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jueves, 6 de junio de 2024

El canto de la flor escarlata (1919)


Son los cineastas suecos como Mauritz Stiller y Viktor Sjöström quienes introducen la psicología en el paisaje cinematográfico y los alemanes como Friedrich Wilhelm Murnau y Fritz Lang quienes insisten en ella. La hacen más urbana, cosmopolita y atrapada. El individuo y ciudad caminan o se despeñan de la mano. Por su parte, soviéticos como Sergei Eisenstein y Vsévolod Pudovkin la hacen revolucionaria. Pero en ningún caso el proceso es inmediato ni surge de la nada. Por ejemplo, Charles Chaplin le confiere feminidad en Una mujer de París (A Woman in Paris, 1923), que se sostiene sobre bases literarias más o menos reconocibles, aunque no sea ninguna adaptación y devenga en original, mientras busca un lenguaje cinematográfico psicológico propio; así, cine y psicología se unen por entonces. La época que siguió a la Gran Guerra (1914-1918) aceleró los cambios. Lo que en un momento era, dejaba de serlo poco después y así sucesivamente, lo cual generaba la sensación de vértigo e inestabilidad que recogen no pocas vanguardias. Cabe recordar la revolución que implicó el desarrollo del psicoanálisis y de otras corrientes de pensamiento tal que el existencialismo de la mano de filósofos como Kierkegaard. Se era consciente de la existencia y de la inconsciencia… Un intento de dotar a los personajes de existencia psicológica se descubre en la primera y, probablemente, la mejor de las cinco adaptaciones cinematográficas realizadas, hasta la fecha, de novela (Laula tulipunaisista kukasta) del escritor finlandés Johannes Linnankovski. En ella, Stiller recrea un drama cuya primera impresión me hace dudar que se encuentre entre los más innovadores y mejores títulos de su filmografía; de hecho, en sus minutos iniciales, me parece un film cansado, quizá por sus personajes suenen a estereotipos, apariencias que de continuo caen en la teatralidad que lastra las personalidades y la historia propuesta, la cual se inicia con un doble romance. Olof (Lars Hanson) seduce a Annikki (Greta Almroth), a quien se confiesa enamorado con cursilerías que asoman en los títulos explicativos, y poco después se lanza a por Elli (Lillebil Ibsen)…


Queda claro que el joven no tiene en cuenta el origen de clase de sus conquistas. No es elitista ni hipócrita, sino alguien inmaduro, todavía al inicio de su formación existencial, emocional y sentimental. Es decir, todavía le queda mucho recorrido y muchos “golpes” que dar y recibir antes de hallarse, de comprenderse y comprender su entorno. Su mente y su cuerpo obedecen a su juventud, a su vitalidad, a un romanticismo cinematográfico, y a las consiguientes sensaciones y sentimientos del protagonista, sobre todo aquellas que le despierta el sexo femenino. Pero la psicología del personaje no es lo interesante de El canto de la flor escarlata (Sången om den eldröda blomman, 1919). De hecho, se queda a medio camino. Tampoco su comportamiento lo resulta, aunque conlleve cierto grado de rebeldía, debe oponerse para empezar a ser él, y provoque furia en su padre (Alex Hultman), a quien no le hace la menor gracia que su vástago coquetee con Ellie, puesto que, al tratarse de una criada, la encuentra indigna de su adinerada posición. Padre e hijo se enzarzan en una violenta discusión, el primero golpea al segundo, y este se defiende. Le devuelve el golpe y la discusión prosigue ante la angustiada y llorosa mirada materna. En ese instante, Olof se rebela al orden establecido, el paterno, lo que supone su expulsión del “paraíso”. El seductor abandona el hogar, tras despedirse de su madre (Louise Fahlman), y busca su propio camino. Así arranca el recorrido de un drama que, a pesar de que no carece de momentos atractivos, cae en el tópico; o quizá, a base de sumar películas a la historia del cine y a mi memoria, ya todo lo visto puede correr el riesgo de sonar a estereotipo, incluso una producción de 1919, cuando el cine vivía su infancia y todavía no sabía hablar. Pero lo que sí funciona, y muy bien por cierto, son aquellas situaciones en las que Stiller muestra el entorno natural donde trabaja el grupo de leñadores del que Olof forma parte. Y ahí, en la naturaleza fluvial a la que se enfrenta al héroe para ganar una apuesta y llamar la atención de la joven y bella Kyllikki (Edith Erastoff), más que en el romance y el drama de hallar un lugar en el mundo, El canto de la flor escarlata muestra su mejor cara en esos exteriores, en el río o a orillas, pues el espacio adquiere función integradora, aunque aquí todavía diste que los personajes formen parte de él y ellos de este, del mismo modo que el cuerpo forma parte de la mente y esta de aquel…



sábado, 13 de noviembre de 2021

Ordet, la palabra (1943)


Uno de los mayores atractivos de la adaptación cinematográfica que Gustaf Molander realizó de la obra teatral de Kaj Munk, la misma que una década después también adaptaría Carl Theodor Dreyer en Ordet (1954), se encuentra en el protagonismo de Victor Sjöström, que dio vida al patriarca Borg. Su presencia es tan dominante que hace creíble sus arrebatos y su patriarcado, bajo el que reúne a su familia: tres hijos, dos nueras y dos nietas. Molander muestra un núcleo familiar tradicional —con la ausencia de la madre, fallecida— con el hijo mayor heredando el nombre paterno —y a la muerte del padre, su primigenia le hará asumir el mando familiar—, lo que vendría a confirmar aquella arcaica idea de que los hijos son una prolongación del cabeza de familia y no individualidades en sí mismas, al menos, en vida paterna. Esta situación se descubre en el choque entre Knut padre y Knut hijo (Holger Löwernadler), en quienes también se enfrenta la fe del primero y la ausencia de la misma en el segundo, quizá también fruto de su necesidad de liberación. Esta relación marca uno de los puntos conflictivos de Ordet (1943), aunque, a medida que avanzan los minutos, pierde su intensidad inicial, al dividir Molander su interés en otros frentes: la locura de Johannes (Rune Lindström), generada por las dudas religiosas que le asaltan cuando se prepara para ser predicador —para contentar al padre y a su esposa— y por el impacto y la culpabilidad del fallecimiento de Kristina (Gun Wållgren), o el rechazo a que Anders (Stig Olin), el menor de los hijos, se case con Ester (Inga Landgré), la hija del sastre predicador que rivaliza con el viejo Knut Borg. Por otro lado, resulta interesante ver la capacidad y el esfuerzo del cineasta sueco para alejarse de la teatralidad y realizar una historia cinematográfica, salvo en los momentos de mayor protagonismo de Rune Lindström,—también guionista del film—, que resulta en exceso teatral. El narrador que introduce Ordet cuenta que se trata de la historia de Knut y de su familia, pero no dice si se trata de Knut padre o de Knut hijo. ¿Importa? No demasiado, después de situarnos en la granja y descubrir que en la familia los hijos asumen el dictado patriarcal: Johannes estudia para pastor, Anders teme decirle que quiere pedir la mano de Ester, y Knut, el único que se revela, regresa a la granja poco después de irse. La única que parece comprender y saber lidiar con el carácter de Borg es su nuera Inger (Wanda Rothardt), cuyo equilibrio, generosidad y bondad, la convierten en el personaje más luminoso de un film que deambula entre luces y sombras, entre lo cinematográfico y lo teatral, entre la duda, la locura, la culpa y la palabra.


jueves, 6 de mayo de 2021

La mejor película de Thomas Graal (1917)



Mirando el año de producción, 1917, y la creatividad de su realizador, no me cabe duda de que Mauritz Stiller en su comedia La mejor película de Thomas Graal (Thomas Graal’s bästa film, 1917) fue de los primeros cineastas en emplear el lenguaje metacinematográfico para jugar con la realidad y la ficción, confundiendo ambos espacios en escenas como la de Bessie (Karin Molander) huyendo de su casa, por enésima vez, e interviniendo en lo que cree una pelea real, pero que resulta ser la ficción de la película que se está rodando sin que ella sea consciente, pues todavía no ha visto la cámara ni el equipo. Se da cuenta cuando la censuran por su comportamiento. Hasta entonces, lo que ha visto lo interpreta como real y ahí, en el pensamiento de la heroína, Stiller acerca cine y realidad, como ya lo había hecho, aunque de otra manera, cuando Thomas Graal (Victor Sjöström) escribe su guion a partir de la realidad vivida con esa misma joven, a quien busca —para ser más exacto, pide al productor que la busque— porque se ha enamorado de ella.


La historia de este guionista se inicia en la supuesta realidad, con Bessie y él trabajando en un guion que no avanza, debido a la pereza del escritor. En ese instante, él intenta un acercamiento que ella rechaza y que le lleva a abandonar la habitación. Thomas espera que regrese, pero ella no vuelve porque la pareja de detectives gemelos —de parecido más que razonable con los torpes agentes dibujados por Hergé para Las aventuras de Tintín— contratada por el padre de la chica la ha devuelto a casa. Así, en la ausencia de la persona amada, el guionista no deja de pensar en ella y encuentra la idea para su película. Thomas espabila y se inspira en sus recuerdos para escribir, exactamente detalla los hechos desde que se produce el encuentro con la joven hasta su desaparición. Esa historia, dentro de la historia, ocupa la primera parte de
La mejor película de Thomas Graal, que desarrolla en imágenes el encuentro entre el chico y la chica. ¿Pero el guion escrito por Thomas se ajusta a la realidad vivida? Stiller lo pone en duda, pero deja que el escritor, como inventor de historias, lo cuente a su manera, del mismo modo que en el guion (y, por lo que se deduce, también sería así en la realidad) la protagonista femenina inventa que se ha escapado de casa porque estaba harta de la pobreza y de las borracheras y palizas de su padre. Mientras Bessie fantasea una realidad alternativa, las imágenes la muestras en su mansión, rodeada de todo tipo de lujos y de atenciones. Ella es alocada, algo caprichosa, inteligente, fantasiosa, manipuladora —lo confirma como negocia con su padre el que no se casará con nadie que no sea quien ella elija—, decidida a salirse con la suya. Así, cuando lee en el periódico que la buscan para ofrecerle el papel de la protagonista de su propia historia no duda en prepararse y soñar en convertirse en una estrella dramática. Definitivamente, Bessie es la mejor película de Thomas Graal, su heroína, su inspiración y su aspiración, de ahí que solo ella sea capaz de ponerlo en movimiento, tanto creativo —sin ella, no habría escrito una página— como físico, en una escena tan cómica como la que se desarrolla en el puerto, cuando pierde el barco y le roba la barca a una mujer para alcanzarlo a golpe de remo.