del Fénix o la isla de Comando en el mar de la China.
The Big Leaguer (1953)
World for Ransom (1954)
Apache (1954)
Veracruz (Vera Cruz; 1954)
El beso mortal (Kiss Me Deadly; 1955)
El gran cuchillo (The Big Knife; 1955)
Hojas de otoño (Autumn Leaves; 1956)
¡Ataque! (Attack!, 1956)
Bestias de la ciudad (The Garment Jungle; 1957) (sin acreditar)
A diez segundos del infierno (Ten Seconds to Hell; 1959)
Traición en Atenas (The Angry Hills; 1959)
El último atardecer (The Last Sunset; 1961)
Sodoma y Gomorra (Sodom and Gomorrah; 1962)
¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane; 1962)
Cuatro tíos de Texas (Four for Texas; 1963)
Canción de cuna para un cadáver (Hush..., Hush, Sweet Charlotte; 1964)
El vuelo del Fénix (The Flight of The Phoenix; 1965)
Doce del patíbulo (The Dirty Dozen; 1967)
La leyenda de Lylah Clare (The Legend of Lylah Clare; 1967)
El asesinato de la hermana George (The Killing of Sister George; 1968)
The Greatest Mother of'Em All (1969) (cortometraje)
Comando en el Mar de China (Too Late The Hero; 1970)
La banda de los Grissom (The Grissom Gang; 1971)
La venganza de Ulzana (Ulzana's Raid; 1972)
El emperador del norte (The Emperor of the North; 1973)
El Rompehuesos (The Longest Yard; 1974)
Destino final (Hustle; 1975)
Alerta: misiles (Twilight's Last Gleaming; 1977)
La patrulla de los inmortales (The Choirboys; 1977)
El rabino y el pistolero (The Frisco Kid; 1979)
Chicas con gancho (All The Marbles; 1981)
Filmografía como ayudante de dirección
Joan of Paris (Robert Stevenson, 1942)
The Big Street (Irving Reis, 1942)
The Falcon Takes Over (Irving Reis, 1942)
Bombardier (Richard Wallace, 1943)
Tras el sol naciente (Behind the Rising Sun; Edward Dmytryk, 1943)
A Lady Takes a Chance (William A.Seiter, 1943)
Adventures of a Rookie (Leslie Goodwins, 1943)
Rookies in Burma (Leslie Goodwins, 1944)
Gangway for Tomorrow (John M. Auer, 1944)
El hombre del sur (The Southerner; Jean Renoir, 1945)
También somos seres humanos (The Story of G.I.Joe; William A.Wellman, 1946)
Pardon My Past (Leslie Fenton, 1946)
El extraño amor de Martha Ivers (The Strange Love of Marthe Ivers; Lewis Milestone, 1946)
Cuerpo y alma (Body and Soul; Robert Rossen, 1947)
Arco de triunfo ((Arch of Triumph; Lewis Milestone; 1948)
So This Is New Year (Richard Fleischer, 1948)
Ningún vicio menor (No Minor Vice, Lewis Milestone, 1948)
La fuerza del destino (Force of Evil; Abraham Polonsky, 1948)
Atrapado (Caught; Max Ophüls, 1949)
El pony rojo (The Red Pony; Lewis Milestone, 1949)
A Kiss for Corliss (Richard Wallace, 1949)
La montaña trágica (The White Tower; Ted Tetzlaff, 1950)
El merodeador (The Prowler; Joseph Losey, 1951)
M (Joseph Losey; 1951)
Of Men and Music (Irving Reis, 1951)
New Mexico (Irving Reis, 1951)
Abbott and Costello Meet Captain Kidd (Charles Lamont, 1952)
Candilejas (Limelight; Charles Chaplin, 1952)
Premios y reconocimientos
León de Plata a la mejor película extranjera por El gran cuchillo
Candidato al León de Oro por El gran cuchillo
Oso de Plata al mejor director por Hojas de otoño
Premio de los críticos italianos por Attack!
Candidato al León de Oro por Attack!
Candidato a la Palma de Oro por ¿Qué fue de Baby Jane?
Medalla de Plata de la Cinemateca Francesa por el conjunto de su obra en 1973
Bibliografía consultada
Hurtado, José A. (coord.); Losilla, Carlos (coord.). La mirada oblicua: el cine de Robert Aldrich. Filmoteca de la Generalitat Valenciana, Centro Galego de Artes da Imaxe, Festival Internacional de Cine de Gijón; 1996.
Bibliografía consultada
Hurtado, José A. (coord.); Losilla, Carlos (coord.). La mirada oblicua: el cine de Robert Aldrich. Filmoteca de la Generalitat Valenciana, Centro Galego de Artes da Imaxe, Festival Internacional de Cine de Gijón; 1996.
Iglesias Gamboa, Jaime. Robert Aldrich. Editorial Cátedra, 2009
Navarro, Antonio José. Estudio Robert Aldrich. Revista Dirigido por... núm 410 (mayo 2011) y 411 (junio 2011).
miércoles, 10 de agosto de 2016
Prisioneros de la tierra (1939)
El inhóspito espacio provoca enfermedades, muertes y la necesidad de escapar, pero son las condiciones esclavistas las que golpean con mayor fuerza. Los jornaleros trabajan hasta la extenuación, a pesar de las debilidades que puedan sufrir debido al esfuerzo, al clima o a las carencias alimentarias y medicinales. En todo momento los condenados de los "yerbales" misioneros se encuentran a merced de un patrón que no los valora como seres humanos. Para él son el instrumental necesario con el que extraer la riqueza de la jungla donde es el amo, pero también el prisionero de su soledad, de su desarraigo de la tierra que pisa y de la indiferencia de Andrea (Elisa Galvé), la hija del alcohólico y desencantado doctor (Raúl de Langa) a quien la vida y la muerte ya le resultan iguales. Desde su exposición melodramática, Prisioneros de la tierra presenta al menos tres puntos de interés: el romance entre Andrea y Podelay, la desesperación de la joven frente al alcoholismo que afecta a su padre y la injusticia social, representada en Köhner y su relación con los hombres que contrata (y esclaviza) para trabajar la tierra pantanosa que los devora. En la selva la vida de los trabajadores se caracteriza por la miseria, las enfermedades, el esfuerzo, la falta de recursos y la actitud de quien los explota desde la superioridad asumida como parte de su condición social, cuestión esta que se pone de manifiesto a lo largo del film: prohíbe leer (<<tened cuidado con los libros. Trastornan la cabeza>>) consciente de que la ignorancia es su aliada, ordena disparar sobre un mensú que se lanza al agua, en la siguiente escena golpea y ata a Podelay por evitar la muerte del fugitivo o, segundos después, recoge entre sus brazos a un perro para decir que deben alimentarlo, lo cual no hace más que resaltar la idea que tiene de aquellos que son y serán sometidos por él en el infierno donde se confirma su imposibilidad y la del resto de los protagonistas.
(1) Peter B. Schummann: Historia del cine latinoamericano (traducción de Óscar Zambrano). Ed. Legasa, Buenos Aires, 1987.
lunes, 8 de agosto de 2016
Tierra de faraones (1955)
¿Si hubiera sido John Wayne su protagonista, como pretendía Howard Hawks, Tierra de Faraones (Land of the Pharaohs) habría sido un éxito de taquilla o el fracaso comercial que mantuvo al realizador apartado de la dirección hasta su regresó por la puerta grande con Río Bravo (1959)? Con Wayne al frente del reparto probablemente la realidad habría sido distinta a la fría acogida que tuvo entre el público, quizá desconcertado ante el aparente cambio de estilo formal y temático del cineasta, en su primera película en formato ancho, y poco motivado a la hora de acudir a las salas debido a la ausencia de una estrella como reclamo. Hawks había pensado en el protagonista de Río Rojo (Red River, 1948) para interpretar al faraón Keops, aunque intereses ajenos provocaron que finalmente el papel recayese en el británico Jack Hawkins, un actor con mayor capacidad dramática, aunque sin la presencia y el carisma del estadounidense. Este hecho jugó en contra de los resultados comerciales del film, puede que el más atípico y en apariencia el menos personal de su responsable, pero no por ello exento de aciertos: el diseño de Alexandre Trauner, la paulatina transición de las escenas espectáculo (aquellas que muestran la construcción de la pirámide y el esplendor del Antiguo Egipto) al tono opresivo e intimista que domina la parte final del metraje o la recreación de Hawkins, creíble en la ambición terrenal y en la obsesiva necesidad del faraón por edificar su suntuoso e inexpugnable acomodo en el más allá. En la presentación del personaje se comprende que el palacio no es su hogar, ya que se trata de un ser errante que ha deambulado de aquí para allá guerreando y conquistando pueblos en las numerosas campañas bélicas que lo han conducido hasta el umbral de la vejez. Este sería uno de los motivos que lo impulsan a construir la pirámide más segura y grande de cuantas han sido levantadas hasta entonces, porque en ella pretende encontrar aquello a lo que no tiene acceso en vida. Para materializar su obsesión se vale del arquitecto Vashtar (James Robertson Justice), un esclavo que puede proporcionarle la tumba que jamás podrá ser profanada, y que aquel acepta construir a cambio de la libertad de los suyos. Sangre, sudor y lágrimas van dando forma a las piedras que se acumulan en una pirámide fruto de la megalomanía de quien busca la inmortalidad. Dicha intención marca los primeros compases de Tierra de faraones, que apuesta por la espectacularidad inicial para poco a poco adentrarse en la obsesión de quien desea inmortalizar su paso por la tierra de un modo sencillo para él, aunque no para los esclavos que sangran y mueren dando forma a la tumba donde la divinidad humana será enterrado en compañía de las riquezas que pretende disfrutar en ultratumba. Los años pasan y la construcción sigue su curso, pero la vida del monarca se ve afectada por la irrupción de la princesa chipriota Nellifer (Joan Collins), a quien convierte en su segunda esposa. Este hecho provoca un cambio en la perspectiva de la historia, que hasta entonces priorizaba la relación de Keops, dividido entre su deseo terrenal y su idea sobrenatural, y el arquitecto encargado de materializar el monumento funerario. Con la irrupción de Nellifer, el personaje femenino más negativo de la filmografía hawksiana, la trama cobra aire de tragedia noir, ya que el rey se deja influenciar por una mujer fatal que en la sombra trama destruirlo para acceder al tesoro real y al trono de Egipto. Desde su aparición en la pantalla la chipriota destaca por su belleza, pero también por su desmedido deseo de adquirir la posición de poder que desata la parte final de Tierra de faraones, aquella que se desarrolla como una intriga de factura impecable, en la que ya no hay cabida para el esplendor de un Antiguo Egipto diferente al expuesto en las más exitosas Shinué el egipcio (Michael Curtiz, 1954) y Los diez mandamientos (Cecil B.DeMille, 1956).
domingo, 7 de agosto de 2016
Aleluya (1929)
sábado, 6 de agosto de 2016
Manicomio (1954)
El resultado de todo el asunto hace de Manicomio una comedia disparatada, de muy bajo presupuesto —se aprovecharon los decorados del film Aeropuerto que iba a ser dirigido por Delgado—, en la que su inestable guía presenta la trama para explicar al espectador que no le gusta que su novia trabaje en un manicomio, aunque le agrada más que la idea de casarse con su prima Mary Luz (Aurora de Alba) y aceptar lo estipulado por su familia. No tarda en comprenderse que este individuo no es una lumbrera, solo alguien que acude al trabajo de su prometida para satisfacer la demanda de esta, sin ser consciente de aquello que encontrará en el interior de la casa de reposo. Allí tiene la sensación de adentrarse en un mundo donde la locura y la cordura se confunden para asustarle y alterarle, como si fuera él quien padece el desequilibrio, de ahí que sea incapaz de distinguir entre los huéspedes del lugar y los profesionales que los atienden. Durante su estancia en el centro psiquiátrico se insertar los tres relatos, los cuales le son contados por supuestos trabajadores del centro, aunque en realidad se trata de los mismos protagonistas de los hechos que narran. La primera historia, la más lograda de los tres episodios, muestra a un hombre (Antonio Vico) incapaz de soportar la constante repetición de cuanto dice por parte de su mujer (Elvira Quintillá), a quien acaba estrangulándola porque le <<hacía burla>>. El segundo relato cede el protagonismo a una recién casada (Susana Canales) que decide hacerse pasar por loca para desalojar el compartimento del tren en el que viaja con su marido (Julio Peña) durante su luna de miel, pero con la mala fortuna de que este se apea en una estación para comprar tabaco y el transporte sale sin él, lo que depara que nadie pueda confirmar la cordura de una joven que es trasladada al manicomio donde sí enloquece. La tercera muestra a un eminente doctor (José María Lado) planeando el asesinato de su rival en amores (Vicente Parra), un homicidio que pretende justificar como el acto de un hombre que ha perdido el juicio, consciente de que su supuesto desequilibrio le proporciona la coartada perfecta, aunque inconsciente de que sí ha perdido el norte. Cuanto se plantea en Manicomio se expone desde el desenfado de su puesta en escena y desde la confusión que se genera a partir de un protagonista que no distingue entre el desequilibrio que domina en el interior de la casa de reposo y el equilibrio que semeja brillar por su ausencia, tanto dentro como fuera del recinto. De tal manera la cara y la cruz de la moneda se intercambian en su mente, sin que apenas puedan diferenciarse, ya que al fin y al cabo, como dice la supuesta enfermera a quien dio vida Susana Canales, <<hay que ser un gran especialista para diferenciar la demencia de la cordura. Se comenten grandes errores>>. Porque ¿cómo distinguir entre lo uno y lo otro, si los comportamientos de los que Carlos es testigo dentro y fuera del manicomio le resultan tan similares que no encuentra diferencia entre los actos y palabras de los pacientes y aquellos que observa en sus familiares?
viernes, 5 de agosto de 2016
Maldad encubierta (1925)
jueves, 4 de agosto de 2016
Star Wars: Episodio VII. El despertar de la fuerza (2015)
La sombra de la trilogía original eclipsó la irregular propuesta con la que George Lucas pretendía ofrecer su explicación de los orígenes de Dark Vader. Si a esto se le suma que el resultado artístico de la segunda trilogía no convenció a nadie, se comprende que, tras los episodios I, II y III, su responsable pusiera fin a su relación con la franquicia que había iniciado en 1977. Años después, con los derechos cinematográficos en posesión de Walt Disney Pictures, se produjo un nuevo despertar en la fuerza, que fue debido más a la ambición de la productora de Mickey Mouse, en su afán por obtener el máximo rendimiento a su millonaria inversión, que a su necesidad de luchar contra el lado oscuro de esa fuerza que, por una u otra razón, despertó y regresó a sus orígenes para reventar las taquillas. Los artífices de Star Wars: El despertar de la fuerza (Star Wars. Episode VII: The Force Awakens) optaron por el entretenimiento que Lucas había ofrecido en su primera entrega galáctica, aquella que en España se dio a conocer como La guerra de las galaxias y más tarde como Star Wars. Episodio IV. Una nueva esperanza, de tal manera que al inicio del séptimo capítulo, aquella nueva esperanza, Luke Skywalker (Mark Hamill), se encuentra en paradero desconocido y sirve de excusa para poner en marcha la propuesta de J.J.Abrams. El también responsable de reflotar la saga Star Trek asumió no correr demasiados riesgos y se mantuvo fiel al espíritu de Una nueva esperanza, a los intereses de la gigante cinematográfica y a los suyos propios, asumiendo una narración similar a la mostrada en la entrega primigenia. Por lo tanto, más que de una evolución, habría que referirse a El despertar de la fuerza como un intento de poner al día la franquicia, con los aciertos y los errores del pasado, aunque planteando cuestiones que en futuras entregas podrían ofrecer nuevas perspectivas y nuevos caminos. La intención de regresar a los orígenes no se esconde y se muestra desde la participación de Lawrence Kasdan en el guión (coguionista de los episodios V y VI) hasta el protagonismo de una chica a imagen femenina del joven Luke y, como aquel, Rey (Daisy Ridley) se ve envuelta en una aventura que se inicia en su planeta desértico antes de unirse a Han Solo (Harrison Ford) y a Chewbacca (Peter Mayhew) en su Halcón Milenario, desde el cual retoman la lucha contra el mal que ha cobrado forma durante la ausencia del último Jedi. La postura escogida por los artífices del episodio VII de Star Wars no ofrece nada nuevo en esta o en aquella galaxia, sus diálogos y sus personajes son un cúmulo de tópicos ya vistos, como también lo son las situaciones desarrolladas por Abrams para contentar a los aficionados menos exigentes de la saga y para captar la atención de nuevos seguidores, quizá los más agradecidos a la hora de disfrutar de un film que entretiene sin llegar a sorprender, algo que sí logró la primera película de la serie, la cual, dentro de sus carencias, conquistó al público por sus novedosos efectos especiales, pero también por su frescura y por su desenfado, así como por su falta de complejidad argumental en el enfrentamiento entre el bien y el mal. Pero con todo, se abre un abanico de posibilidades para el futuro de la franquicia, en el que se intuye la evolución de un villano que, al contrario que su abuelo, todavía se encuentra en periodo de aprendizaje, de igual modo que se deja en el aire el pasado de Rey, el mismo que explicaría el por qué de la intensidad de la fuerza que fluye en ella, o un mayor aprovechamiento de personajes que en este episodio no pasan de ser comparsas decorativas que aparecen y reaparecen en la trama sin que esta se resienta.
miércoles, 3 de agosto de 2016
La guerra gaucha (1942)
<<Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del cielo;
no hago nido en este suelo
ande hay tanto que sufrir,
y naides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo>>.
(José Hernandez)
Las palabras de Martín Fierro lo definen libre y solitario, aunque como gaucho también es un ser marginado y condenado por la sociedad que lo obliga a deambular bajo el cielo y sobre el suelo que simbolizan su nación. Su soledad, su sufrimiento, su romanticismo y su individualismo no tienen cabida en los relatos que Leopoldo Lugones publicó bajo el título La guerra Gaucha (1905), porque los gauchos y no gauchos de Lugones se unen para crear una idea nacional a partir de la lucha por la independencia que el autor no expuso como <<una historia, aunque sean históricos su concepto y su fondo. Los episodios que lo forman, intentan dar una idea, lo más clara posible, de la lucha sostenida por monteras y republiquetas contra los ejércitos españoles que operaron en el Alto Perú (actual Bolivia) y en Salta (noroeste de Argentina) desde 1814 a 1818>>. El romanticismo dominante en Martín Fierro (1872), cumbre de la literatura gauchesca desarrollada durante el siglo XIX en Argentina, Brasil o Uruguay, se sustituye en La guerra gaucha por influencias modernistas que Lugones empleó en su lenguaje, cuidado y descriptivo, que exalta y potencia la nacionalidad argentina desde una perspectiva distinta a la mostrada por Hernández, como distintos eran los tiempos y las necesidades. Esa ideología nacionalista cobró forma cinematográfica en 1942, cuando el realizador Lucas Demare estrenó para la recién fundada Artistas Argentinos Asociados (AAA) la adaptación del original literario, escrita por Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat. Desde el momento de su estreno, La guerra gaucha cinematográfica se convirtió en un éxito de crítica y de público, recibió numerosos premios y permaneció en cartelera diecinueve semanas. Pero, más allá de sus cualidades cinematográficas y de la dificultad que conlleva guionizar un relato sin apenas diálogos, con múltiples personajes sin nombre (hombres, mujeres y niños) y diversas situaciones, el éxito de la película residió en la exposición épica de los individuos anónimos, de diferente condición social, que sufrieron y lucharon para conquistar la independencia. Aquellos héroes se representan en el film de Demare en el capitán del Corral (Sebastián Chiola), soñador y como <<buen poeta tenía algo de héroe y aún por tal se jactaba sosteniéndolo a sablazos>>, en el sacristán Lucero (Enrique Muiño), que delata al son de su campana los movimientos de las tropas monárquicas, en el bravo capitán Miranda (Francisco Petrone), caudillo de gauchos, o en su hijo (Carlos Campagnale), que en su inocencia sufre las consecuencias de un tiempo de miseria, dolor y muerte, pero también de esperanza en la libertad por la que se sacrifican. La guerra gaucha asume influencias del cine épico estadounidense para concentrar en una sola historia a varios de los personajes y de las situaciones descritas en los relatos de Lugones, pero, al igual que en el original, se rinde homenaje a los desconocidos que hicieron realidad el nacimiento de la Argentina independiente. Entre estos hombres y mujeres también se cuenta el teniente Villarreal (Ángel Magaña), quien inicia su andadura al servicio del ejército realista para avanzado el metraje asumir que su juramento a la corona española pierde su valor ante el vínculo sentimental que le une a su tierra americana, la misma que lo vio nacer. En este oficial se observa la paulatina concienciación ideológica, la cual implicará su posterior transformación, sin que quede rastro alguno de aquel oficial monárquico que al inicio del film se enfrenta en duelo a del Corral, con quien acabará compartiendo patriotismo y camaradería después de su estancia en la mansión de Asunción Colombres (Amelia Bence), donde la mujer cuida su herida a pesar del rechazo que siente hacia los simpatizantes de la corona, más aún un si estos son oriundos de la tierra argentina. El cambio de pensamiento en Villarreal se produce mientras lee varias cartas firmadas por el general Manuel Belgrano, pero también por el amor que empieza a sentir por la heroína que atiende sus heridas (externas e internas), en quien se resume el sentimiento patriótico de una película que no esconde su posicionamiento nacionalista, porque al igual que la intención del escritor con su novela, Lamare se vio condicionado por su época y, como tantos otros países, Argentina se debatía entre si permanecer al margen o posicionarse a favor de alguno de los dos bandos que luchaban en la Segunda Guerra Mundial.
como el pájaro del cielo;
no hago nido en este suelo
ande hay tanto que sufrir,
y naides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo>>.
(José Hernandez)
Las palabras de Martín Fierro lo definen libre y solitario, aunque como gaucho también es un ser marginado y condenado por la sociedad que lo obliga a deambular bajo el cielo y sobre el suelo que simbolizan su nación. Su soledad, su sufrimiento, su romanticismo y su individualismo no tienen cabida en los relatos que Leopoldo Lugones publicó bajo el título La guerra Gaucha (1905), porque los gauchos y no gauchos de Lugones se unen para crear una idea nacional a partir de la lucha por la independencia que el autor no expuso como <<una historia, aunque sean históricos su concepto y su fondo. Los episodios que lo forman, intentan dar una idea, lo más clara posible, de la lucha sostenida por monteras y republiquetas contra los ejércitos españoles que operaron en el Alto Perú (actual Bolivia) y en Salta (noroeste de Argentina) desde 1814 a 1818>>. El romanticismo dominante en Martín Fierro (1872), cumbre de la literatura gauchesca desarrollada durante el siglo XIX en Argentina, Brasil o Uruguay, se sustituye en La guerra gaucha por influencias modernistas que Lugones empleó en su lenguaje, cuidado y descriptivo, que exalta y potencia la nacionalidad argentina desde una perspectiva distinta a la mostrada por Hernández, como distintos eran los tiempos y las necesidades. Esa ideología nacionalista cobró forma cinematográfica en 1942, cuando el realizador Lucas Demare estrenó para la recién fundada Artistas Argentinos Asociados (AAA) la adaptación del original literario, escrita por Homero Manzi y Ulyses Petit de Murat. Desde el momento de su estreno, La guerra gaucha cinematográfica se convirtió en un éxito de crítica y de público, recibió numerosos premios y permaneció en cartelera diecinueve semanas. Pero, más allá de sus cualidades cinematográficas y de la dificultad que conlleva guionizar un relato sin apenas diálogos, con múltiples personajes sin nombre (hombres, mujeres y niños) y diversas situaciones, el éxito de la película residió en la exposición épica de los individuos anónimos, de diferente condición social, que sufrieron y lucharon para conquistar la independencia. Aquellos héroes se representan en el film de Demare en el capitán del Corral (Sebastián Chiola), soñador y como <<buen poeta tenía algo de héroe y aún por tal se jactaba sosteniéndolo a sablazos>>, en el sacristán Lucero (Enrique Muiño), que delata al son de su campana los movimientos de las tropas monárquicas, en el bravo capitán Miranda (Francisco Petrone), caudillo de gauchos, o en su hijo (Carlos Campagnale), que en su inocencia sufre las consecuencias de un tiempo de miseria, dolor y muerte, pero también de esperanza en la libertad por la que se sacrifican. La guerra gaucha asume influencias del cine épico estadounidense para concentrar en una sola historia a varios de los personajes y de las situaciones descritas en los relatos de Lugones, pero, al igual que en el original, se rinde homenaje a los desconocidos que hicieron realidad el nacimiento de la Argentina independiente. Entre estos hombres y mujeres también se cuenta el teniente Villarreal (Ángel Magaña), quien inicia su andadura al servicio del ejército realista para avanzado el metraje asumir que su juramento a la corona española pierde su valor ante el vínculo sentimental que le une a su tierra americana, la misma que lo vio nacer. En este oficial se observa la paulatina concienciación ideológica, la cual implicará su posterior transformación, sin que quede rastro alguno de aquel oficial monárquico que al inicio del film se enfrenta en duelo a del Corral, con quien acabará compartiendo patriotismo y camaradería después de su estancia en la mansión de Asunción Colombres (Amelia Bence), donde la mujer cuida su herida a pesar del rechazo que siente hacia los simpatizantes de la corona, más aún un si estos son oriundos de la tierra argentina. El cambio de pensamiento en Villarreal se produce mientras lee varias cartas firmadas por el general Manuel Belgrano, pero también por el amor que empieza a sentir por la heroína que atiende sus heridas (externas e internas), en quien se resume el sentimiento patriótico de una película que no esconde su posicionamiento nacionalista, porque al igual que la intención del escritor con su novela, Lamare se vio condicionado por su época y, como tantos otros países, Argentina se debatía entre si permanecer al margen o posicionarse a favor de alguno de los dos bandos que luchaban en la Segunda Guerra Mundial.
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