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miércoles, 6 de junio de 2018

La tierra de todos (1926)


Las expectativas de Mauritz Stiller cuando aceptó la propuesta contractual de Louis B. Mayer serían las de cualquier cineasta de prestigio que llegaba a Hollywood con la idea de que los estudios, en su caso la MGM, pondrían a su disposición los medios necesarios para realizar el tipo de cine que pretendía, pero lo que se encontró fue un sistema que supeditaba las intenciones artísticas a la producción en cadena, al engranaje dividido en distintos departamentos, a los presupuestos y al tiempo de rodaje establecido por los productores. Estas circunstancias no entraban dentro de los planes cinematográficos de Stiller, cuya ilusión e intención era, se supone, crear poesía en movimiento y no la de limitarse a asumir la dirección de un producto preestablecido y controlado por los jefes del estudio. Para él, ya supuso un duro golpe viajar a Estados Unidos y verse marginado por quien le había contratado, pues Mayer no le ofrecía ninguna propuesta que llevar a la pantalla; y más frustrante aún, lo sería su experiencia en La tierra de todos (The Temptress, Fred Niblo, 1926). Lo que el director escandinavo ignoraba era que al magnate quien realmente le interesaba era Greta Garbo desde que había descubierto su mirada en una proyección durante su viaje a Europa,
 cuando L. B. levantó sus posaderas de su presidencial asiento en Culver City y se trasladó a Italia para poner orden en el rodaje de Ben-Hur (Fred Niblo, 1925), superproducción que, desde el inicio, acarreó problemas, desde cambios en el reparto, en la dirección y el guion, en los planes de trabajo, hasta disparar el presupuesto más allá de un punto que se antojaba intolerable por parte del por entonces pequeño y nuevo estudio cinematográfico. Tras el éxito de su primera película hollywoodiense, la actriz insistió en que su mentor asumiera el rodaje de este melodrama con destellos de western, cuyo guión, basado en la novela del valenciano Vicente Blasco Ibáñez, había sido desarrollado en un primer momento por el propio Stiller.


El cineasta sueco inició el rodaje sin comprender el medio en el que se movía, de ahí que no tardase en ver cómo el presupuesto se disparaba. Como consecuencia, Irving Thalberg no dudó en sustituirlo por Fred Niblo y este concluyó el film, conservando por deseo expreso de la actriz las escenas rodadas por el cineasta que la había llevado a Hollywood. La tierra de todos fue otro éxito en la ascendente carrera de Greta Garbo, que en su papel de vampiresa seductora brillaba por encima de cualquier otro personaje. La actriz dio vida a Elena, una mujer casada y adúltera, como tantas otras que interpretaría a partir de entonces, deseada por los hombres, condenada a padecer y perecer, alcoholizada y despojada de todo, porque así lo exigía la moral de la época del rodaje. Sin embargo no es una vampiresa ni la tentadora aludida por el título, es una mujer insatisfecha cuya belleza levanta pasiones entre el sexo opuesto, hasta el extremo de enfrentar tanto a enemigos como a amigos, pero nunca ha amado ni se ha sentido amada. Elena solo es objeto del deseo masculino o es adorada por la belleza que vislumbra a Robledo (Antonio Moreno) en la fiesta parisina donde ambos acuden disfrazados, se besan y confiesan su amor. Al día siguiente, el ingeniero argentino descubre que ella está casada con su amigo, el marqués de Torre Bianca (Armand Kaliz), y la juzga y repudia desde su
 puritanismo. Pero Elena no es la imagen que aquel le atribuye desde ese instante, pues el ingeniero desconoce que la única relación del matrimonio estriba en el interés del marqués, que la ha empujado a ser la amante de Fontenoy (Marc McDermott), el banquero que los ha mantenido hasta la escena de su suicidio, durante la cual este la acusa de ser la culpable de su bancarrota. La tierra de todos abandona el lujo y el glamour parisino y se traslada a las llanuras argentinas donde Robledo es recibido entre vítores por sus amigos, emigrantes y gauchos. Se trata de un espacio abierto y sin civilizar que ellos pretenden cambiar con la construcción de la presa que el forajido Manos Duras (Roy D'Arcy) hará estallar avanzado el metraje. Pero tanto el espacio como los diferentes enfrentamientos que allí se producen quedan supeditados a la presencia de Elena, cuando viaja a Argentina acompañando a su marido (que busca las comodidades perdidas) con la intención de conquistar al hombre que la acusa de ser la perdición de cuantos la rodean.

lunes, 21 de mayo de 2012

Ben-Hur (1925)



Fue la producción más costosa hasta que se rodó Lo que el viento se llevó (Gone to the Wind, Victor Fleming, 1939), pero cuando se habla de Ben-Hur se tiende a pensar en la película dirigida por William Wyler en 1959. Tres décadas y cuatro años antes, Wyler había participado en esta épica dirigida por Fred Niblo a partir de la novela de Lew Wallace (también existe una versión anterior, de 1907), pero Niblo no había sido la primera elección ni las tenía todas consigo cuando aceptó el encargo y partió rumbo a Italia donde se estaba rodando el film. Aunque no era uno de los grandes cineastas de la época, Niblo era un buen director, prueba de ello se encuentra en esta superproducción que arranca con una estrella luminosa que se detiene sobre el pueblo de Belén, donde ha nacido un niño predestinado a cambiar el curso de la Historia. Por aquel entonces, Palestina se encontraba ocupada por el ejército romano, cuestión que afecta a un pueblo que aguarda la llegada de un mesías que lo libere. Años después del nacimiento de aquel niño, los romanos continúan dominando el hogar de Judah Ben-Hur (Ramon Novarro) y, entre un grupo de soldados invasores, Judah observa un rostro que le resulta familiar. Se trata de Messala (Francis X.Bushman), su amigo de la infancia, a quien no ve desde que este fue enviado a Roma para convertirse en oficial romano. En un primer instante Messala no le reconoce, hecho que desvela que Judah no significa demasiado en los pensamientos del romano, cuestión que se reafirma cuando el príncipe de Hur le expone su pensamiento respecto a la ocupación romana. Como consecuencia, la relación entre ambos se rompe, ya que la idea de que los romanos deben ser expulsados, disgusta a Messala y le advierte del hipotético peligro que podría significar la influencia y la riqueza de su amigo. Ben-Hur, visto por Fred Niblo, no se declara pacifista, sus palabras (que no se escuchan) lo convierten en un individuo que, llegado el momento, lucharía por la libertad a la que se refiere. Por ello, y tras un desafortunado accidente, el oficial romano no tarda en traicionar aquella vieja la amistad condenando a Ben-Hur a galeras, y a la madre y a la hermana a presidio. La marcha de Judah hacia su condena le permite encontrarse por primera vez con un hombre que no conoce, pero que llama su atención por la fuerza que radia y por el gesto altruista que tiene hacia él y que le ayuda a sobrevivir para convertirse en galeote en el barco donde viaja Arrio (Frank Currier), el jefe de la armada romana, quien se fija en el extraño comportamiento de un esclavo a quien no doblegan ni las cadenas ni la fuerza bruta. La escena de la batalla naval destaca por su espectacular puesta en escena, pocas veces vista hasta ese momento, pero sobre todo sirve para que Ben-Hur recupere su libertad tras salvar al patricio romano de una muerte segura, convirtiéndose de ese modo en una especie de hijo para Arrio.
 Judah no puede permanecer en Roma por más tiempo, su pensamiento le lleva a pensar constantemente en su madre y en su hermana; decidido a saber de ellas regresa a su tierra natal, y acude a la casa de Simonides (Nigel De Brulier), el antiguo siervo de Hur, donde se reencuentra con Esther (May McAvoy), momentos antes de que se produzca el duelo con el hombre que le arrebató todo cuanto quería. Si la batalla naval es el primero de los dos momentos más espectaculares del film, el segundo se presenta en la soberbia carrera de cuadrigas que se produce cuando Ben-Hur se enfrenta a Messala; teniendo en cuenta que se filmó en un periodo de mayor limitación técnica nada tiene que envidiar a la no menos excepcional carrera rodada por William Wyler; aunque también habría que recordar que Ben-Hur, superproducción de cinco millones de dólares, disfrutó de todos los medios de la época para contar una historia épica de venganza que se desarrolla paralela a la presencia de Jesús de Nazaret, a quien Judah pretende liberar al final del film, porque cree que puede ser el líder capaz de traer la libertad a su pueblo.