lunes, 31 de julio de 2023

El último hombre (1996)

Apostar por un película que “revisa” dos films tan exitosos como Yojimbo (Yôjinbô, Akira Kurosawa, 1961) y Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, Sergio Leone, 1964) resulta osado y arriesgado, sobre todo cuando se trata de hacer una obra que tenga personalidad propia, a imagen de su director, guionista y productor, y lograr evitar las comparaciones o, al menos, no salir mal parado, si llegan a compararse. Evitar la comparativa resulta casi un imposible; de modo que convendría ver o mirar El último hombre (Last Man Standing, 1996) con ojos que no se desvíen hacia los largometrajes de Kurosawa y Leone; los cuales precedieron e inspiraron este de Walter Hill. En mi caso, fracasé en su día y he vuelto a fracasar una y dos veces más. De modo que siempre elijo y me decanto sin el menor titubeo por Yojimbo, quizá porque se trate de la original, pero seguro porque tiene la narrativa cinematográfica más afín a mis gustos particulares; aunque soy consciente de no caer en tal comparativa durante el visionado de cualquiera de las tres, de dejar la comparación para después o dejarla en el olvido, lo que hace más disfrutables las tres películas. En todo caso, se trata de films diferentes entre sí, que se ajustan perfectamente a los estilos y a las personalidades creativas de sus directores. Es evidente que sus estilos difieren, como también se comprende que el cineasta japonés influyó en los otros dos —y que en Kurosawa influyó John Ford, de cuyo cine también bebieron Leone y Hill—, que realizaron su western a partir del mismo material, aunque solo el del italiano expone su historia dentro del marco clásico del género. Pero, al contrario que el italiano, Hill acredita que su película se basa en la historia escrita por Kurosawa y Ryuzo Kukushima y se distancia de sus predecesores, contándola en tiempo pretérito. Para ello se vale del narrador en primera persona, aquel que ya ha vivido lo que nos cuenta, a partir de su llegada a Jericho, un pueblo fronterizo, en algún lugar al oeste de Texas, controlado por <<un sheriff corrupto y dos bandas de contrabandistas que se odiaban>>.


<<La película de Hill transcurría en los años treinta, recordando la novela de Dashiell Hammett de 1929, “Cosecha roja”, que fue la base (aunque no se dijo) de “Mercenario”. Aunque “Cosecha roja” ni se menciona en el ensayo de Donald Richie sobre “Mercenario” en The Films of Akira Kurosawa”, no hay duda de que Kurosawa debía mucho a la historia de Hammett: su película está más cerca de la novela incluso que la de Hill.>>

Stuart Galbraith IV: El emperador y el lobo, página 304. T&B Editores, 2005 

El narrador, John Smith (Bruce Willis), es un pistolero ambiguo, capaz de matar y de salvar vidas, quizá esto último lo haga en busca de redención. No se conoce ni su pasado ni qué le impulsa; su nombre podría ser cualquier o ninguno, la única certeza es que su presencia en la árida localidad eleva el alto índice de violencia y mortandad del lugar. Admirador y deudor del cine de Sam Peckinpah, para quien había escrito La huida (The Getaway, 1974), de Leone y Kurosawa, Hill hace westerns y películas sobre aquello que le gusta o inspiradas por aquellos cineastas que le han influido: Raoul Walsh y Tambores lejanos (Distant Drums, 1951), Peckinpah y Grupo salvaje (Wild Bunch, 1968) o Leone y Por un puñado de dólares, más que por Kurosawa. Cierto que carece de la desvergüenza del italiano y de la ironía visual del japonés, pero logra despojar su película de adornos, logra su ritmo y le añade al asunto mayores dosis de violencia en el enfrentamiento entre las bandas rivales, una de italianos y la otra de irlandeses. Ambas las componen aficionados, matones de poca monta, salvo Hickey (Christopher Walken), el único que parece poner en aprietos al pistolero que en un tiempo presente indefinido recuerda y presume que <<si me lo montaba bien, podría ganar un dinero fácil>>. Ese “dinero fácil” es el motor que pone en marcha a tantos antihéroes de celuloide que ven en los dólares (y otras monedas) la felicidad prometida.



domingo, 30 de julio de 2023

Superman III (1983)


El inicio de Superman III (1983) homenajea al slapstick sin apenas prestar atención al héroe, que asoma despistado por esas calles de Metrópolis, mientras el caos tiene su orden cómico. En ese arranque, Richard Lester parece decir (a medida que avanza el metraje, lo confirma) que no busca entretener con acción adrenalítica ni con fantasía, sino con humor y burla. Debido a esa prioridad, resulta una secuela (auto)paródica, gamberra e infantil, aunque también resulta irregular, pero, en todo caso, no deja de tener su lado subversivo: el no tomarse en serio, ni a los personajes ni al cine de superhéroes, cuyo infantilismo remite al que empieza a dominar cuando se confirma el reinado de los ordenadores y del vídeo-juego, de ahí que, partiendo del guion escrito por David y Leslie Newman, Lester se burle concediendo protagonismo a Richard Pryor en un papel de genio informático salido del paro.


El de Pryor no es el único personaje burlesco que asoma en la pantalla; lo son todos, desde Lorelei (Pamela Stephenson), la supuesta rubia tonta que permite hacer un guiño a Nacida Ayer (Born Yesterday, George Cukor, 1940), cuando la descubre leyendo la Crítica de la razón pura —y resulta que entiende a Kant, cuando apenas nadie logra hacerlo—, hasta Vera (Anne Ross), la hermana villana del villano de turno, una mujer con toda la mala leche que no muestra su hermano y que acaba atrapada en la súper máquina inteligente que se desata en su intención de controlar el mundo. Ese instante supone otra burla y otro homenaje —el ser humano devorado por la máquina: Metrópolis (Fritz Lang, 1927) o en Tiempos modernos (Modern Times, Charles Chaplin, 1936)—, como también lo es enfrentar a Superman (Christopher Reeve) a su parte egoísta, corrompida, indiferente, abrumada por tener que ser lo que se espera de él, sin poder ser contradictorio, el medio él que le concedería mayor humanidad y menor heroicidad… Tal reverso oscuro apunta un personaje imperfecto, por tanto, más humano que su imagen luminosa. El héroe se transforma en antihéroe. Sufre un desdoblamiento similar al que marca la tragedia de Balduin en El estudiante de Praga (Der Student von Prag, Stellan Rye y Hanns Heinz Ewers, 1913), y en posteriores versiones, más que al enfrentamiento maquinismo-humanidad en Metrópolis de Lang. En ambos casos, en el de Balduin y Superman, se trata de un desdoblamiento psicológico, más que físico, pero resulta evidente que el de Superman también es parte de la burla con la que Lester pretende caricaturizar el cine de superhéroes, riéndose de los estereotipos de héroes y villanos. Salta a la vista en Superman y en el malvado al que da vida Robert Vaughn, que resalta la caricatura del Lex Luthor de Gene Hackman, que ya era un personaje exagerado y paródico, y le da ese aspecto de niño grande con juguete nuevo que le permite “disfrutar” la realidad como si fuese un videojuego…




sábado, 29 de julio de 2023

La hora de los valientes (1998)

La radio forma parte del decorado de algunas películas, incluso llega a ser un personaje más, como sucede en la espléndida Una jornada particular (Una giornata particolare, Ettore Scola, 1977), pues, a través del aparato, se tiene acceso a los hechos históricos que se viven fuera del edificio donde solo permanecen los personajes de Sofía Loren y Marcello Mastroianni. El transistor es una ventana al mundo, a veces adulterada, otras menos, pero, en todo caso, permite un contacto con el exterior, con aquello que suena importante y afecta la cotidianidad del conjunto: en la película (y puede que también en la realidad), prácticamente toda Roma sale a la calle a “festejar” la visita de Hitler a  Mussolini. Los sucesos que radia el locutor son Historia, mientras que la acción de la que somos testigos es una pequeña historia que, junto a tantas otras, sucede a la par de la que pasará a la memoria histórica, una memoria en la que solo tienen cabida los “grandes nombres”. Una radio suena también en La hora de los valientes (Antonio Mercero, 1998), pero carece de la presencia protagonista que asume en el film de Scola, aunque posee la suficiente para ubicar su historia anónima dentro del marco de la guerra civil española. La ubica en noviembre de 1936, cuando la Primera Brigada Internacional acude en defensa de Madrid y el gobierno constitucional acaba de huir a Valencia, dejando la capital en manos de la Junta de Defensa, que queda al mando del general Miaja. Ubicada la acción en un momento de desorden y de pánico —esos primeros meses fueron los de mayor descontrol dentro de la zona gubernamental: los extremistas y los oportunistas como Lucas (Héctor Colomé) dieron rienda suelta a su guerra particular; los primeros ajustando cuentas incluso con inocentes, y los segundos, aprovechando para medrar—, Antonio Mercero no tarda en prestar atención a quienes serán sus protagonistas: Manuel (Gabino Diego), un joven bedel del museo del Prado, anarquista y enamorado de la pintura goyesca, Carmen (Leonor Watling), que lo ha perdido todo (familia, amigos y hogar) en un bombardeo, Pepito (Javier Bódalo) y Flora (Adriana Ozores), su madre, que le habla de una película —La quimera del oro (The Golden Rush, Charles Chaplin, 1925)— en la que el protagonista pasaba tanta hambre que se comía las botas y saboreaba los clavos, y el propio Francisco de Goya, su autorretrato y su supuesto anarquismo vital, que nada tendría que ver con el organizado de 1936.

En El tren (The Train, 1964), John Frankenheimer exponía el sacrificio de los ferroviarios franceses que daban su vida por salvar “el tesoro nacional”, las pinturas de tantos maestros que enorgullecen al país, que forman parte de su personalidad, de su historia. La pregunta que plantea el film, vendría a ser algo así como si esas pinturas valen tantas muertes. La respuesta la da cada uno de los personajes, y cada miembro del público. Pero lo que resulta indudable es del valor de las obras de arte, que superan cualquier valor tangible. Ese valor también se descubre en La hora de los valientes, en la que otra Junta, la Central del Tesoro Artístico, ha recibido la orden de evacuar las obras de arte del museo de Prado, para evitar que puedan sufrir desperfectos o incluyo ser destruidos durante los bombarderos a los que está siendo sometida la ciudad que se convierte en escenario bélico, pero también cotidiano, ya que la vida continúa entre las bombas, el hambre, el racionamiento, los refugios antiaéreos y las checas que el gobierno de Largo Caballero, ya ausente, no ha podido o no ha sabido hacer nada para frenarlas y poner fin a sus conocidos y temidos “paseos”. Mercero no oculta esta vergüenza; le concede protagonismo cuando un grupo de milicianos irrumpe en la casa del profesor Miralles (Juan José Otegui), el experto en arte encargado de catalogar las obras del Prado, y llevan a sus habitantes de “paseo”, porque, con el profesor y su mujer, allí vive el hermano de esta, un cura. En ese instante se desata la irracionalidad de las masas, que queman todas las obras de arte del lugar; un Sorolla incluido. Goya se salva por los pelos, ya que Manuel no ha llegado a entrar en la casa asaltada (adonde llevaba el cuadro); pero es testigo de ese instante que le entristece, le avergüenza y le permite comprender el crimen del que son víctimas esas personas a quienes iba a visitar para entregar el autorretrato del pintor aragonés. Picasso y su Guernica (pintado en 1937) aparte, el cuadro más conocido de un pintor español; Goya fue quien mejor plasmó los horrores de la guerra en pinturas como El 3 de mayo en Madrid o Duelo a garrotazos, que valen para cualquier guerra: fusilamientos, muerte, destrucción, lucha entre ideas y entre paisanos, y un largo etcétera. Esas luchas se observan en la guerra civil, conflicto armado e ideológico, lucha de clases y fratricida, rebelión y revolución, en la que se agudiza la destrucción y, como guerra moderna, se impersonaliza a las víctimas y, a primera vista, en la retaguardia de ambos lados, los extremos se reducen a la fórmula intransigente (e institucionalizada, sobre todo allí donde vencen los sublevados) “estás conmigo o contra mí”. Ante todo, Manuel está con la libertad, no con la “libertad” organizada, sino por la libertad natural que considera Derecho de la humanidad. Cree en ella y por ella (y para que los suyos algún día puedan vivir en ella) da el paso y arriesga su vida contra la intolerancia y el totalitarismo, más allá del arte y del “compañero” a quien tanto aprecia y a quien está dispuesto a proteger incluso con su sangre…



Famelicão (1940)

Por momentos, Famalicão (1940) parece una comedia y otros una coreografía musical y visual que muestra los distintos lugares de la población que le da título, donde, como en tantas otras, se combina el pasado con el presente, la tradición con la modernidad. Este ameno cortometraje documental sobre Vilanova Nova de Famalicão, municipio del norte de Portugal, en el distrito de Braga, fue realizado por Manoel de Oliveira, que apostó por la vitalidad y el desenfado como parte de su “recorrido turístico” por la ciudad. Lo apunta su inicio en la gasolinera donde solo se detienen dos coches de paso, de los cuales se apean los ocupantes que dan pie a que las imágenes inicien el recorrido turístico por un espacio que apunta el cambio a la modernidad (automovilística) que todavía no se ha impuesto. Veinte minutos después, en esa misma gasolinera, los autos arrancan y abandonan el lugar, pero no antes de que la visita nos hayan mostrado, guiado por la voz de un narrador, cuyo tono no desentona con la felicidad que parece manar del ritmo del montaje audiovisual, las imágenes de la casa de Camilo Castelo Branco, admirado y querido escritor que allí vivió en distintos periodos del siglo XIX, convertida en un lugar de visita (casi) obligatoria para quienes se acerquen a la ciudad; también la industria local, la feria o mercado famalicense, que la voz apunta como la más importante del norte portugués, y la vid, la planta más típica del lugar. Todo es alegría, por lo que sospecho que, como reclamo turístico, la película debió funcionar; y todavía hoy funciona, aunque la localidad haya cambiado desde entonces. Aunque ya para cualquier visitante de entonces, no sería igual lo visto en la pantalla y en la realidad, pues los lugares cinematográficos difieren de los reales que la cámara filma. Pueden gustar más o menos, ser los mismos, pero, aunque lo sean, jamás son los de la pantalla. No es ningún secreto que la diferencia entre cine y realidad es insalvable, fruto de la naturaleza de ambas.




viernes, 28 de julio de 2023

El estudiante de Praga (1926)

Debido a su mítico Cesare en El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1919), al instante se asocia a Contad Veidt con el fantástico alemán silente, pero esa asociación se amplía y enriquece en otros títulos imprescindibles del género. Pero no fue la primera estrella del cine fantástico alemán, ese “puesto” quizá lo ocupe Paul Wegener, quien resultó vital en los orígenes genéricos junto a Henrik Galeen, el director y guionista de la segunda versión de El estudiante de Praga (Der Student von Prag, 1926) —la primera había sido dirigida en 1913 por Stellan Rye, escrita por Hanns Heinz Ewars y producida y protagonizada por Wegener—. En esta segunda versión, Veidt hace suyo el papel interpretado por Wegener en 1913 y da vida y presta su inquietante rostro a Balduin, el estudiante pobre con fama de ser el mejor espadachín de Praga, que se ve obligado a luchar consigo mismo o, siendo fiel a lo que nos muestra la pantalla, con su otro yo: su reflejo en el espejo. La idea original, fruto de Ewars, se inspira en el mito de Fausto, en el William Wilson de Poe y está <<llena de reminiscencias de E. T. A. Hoffmann>>. (1) posiblemente, haya más influencias, pero, en todo caso, resultó un gran éxito cinematográfico y esto seguro que animó a Wegener a realizar El golem (Der Golem, 1914) —en 1920 filmaría una segunda versión—. Para ello, contó con la inestimable colaboración de Galeen, que coescribió y codirigió el film. Ya en la posguerra, Galeen sería el autor del guion de Nosferatu (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922), en el que adaptaba a su gusto la novela de Bram Stoker para que Murnau le diese imagen y crease una de sus obras maestras (y uno de los grandes hitos del cine), y de El hombre de las figuras de cera (Das wachsfigurenkabinett, Paul Leni, 1924), otro título fundamental del silente alemán, periodo en el que Veidt llegó a alcanzar el estatus de estrella, antes de dar el salto a Hollywood.

En El estudiante de Praga, a sus treinta y cuatro años, da vida al joven protagonista, que lamenta su infortunio: la pobreza de la que pretende salir encontrando una rica heredera. Bromeando, se la pide a Scarpinelli (Werner Krauss), variante de Mefistófeles, cuando le ofrece cumplir cualquier deseo que le pida. Así le pone en camino a la condesa Margit (Ágnes Eszterházy) cuyo padre la ha prometido, contra su deseo o sin tenerlo en cuenta, con el celoso y posesivo barón Waldis (Ferdinand von Alten). Naturalmente, la joven aristócrata y el estudiante se enamoran a primera vista, pero este sabe que precisa dinero para lograr introducirse en el círculo aristocrático, ganarse un lugar y así poder aspirar a ella. Para eso, no duda en firmar un contrato con Scarpinelli, cuya propuesta son 600.000 piezas de oro a cambio del derecho sobre cualquier cosa que haya en la habitación donde Balduin firma, creyendo que se trata de una broma y que ha hecho un gran trato. En realidad, debe ser mal estudiante, no porque no estudie, sino por poco espabilado, pues se carcajea mientras ignora que también él y su reflejo en el espejo están en el cuarto y que Scarpinelli, diabólico como cualquier diablo que se precie y precise para vender el alma, le exige su imagen, su otro yo, como pago. Lo que podría dar de sí a una copia de Fausto, se decanta por el desdoblamiento psicológico del protagonista, que podría verse como la dualidad a la que se enfrentaba la nación alemana de entre guerras, periodo de búsqueda y reconstrucción de identidad nacional en la que la democracia de la República se vería devorada por el totalitarismo nazi que en 1927 parecía insignificante, ni siquiera amenaza, pero que acabaría siendo su mayor monstruo...

(1) Siegfried Kracauer: De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (traducción de Héctor Grossi). Paidós, Barcelona, 2011.

jueves, 27 de julio de 2023

Buster y el listón

Bajemos el listón, dijo la entrenadora a los atletas reunidos en Olimpia. Sí, sí, respondieron estos. Su alegría desbordaba, menos en “cara de palo”, de tan contentos que estaban. Aquella decisión les facilitaba su labor y su entrenamiento. La preparadora continuó hablando: lo bajaremos a ras de suelo, para que así, como no podréis fallar, no os sintáis mal. Estaréis la mar de contentos, igual que vuestros padres y madres, que repetirán, para mayor gozo inconsciente, que el fruto de sus coitos o de la inseminación artificial es un ser tocado por la divinidad. Presumirán de vuestras altas capacidades, e incluso de las suyas. Vosotros no las dudareis: seréis los más grandes atletas de vuestro tiempo. Con este método, ya nada os afectará negativamente, ni os dañará, no vaya a ser que saboreéis la amargura y aprendáis a convivir y a superar la frustración de no lograr saltar alturas que no están a vuestro alcance. Todo será positivo, seréis héroes, heroínas y modelos. Desterraréis el pensamiento negativo, el que podría haceros dudar de su opuesto y llevaros a la intimidad de una zona gris donde enfrentaros a vosotros mismos y salir reforzados o derrotados, pero conscientes, si no del todo que cada uno forma en su relación consigo mismo y su entorno, sí de parte de vuestro ser. De este modo, con el listón enterrado, siempre lograréis superaros y alcanzar la meta, pues siempre podréis saltar la altura exigida: la no altura; y así no existirán imposibles que no podáis saltar. Adiós obstáculos, adiós a evolucionar o involucionar en la distancia y en la proximidad de los siguientes saltos, adiós a superar o caer, a lastimarse y a abrir nuevas y distintas calles para seguir caminando, cayendo y saltando. ¡Eso!, exclamaron los jóvenes atletas antes de dejarse llevar por la histeria del momento y corear, como si de una sola mente se tratase, ¡Haremos lo mismo de aquí al octavo planeta del universo siguiente! ¡Qué todos vivan, sientan y compartan esta sensación de bienestar y felicidad! Tranquilizaos, intentó calmarles Buster sin decir palabra ni cambiar de expresión. La entrenadora hizo oídos sordos al silencio del colegial ni triste ni alegre y continuó su discurso: Pondremos el récord en el suelo, de esta manera ya nadie se frustrará en su lucha por superarse, ni nadie tendrá que levantar los pies de la superficie común y uniforme donde ser él, ella, tú o yo será lo mismo. Dejémonos dominar por la ilusión de que todos tenemos razón y los demás no. Aceptemos que una opinión es tan válida como otra; aun cuando alguna sea más burrada que opinión. Desterremos a quienes no lo acepten y participemos en esta competición de engaño. Que nada nos aparte de ser la misma lágrima, la misma risa, la misma palabra vacía. Aunque las palabras carecen de dimensiones físicas, y difícilmente podríamos llenarlas o vaciarlas, sí podemos emplearlas sin significado para que así no disgusten ni frustren. Y ahora coreemos que cualquier cosa, deseo y sueño son posibles en un mundo sin imposibles, en una Olimpia de listones a ras de tierra… Y sin esperar a que la entrenadora terminase, Buster, silencioso como de costumbre, se separó del grupo, elevó la altura poco más de metro y medio del suelo, saltó en la soledad de su destierro, tropezó y se levantó...



Misery (1990)

Siempre (o casi) que se habla de Misery (1990) se alude a Stephen King y a Rob Reiner, por descontado a Kathy Bates y a James Caan; y es lógico, teniendo en cuenta que la película se basa en la novela del primero y que fue dirigida por el segundo; y que la actriz y el actor fueron dos magníficos protagonistas, capaces de soportar buena parte del peso del encierro que comparten desde distintas posiciones; dejando un pequeño espacio para que también Richard Farnsworth y Frances Sternhagen se luciesen en la pantalla. Lo que me resulta curioso es lo poco que se nombra a William Goldman*, un escritor y guionista fundamental en el Hollywood del último cuarto del siglo XX, como confirman los resultados de sus guiones, entre los que se cuenta el de esta película en la que la fanática número uno interpretada por Kathy Bates no duda en repetir <<te admiró profundamente; soy tu fan número uno>>. En su fanatismo, recuerda a la madre de Carrie (Brian de Palma, 1976), aunque sea de distinta índole. La película de Brian de Palma también se basa en una novela de King y, con permiso de Cadena perpetua (Frank Darabont, 1994), quizá junto a este film de Reiner sean las mejores adaptaciones cinematográficas de la obra del autor de la saga “La torre oscura”; pero afirmar esto implicaría entrar en una comparativa que obligaría, a cualquiera que la pretenda, a visionar de cabo a rabo la abultada producción inspirada en las novelas del exitoso escritor estadounidense. Por este motivo, prefiero volver a Goldman; me resulta más cómodo afirmar que su aportación a lo que vemos y oímos en la pantalla fue fundamental. Me refiero a crear el puente entre la novela y la película o, dicho de otro modo, plasmar en papel el paso de literatura a lo que posteriormente será cine.


En el caso de las adaptaciones, la escritura cinematográfica es el primer paso, vital, donde debe responderse a los interrogantes y a las necesidades cinematográficas y convertir la adaptación en una obra propia, y aquí entra Reiner, que cumple satisfactoriamente al transformar el guion en imágenes que enfrentan dos perspectivas que, aunque suene a chiste, se complementan. Son la irracional —¿hay algo más irracional que el romanticismo y el fanatismo? Sí, los enfermizos que convierten a Annie en psicópata— y la racional —Paul, su escritura, que se ha convertido en trabajo que sigue las mismas pautas; sabe que no es la de un escritor—, y se complementan porque la suma de ambas da rienda suelta al creador que habita en Caan, hasta su encuentro con su secuestradora, encadenado. Solo en su contacto con su alucinada fan, el escritor es capaz de liberarse, aunque se encuentre prisionero (físicamente), y desplegar su imaginación. Así, tras un primer, Segundo y tercer momento de terror y intento de fuga física, logra romper las cadenas de mediocridad en las que ha ido construyendo la obra literaria que le ha dado un nombre dentro del panorama comercial, que no literario. Eso lo sabe, como comprende que siempre escribe igual, más allá del ritual que sigue cada vez que concluye una novela —descorchar la misma marca de champán y encender un cigarrillo—, y tan cansino que había decidido terminar con Misery, su protagonista en ocho novelas. Esta intención desata el lado feroz de la mujer que se ha convertido en su carcelera, enfermera, victimaria y musa a la fuerza, pero musa al fin y al cabo, pues nunca se sabe de dónde puede llegar la inspiración que lleve al artista allí donde nunca antes había llegado, al clímax o a la cima de su arte…



*Algunas películas con guion de William Goldman:


—Harper (Jack Smight, 1966)


—Así no se trata a una dama (No Way to Treat a Lady, Jack Smight, 1968)


—Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, George Roy Hill, 1969)


—Un diamante al rojo vivo (The Hot Rock, Peter Yates, 1972)


—El carnaval de las águilas (The Great Waldo Pepper, George Roy Hill, 1975)


—Las mujeres de Stepford (The Stepford Wives, Bryan Forbes, 1975)


—Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976)


—Marathon Man (John Schlesinger, 1976)


—Un puente lejano (A Bridge Too Far, Richard Attenborough, 1977)


—El muñeco diabólico (Magic, Richard Attenborough, 1979)


—La princesa prometida (The Princess Bride, Rob Reiner, 1987)


—Misery (Rob Reiner, 1990)


—Chaplin (Richard Attenborough, 1992)


—Maverick (Richard Donner, 1994)


—Poder absoluto (Absolute Power, Clint Eastwood, 1997)

miércoles, 26 de julio de 2023

Babylon (2022)

Ya desde el cine silente, el cine empezó a hablar sobre cine, por ejemplo Mauritz Stiller en La mejor película de Thomas Graal (Thomas Graal’s bästa film, 1917); pero Hollywood fue el más insistente. La industria californiana se dedicó a hablar de sí misma en comedias, dramas y, ya con el sonido sincronizado con las imágenes, también en musicales y films biográficos. Pero por cuestiones de ego, imagen, negocio y publicidad, Hollywood es narcisista y despiadado, más que autocrítico, aunque en su seno se hayan producido Ha nacido una estrella (A Star Is Born, William A. Wellman, 1937) y la magistral El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder 1950). La de Wilder es un maravilloso ejemplo de desmitificar la fábrica de sueños creando un mito, al contrario que sucede con Damien Chazelle en Babylon (2022), que mitifica, en apariencia, desmitificando, decorando los vacíos y gustándose a sí mismo, pero quizá sin que lo expuesto (su modo de exponerlo) llegue a gustar a la parte del público que note excesivas tres horas de duración en las que se cuenta, en un alarde de barroquismo cansino, lo ya contado en menos tiempo y con mayor soltura, “chicha” y gracia.

Como todo periodo entre el caos y el orden, el que se impone hasta un nuevo desorden, existe libertad y toda libertad, a priori, antes de que se descubra su existencia y se reduzca hasta desaparecer, resulta descontrolada. Si algo o alguien es libre, no está sujeto a leyes ni normas; como parece que sucede con una estrella de la magnitud de Jack Conrad (Brad Pitt), un personaje inspirado, entre otros, en Douglas Fairbanks y John Gilbert, cuyo ocaso puede verse reflejado en el de Conrad. La ausencia de “cadenas” puede resultar al tiempo producente y contraproducente, en todo caso el individuo no está sujeto a códigos de conducta ni debe justificación por sus actos; ni siquiera a sí mismo. Con lo dicho, parece que igualo libertad a amoralidad, pero no, más bien pretendo imaginar que un tipo así sería alguien similar a un monarca absolutista cegado por el sol o a un primer espécimen de la especie, inconscientes de que existen fuerzas naturales, sociales y de otras índoles que escapan a su entendimiento y a su control. Ese es el atractivo y el riesgo de una libertad digamos absolutista, que no absoluta (de esta dudo su existencia), sin posibilidad de control ni de moral, ni siquiera cabe la posibilidad de ser consciente de ser libre, si es que esto puede llegar a ser posible o, en caso afirmativo, si realmente alguien querría serlo porque estaría condenado al aislamiento, a no poder vivir en sociedad, donde la libertad establecida por decreto impide la natural e individual. Y así son el periodo, la “realeza” y más especímenes del Hollywood del cine mudo vistos por Damien Chazelle en la primera parte de Babylon. Su Hollywood es un espacio libre y desenfrenado, menos simpático que el expuesto por Peter Bogdanovich en Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976); más que decadente, vicioso, que pasa de ser aventura y fiesta imprevisible, desenfrenada —que no escandalosa, porque a nadie del lugar escandaliza— e incluso mortal, a industria dominada y sometida a la hipocresía (de los magnates y mandamases) que se descubre en las imágenes en las que el film ya se desarrolla en el sonoro. Entremedias, sucede lo inesperado: la irrupción del sonido en el cine, momento que lo cambia todo, desde las técnicas de rodaje, cámaras más pesadas y sin movilidad, micrófonos en el plató, hasta los modos de interpretar —como exponen parodiando, bailando, soñando en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) Stanley Donen y Gene Kelly—.

En un primer instante de Babylon, en la fiesta orgiástica donde Chazelle presenta a sus personajes, puede dar la sensación de que se está ante el reverso oscuro de La ciudad de las estrellas (La La Land, 2016). Y en cierto modo, lo es, pues resulta un espacio igual de falso, es decir, que también es una fantasía del cine sobre el cine, la de un cineasta que idealiza un espacio irreal, aunque en apariencia busque desmitificarlo. Chazelle mitifica e idealiza —Manny Torres (Diego Calva) y Jack Conrad parecen hablar por él, cuando, en momentos diferentes, el primero dice que quiere formar parte de algo más grande, algo que signifique y perdure; y el segundo, que el cine es vital en la vida de la gente corriente—, tanto el lado luminoso de Hollywood como el más perverso —en ambos casos, aquel que el público más sensacionalista y fanático pueda hacerse—. El Hollywood de Babylon no es perverso por las fiestas y las orgías, sino por las sombras en las que caen o en las que viven los cinco personajes a los que Chazelle ofrece mayores momentos de protagonismo, igualando géneros e insistiendo en la diversidad étnica estadounidense —anglosajona, latina, afroestadounidense y asiática— para contar la caída de su Babilonia desde la comedia, el drama y el musical, empleando planos cortos y movimientos acelerados de la cámara (menos mal que las actuales son más ligeras que las primeras sonoras) en planos-secuencia, como si la propia cámara estuviese contagiada por el desenfreno, el alcohol y las drogas hasta llegar a llamar la atención sobre el conjunto, de modo similar a Nellie LaRoy (Margot Robbie), un volcán inspirado en la actriz Clara Bow cuyo auge y caída es otra de las historias babilónicas de una película que concluye tomando nota del final de Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1987).



lunes, 24 de julio de 2023

Dallas Buyers Club (2013)

Aparte de ser de esas películas que se dice para lucimiento de su protagonista, en este caso Matthew McCounaghey, hay varios temas de interés en los que Jean-Marc Vallée insiste en Dallas Buyers Club (2013), que luego resulten interesantes es otra cuestión: los prejuicios, la homofobia, la burocracia en la Sanidad, la fina línea entre fármacos aprobados, no aprobados e ilegales, cuya diferencia en el mercado depende del dictado administrativo más que de los expertos en medicina, la lucha por la vida del individuo frente al sistema que no lo contempla como ser vivo, sensible y emocional o la heroicidad que significa negarse a sucumbir, aferrándose a cualquier posibilidad dentro de la imposibilidad en la que se descubre el protagonista del film. Corre el año 1985, cuando a Ron Woodroof le dictaminan que es seropositivo y, salvo Eve (Jennifer Garner), ningún médico del hospital parece comprender que los pacientes infectados por el VIH son personas a las que les diagnostican una enfermedad incurable y, como consecuencia, una que asusta porque saben que van a morir. Nada ni nadie parece que pueda o quiera impedirlo; tampoco parece que se trabaje eficazmente y con rapidez en la búsqueda de una solución, quizá porque el sistema tiene prioridades y los infectados no lo son. Eso enfurece a Ron, electricista, vaquero y mujeriego, un tipo combativo como pueda serlo Larry Flynt, que inicialmente presume de “macho” con sus amigotes. Ese primer instante lo define sin disimulo para exponer que es tan homófobo como el resto de sus colegas. Vallée lo hace así para introducir la evolución de Ron, cuando la enfermedad que padece le hace ver las cosas de otro modo; sobre todo tras conocer a Rayon (Jared Leto) e iniciar una asociación que depara el Club de vendedores de Dallas —el negocio farmacológico que pone al alcance de los socios medicamentos que resultan más útiles que el oficial— y la amistad entre ambos. Mientras eso sucede, y tras sobreponerse al impacto de la noticia que le marca, se descubre al vaquero entregado en la búsqueda de opciones.

La homofobia queda patente desde los primeros compases de Dallas Buyers Club, cuando el protagonista todavía no sabe qué es seropositivo. En ese instante previo, asocia el SIDA a las relaciones homosexuales, hasta que comprende, ya con la noticia de su contagio, que también las heterosexuales que práctica. La ausencia de medicamentos que combata el virus, la sustituye por la esperanza, porque la otra opción es la nada; de ahí que se agarre a un clavo ardiendo con tal de vivir. Como individuo y víctima, Ron no es una excepción, pero sí lo es en su modo de actuar. Es el año 1985 y el SIDA es enfermedad tabú y letal, pues no existe tratamiento conocido y aprobado que permita al paciente una esperanza de prolongar su vida. Ron, tras un primer momento de negación y autocompasión, decide ir a por todas, buscando alternativas fuera del sistema sanitario, incapaz de ayudarle, a él y a tantos en su caso. Más que superación, la heroicidad de Ron reside en aprender y aceptar, en comprender y no rendirse. Pero, ¿habría actuado como lo hace, de no verse afectado directamente? La respuesta parece tan obvia como la pregunta; Ron se involucra y lucha porque es su única opción, mientras que para la burocracia, que manda, su problema sanitario es secundario, como va comprobando el protagonista, que siempre debe de bordear la ilegalidad para conseguir los fármacos que no están aprobados por la F. D. A., las siglas de la agencia del gobierno encargada de perseguirle constantemente desde que inicia su actividad clandestina…



sábado, 22 de julio de 2023

Noche en el alma (1944)

La psicología y la psique (alma) de los personajes fueron dos intereses principales en el cine de Jacques Tourneur. Fueron prioritarias, al menos eso se deduce de sus mejores películas, entre las que no se encuentra Noche en el alma (Experiment Perilous, 1944), de la que me tienta decir y digo, porque a veces mi voluntad se alía con las tentaciones para llevarme de fiesta o a la perdición, que se trata de una película que dista de lo mejor de Tourneur porque le falta el trasfondo invisible y fantasmal de ansiedad, represión, deseo y miedo, espectros mentales, que prácticamente puede palparse en sus films de terror y en su cine negro más logrado. Algo falla en la narrativa y en los personajes de esta película que adaptaba la novela de Margaret Carpenter, quizá en la concreción de la idea a la pantalla, en la que vemos, al menos mis ojos, un espacio en el que la ambigüedad y la psicológica resultan más melodramáticas que emocionales. En este aspecto, la propuesta de Noche en el alma queda lejos de los grandes films de Tourneur junto Val Lewton —La mujer pantera (Cat People, 1942) y Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943)—, en los que la figura femenina adquiere más que protagonismo, adquiere perfección a ojos de los hombres que las admiran, desean y dicen amar. En ciertos aspectos, la película guarda paralelismos con Luz de gas (Gas Light, Thornton Wilder, 1940) —y la versión estadounidense realizada por George Cukor cuatro años después— y los “Hitchcock” Rebeca (Rebecca, 1940), Sospecha (Suspicion, 1941) o Atormentada (Under Capricorn, 1949), por nombrar tres del realizador británico en los que las protagonistas femeninas también viven temores enfermizos que trastocan su realidad. En ese punto se encuentra Allida Bederaux (Hedy Lamarr), su interpretación y su experiencia se ven afectadas por una cotidianidad, transformada en prisión mental y casi física, donde lo irreal y lo real se confunden para someterla a un estado de desequilibrio y tensión que puede confundirse con locura. Ninguna de las protagonistas de los films nombrados está loca, ni enferma, sino condicionada por el miedo, la represión a la que son o fueron sometidas y el deseo sexual masculino; en el caso de Allida parece ser su propio marido (Paul Lukas) quien la reprime y pretende convencerla y convencer al resto de la locura que le atribuye, ocultando de ese modo la propia.

Pero sea por el reparto, la falta de carisma de un actor como George Brent —a quien siempre recuerdo igual: mismo peinado, misma expresión, misma apatía y misma imposibilidad para hacer mínimamente creíble que su personaje es algo más que una máscara sin vida— o Hedy Lamarr, quien sí poseía carisma, belleza e inteligencia, pero también carencias —su leyenda cinematográfica se debe más a su desnudez en Éxtasis (Ekstase, Gustav Machatý, 1933) y a su imagen que a sus cualidades interpretativas; vamos, que no era una Katharine Hepburn o una Ingrid Bergman, ni mucho menos—; o por la ausencia de sombras, de ambigüedad, tampoco juega a favor ni lo inexplicable de un origen del miedo (y cómo actúa) que resulta más que forzado, confirmado, sin más que por el diálogo; algo que no suele suceder en el cine de Tourneur, que suele hablar visual, a través de las imágenes y de la atmósfera que se va generando. El miedo, en múltiples formas, es presencia habitual y vital en su cine, pero suele desarrollarse en los personajes y con los hechos que se ven y se omiten en la pantalla; mas aquí parece que se introduce como algo impropio, solo de nombre, pero sospechosamente ausente, salvo por nombrarse en varias ocasiones. Salvo en momentos puntuales, como pueda ser el paso del retrato pictórico de la protagonista a su imagen real (que le da un aura de fantasía, quizá inalcanzable), no hay misterio o no se logra, porque en su apariencia de film psicológico no lo es; puede que el productor y guionista Warren Duff no fuese el complemento ideal que Tourneur había encontrado en Lewton, aunque también habría que decir a favor de Duff, que fue el productor de Regreso al pasado (Out of the Past, 1948), uno de los mejores films de Jacques Tourneur y una de las cimas del cine negro.



viernes, 21 de julio de 2023

Amanecer

La clave de la existencia, si es que existe algo similar, es existir y esta clave la rige lo absurdo de la realidad, una realidad que cada uno percibe según sus experiencias, sus conocimientos y su ignorancia, pero no siempre ve su falta de lógica, su imposibilidad de planificación y determinación. “No por mucho madrugar, amanece antes”, dijo un grupo de sabios populares a altas horas de la noche. “Gran verdad”, concluyeron, alguno con un bostezo, antes de acordar que ninguno se iría para casa, ni se acostaría en cama conocida o desconocida, hasta el amanecer. Ansiosos por comprobar si la experiencia confirmaba su creencia. Amaneció, pero no sabían si más tarde o más temprano, pues no habían despertado ni madrugado, sino pasado la noche en vela. Al día siguiente, decidieron que alguno durmiese y otros no. Así pretendían corroborar la hipótesis que empezaba a convertirse en una obsesión para todos ellos. Amaneció un nuevo día; pero los dormidos, que no pudieron ser testigos del alba, eran incapaces de determinar si lo había hecho antes o después, incluso les era imposible determinar el cuándo. Tampoco era una posibilidad para los insomnes, pues el no dormir les impedía confirmar una parte de la proposición: les impedía madrugar, por tanto no podían ni afirmar ni negar, solo presumir una u otra posibilidad. Por fin, decidieron dormir todos, y cada cual que fuese despertando anotase lo que viese a través de la ventana. El primero anotó “oscuridad”, y volvió a acostarse; el segundo “oscuridad”, y regresó entre las sábanas; el tercero, lo mismo, aunque se metió en un saco de dormir, puesto que el suelo era frío… y así hasta el último de ellos, que apuntó: “claridad” y se metió en la ducha porque el sol lucía su mediodía. Esto les llevó a la conclusión de que su hipótesis no era del todo errónea, pero tampoco correcta, pues solo para quien menos madrugó había amanecido antes; el resto hubo de aguardar a despertar de nuevo. “Esta lógica es la ilógica”, concluyeron algunos, mientras varios negaban y afirmaban moviendo la cabeza; por lo que todos acordaron llamar a su desacuerdo “la lógica del sí y el no en un mismo suceso y tiempo”. Nadie dijo más, pues algo habían aprendido. ¿Qué? Ni idea. No lo dejaron por escrito. De modo que nunca lo sabré. Pero volviendo al principio, a menudo las decisiones son acertadas o erróneas y los “planes” salen bien o mal por el azar o el imprevisto, y ni siquiera esto, puesto que tampoco podemos saber cómo habría sido lo que no sale o si lo que sale es lo único que podría suceder. Es ahí, en esa imposibilidad, en ese absurdo, donde el resultado escapa a nuestro control y a nuestros absolutos; que obviamente no lo son. Entonces, ante situaciones como el amanecer, uno piensa y concluye: quién me lo iba a decir, parece increíble despertar en el momento justo, pero así es. Claro que muchas veces lo increíble se presenta para darte gusto o por saco...


Foto: Sagres (Portugal), hace décadas, un siglo o un millón de años, pero, en todo caso, fue el momento justo.

jueves, 20 de julio de 2023

Un día perfecto (2015)


1995, Los Balcanes, la guerra parece que se acaba, pero los conflictos y la lucha para recobrar una situación donde la vida pueda ser respetada continua. Los voluntarios, veteranos y novatos, de Un día perfecto (2015) viven su jornada laboral sin horarios definidos. Lo único que saben es que viven un día más de tantos que suman la extraña cotidianidad de la complejidad bélica de la que también forman parte. La vida sigue entre los escombros y las minas, los pozos inutilizados o la burocracia de los cascos azules, cuya presencia no está del todo clara o al menos el qué hacen allí, salvo querer llevar su orden administrativo, el que no tiene cabida en una zona de guerra donde los usos bélicos, la muerte, la miseria, la pérdida, pero también la fuerza de la existencia, ya son parte de Mambrú (Benicio del Toro) o B (Tim Robbins). No así para Sophie (Mélanie Thierry), la joven novata para quien todo es novedad y como tal se lo toma. Ella es el ejemplo de cómo se van descubriendo realidades que no se ven en casa a través del televisor, en la cómoda distancia de un sofá donde teorizar y hablar de ética bélica es posible. Esa distancia, que protege y aleja de la práctica diaria, en la que nada sigue valores de salón organizativo, ni protocolos ni teorías de quien no pisa zona minada, se rompe sobre el terreno, donde lo cotidiano no es el bienestar, sino todo lo contrario. El humor, la ironía, la tragedia y el drama forman parte de la realidad representada por Fernando León de Aranoa a lo largo de Un día perfecto sin necesidad de escenas bélicas ni de explosiones ni efectos que cieguen sobre el tema a tratar, una realidad que no por representada pierde veracidad, a la que accedemos guiados por ese heterogéneo grupo de voluntarios que se completa con Katya (Olga Kurylenko), la supervisora de la ONG, también recién llegada  —este personaje posibilita humanizar más si cabe a sus compañeros, ya que apunta una vida más allá del conflicto bélico, apunta la intimidad— Damir (Fedja Stukan), un intérprete local, y Nikola (Eldar Residovic), un niño que ha perdido la protección de la infancia, aquella que suele dar la presencia de los padres, una de tantas víctimas de la guerra…




miércoles, 19 de julio de 2023

Tempestad en la cumbre (1951)

La acción de Tempestad en la cumbre (Thunder in the Hill, 1951) se desarrolla prácticamente en el interior de un convento-hospital ubicado en Inglaterra donde la religiosidad y el laicismo conviven no siempre en equilibrio. En realidad, por lo que puedo apreciar en la pantalla, dicha convivencia y enfrentamiento ni se produce ni es el tema planteado por Douglas Sirk en este melodrama de tonalidad negra donde asoma la culpabilidad (la protagonista se culpa por la muerte de su hermana) y la inocencia, las interioridades heridas, el querer mantener bajo control pensamientos y actos, por temor a descontrolarse, o el ser inocente y el sentir que todos te ven culpable. En la situación de verse a sí misma culpable se encuentra la hermana Mary Bonaventura (Claudette Colbert) al inicio del film, antes de que se produzca su encuentro con Valerie Carns (Ann Blyth), a quien todos señalan como asesina y malvada, al haber sido acusada de fratricidio y condenada a morir en la horca. En su primer encuentro, la rea muestra brusquedad, aunque solo es una reacción defensiva, para protegerse de un entorno hostil; salvo la monja, nadie, ni siquiera su prometido (Phillip Friend), reconoce en ella la inocencia.

Una tormenta precipita el encuentro de las dos protagonistas, como si el fenómeno atmosférico presagiase las interioridades de ambas, solo que el simbolismo no funciona, salvo para establecer una relación que comienza con el rechazo y que actúa de dos maneras: creando una atmósfera cercana al cine negro y ahondando (sin profundizar) en la psicología de la monja protagonista, a quien la madre superiora (Gladys Cooper) acusa de imponer a los demás su voluntad, como había hecho con su hermana —lo cual le ha acarreado la culpabilidad, sentimiento que no nace de su supuesta moral cristiana, sino del guion—, pero la superiora no dice, porque es incapaz de verlo, que la tanto la autoridad, la que ella representa o la que representa el sargento, como la mayoría hacen lo propio: intentan imponerse a la minoría, en este caso, al personaje de Colbert, la única que cree en la inocencia de Valerie, cuyo recurso para protegerse, levantar un muro de rechazo entre ella y los demás, surge de su necesidad de defenderse. Lo levanta por miedo, pero también por venganza hacia quienes la juzgan y condenan, la tildan de criminal porque así lo han escuchado. Esa mayoría practica el juicio fácil, uno que no se reflexiona ni se basa en hechos; se asume porque así lo ha dictaminado un tribunal que en este caso se equivoca o eso pretende demostrar la monja.

El resultado del asunto funciona a medias o, si prefieren, lo hace a ratos. Intenta adentrarse en la complejidad de los personajes, pero la psicología de estos suena plana, quizá porque Sirk se vio obligado a prestar su atención a la intriga y a rodar un material que no sentía suyo. Es decir, le era impropio y no logra equilibrar intimidad y misterio, o supeditar este a aquella, generando cierta sensación de pesadez, de que se fuerza no solo la trama, sino la relación que se establece entre los personajes principales. Esto lastra el conjunto, aunque no impide que Tempestad en la cumbre sea un melodrama que se deja ver. Sirk comentó que lo realizó sin intervenir en el guion ni en la preparación, que se limitó a filmar el material que le dieron, basado en la obra teatral de Chalotte Hastings “Bonaventure”, título que remite al apellido de la monja protagonista, y que ya anuncia que todo acabará bien o, al menos, que la intervención de Mary será portadora de esperanza y buenas noticias…



martes, 18 de julio de 2023

The Report (2019)

No somos tan originales como para andar inventando a diario nuevas formas y verdades, aunque todo sea novedad, pero sí se le pueden dar distintos nombres a lo mismo y así conferirle al asunto un aire novedoso. El cine repite formas desde sus orígenes, con pequeñas variaciones, que a veces son de apariencia enormes y determinantes para ofrecer algo original y único: son las obras maestras y otras sin magisterio que también marcan un antes y un después. Pero el fondo, los temas a tratar permanecen inalterables o apenas se alteran porque los cambios humanos son lentos y más de apariencia que de esencia. Las inquietudes, los miedos, los deseos, las fobias, las ambiciones y los intereses suelen ser similares, aunque difieran en las capas de barniz y en las variantes personales y temporales. Reduciendo lo dicho al cine, un ejemplo sería el actual fabricado en Hollywood sobre hechos reales que señalan directa o indirectamente al sistema. Dicha “actualidad” cinematográfica se inicia en Hollywood con Todos los hombres del presidente (All The President’s Men, 1974); y con anterioridad en Z (Costa-Gavras, 1969). En todo caso son films distintos, tanto en forma como fondo, salvo que ambas abordan los abusos y malos usos del Poder, de quienes tienen acceso al Poder, como ya se apunta en El político (All The King’s Men, Robert Rossen, 1948) —ficción dramática que no bebe directamente de la realidad, sino de la novela de Robert Warren Penn—, por citar un ejemplo. La década de 1970 fue prolífica en este tipo de cine, que decayó en la siguiente, para resurgir posteriormente en títulos como J. F. K. (Oliver Stone 1991) y Malcolm X (Spike Lee, 1992). En todas ellas hay actuaciones en la sombra que permanecen ocultas y que los autores a través de sus personajes pretenden sacar a la luz. El mundo no físico se compone de un número similar de verdades y de mentiras. Apenas conocemos ni unas ni otras, damos por hecho lo que nos dicen y seguimos con nuestras vidas. Es lo más cómodo para todos, pero en ocasiones hay individuos que no se conforman e investigan ese espacio más oscuro, al que la mayoría no tiene, no puede y no quiere tener acceso. No resulta fácil, porque cada sistema es como un organismo vivo que se defiende ante el intruso que le amenaza; en este caso, que pretende llegar al fondo del asunto. Algo así le sucede a Daniel J. Jones (Adam Drive) cuando investiga el Programa de Detención e Interrogación empleado por la Agencia de Inteligencia tras el 11-S.

Las torturas pueden llamarse “técnicas mejoradas” y buscar en la ambigüedad legislativa un lugar donde ajustarla: <<si funciona, es legal; si no funciona, ilegal>>. Curiosa forma de interpretar la ley y, sobre todo, los Derechos Humanos que cualquier democracia presume defender y practicar. Pero el miedo todo lo puede y, entre otras cuestiones, se relaciona con el orden y el desorden de los sistemas políticos y sociales que se repiten a lo largo de la historia. Lo hacen de distinta manera y con diferentes protagonistas, pero conservando su esencia, sobre todo si hablamos de la ambición de cualquier poder y del miedo, el cual, una vez nos domina, suele desatar los instintos primarios, y no pocos de ellos resultan monstruosos. Sin ir más lejos, el miedo a ser atacado precipita el ataque del miedoso o el temor a perder su modo de vida, empuja al vividor a eliminar otros, aunque sea empleando prácticas de prevención, que sin eufemismos serían medios de tortura, como las descubiertas por Daniel Jones durante su investigación. Este personaje es el protagonista absoluto de The Report (2019), un film que se inicia en el presente y que va desarrollándose a lo largo del pasado que va desde la aprobación de los métodos de interrogación hasta ese momento en el que el bien, la democracia y la justicia, desvela y vence. Lo interesante de un film como el de Scott Z. Burns ya no es la forma, el cómo se expone ni los personajes, ni prácticamente nada, si ya se conoce el asunto que trata (y este resultó bastante sonado), ya que no se aleja del cine de denuncia hecho en Hollywood desde la década de 1970, aunque con periodos intermitentes, como parece corroborar que en la década de 1980 apenas se desarrollase.

En The Report, Burns propone la enésima vuelta de tuerca cinematográfica a la investigación y exposición de trapos sucios administrativos que periodistas o, en este caso, funcionarios como Daniel Jones intentan sacar a la luz para que la democracia en la que creen salga victoriosa de las prácticas bochornosas, corruptas, delictivas, poco claras o faltas de ética que plantean films como Todos los hombres del presidente o más recientemente Los archivos del Pentágono (The Post, Steven Spielberg, 2017), y tantas otras producciones que vuelven y vuelcan su atención sobre situaciones que no son la misma. Por tanto, no se repiten, pero guardan aspectos comunes, tales como ambigüedad, mentiras, falta de ética, practicas ilegales e incluso, en casos señalados, criminalidad. La investigada por el demócrata a quien la senadora Feinstein (Annette Bening) encarga un informe sobre el Programa de Detención e Interrogación empleado por la Agencia de Inteligencia, de los métodos de fuerza bruta y condicionamiento psicológico empleados en los interrogatorios de sospechosos de terrorismo. El 11 de septiembre de 2001, implica un antes y un después en la historia, también en la del cine. El mundo occidental cambió ese día, porque el atentado sufrido por Estados Unidos, país que por entonces llevaba la voz cantante internacional, sembró temor donde antes había confianza y seguridad, presunción y cierta prepotencia, así como la creencia de superioridad moral, militar y económica; de modo que las reglas del juego variaron, al establecerse el miedo como punto de partida y, una vez arraigado, el ajuste de cuentas y la supuesta prevención de futuros atentados dan vía libre a situaciones ambiguas ya expuestas en Camino a Guantánamo (The Road to Guantanamo, Michael Winterbotton, 2006) o La noche más oscura (Zero Dark Thirty, Kathryn Bigelow, 2012), en las que se exponen las sombras antidemocráticas ocultas en un país que predica libertad y democracia. Es contradictorio, pero quizá solo sea la incongruencia de creer democrático aquello que llamamos como tal, pero cuyos usos parecen apuntar que los derechos lo son para unos y no para todos. Entonces ¿qué es un estado democrático? ¿Existen realmente o solo existe su posibilidad, su deseo, cuando todo va bien, es decir, cuando el estado de las cosas resulta al gusto de quien las dicta?



lunes, 17 de julio de 2023

Pedruscos, rocas y montañas

Hay que vivir atendiendo al presente, pero sin cerrar los ojos a los hechos del pasado, recordando y desvelando verdades ocultas, comprendiéndolas, para no golpearse cincuenta y tres veces con la misma piedra o que te aticen con ella el mismo número de ocasiones, ni resbalar una y otra vez sobre un piso resbaladizo, recién fregado porque estaba sucio, muy sucio, tanto, que para el fino olfato del sabueso, bajo el fuerte aroma artificial de pino o limón, la pestilencia todavía hiede. Qué fácil decirlo, y qué difícil practicarlo, porque siempre hay pedruscos, rocas y montañas que ciegan la visión del panorama al otro lado, y nunca un momento anterior se sospecha que pueda repetirse en uno posterior. Cierto, no puede, pero nada impide que se produzcan similares, fruto de acciones, decisiones y situaciones parejas que no evitamos, o no solemos evitar o no queremos hacerlo, porque los intereses e inquietudes de cada época, de cada sistema, de cada sociedad y de cada persona son otras o brillan por su ausencia, según cuando, donde y quien, o dicho más sencillo: carecemos de ganas y de memoria, o la tenemos selectiva o de pez, lo que supone novedad donde apenas hay ligeras diferencias, las naturales al momento, al individuo y al grupo. Me gusta el interrogante de Pío Baroja, también su respuesta: <<¿Somos como el animal que tira de una noria y que se hace la ilusión de que va por un camino nuevo, o somos pájaro que ve desde las alturas horizontes auténticamente desconocidos? No lo sabemos.>> (1) Y como no lo sabemos, quizá tampoco podamos saber si aquello que parece igual es totalmente diferente o viceversa. Sea como sea, la historia, la que podemos percibir e nuestro intervalo de vida, no se repite en nosotros ni en nuestro entorno (el que podemos abarcar y, de modo limitado, comprender), aunque haya hechos similares que apunten lo contrario y te susurren al oído “esto sucedió mañana”. En el individuo nada se repite, aunque nada nuevo asome en su cotidianidad; ni siquiera puede repetir de forma natural su pensamiento de antes, ahora —salvo que lo haya apuntado y lo lea o lo haya grabado y reproduzca, pero sospecho que esto no lo haría nadie o, quien sí lo hiciese, no le sonaría convincente—, aunque el pensamiento y el comportamiento de hoy sean similares a los de ayer y un reflejo de los de mañana...


(1) Pío Baroja: “Ayer y hoy”. Caro Raggio, Editores, Madrid, 1998.