jueves, 28 de abril de 2016

Apartado de correos 1001 (1950)



La voz en off que precede a los títulos de crédito de Apartado de correos 1001 (1950) emula a los funcionarios gubernamentales que presentan las tramas del cine negro semi-documental realizado en Hollywood durante la segunda mitad de la década de 1940. Dicha voz hace hincapié en que <<esta película ha sido filmada en las mismas plazas, calles y ambientes naturales en los que se supone pudo haber ocurrido el hecho que se da por real>>, de tal manera se advierte una intención documental para detallar la supuesta realidad en la que viven los abnegados agentes del orden que tienen <<el único objeto de defender a la sociedad de todos aquellos que intentan perturbarla>>. Con esta presentación la película de Julio Salvador se acerca a las propuestas de Henry Hathaway para la 20th Century Fox o de Anthony Mann para la Eagle Lion Films, al tiempo que, como aquellas, asume influencias del neorrealismo y del documental, aunque en su parte final lo hace del expresionismo, así como ofrece un evidente homenaje al Orson Welles de La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai; 1947). Pero más allá de documentar la cotidianidad de la pareja de investigadores, la cámara de Salvador pretende retratar la vida urbana. Para ello, toma como escusa el proceso policial que muestra a Miguel (Conrado San Martín), policía inexperto, y a Marcial (Manuel de Juan), veterano y efectivo, siguiendo las pocas pistas con las que cuentan para descubrir la identidad del criminal a quien persiguen por las calles de Barcelona.


A lo largo de este relato policial fundamental y fundacional del cine policíaco español (honor compartido con
Brigada Criminal), se ofrece la investigación del asesinato de un joven en una céntrica calle barcelonesa. Este homicidio, a plena luz del día, se produce delante de testigos que poco o nada aportan a las pesquisas, la única pista que consigue la pareja de policías, el apartado de correos 1001, la encuentran en un recorte de prensa cuando registran la casa del finado. Los agentes se aferran a esta posibilidad sin saber que, tras lo que aparenta ser un grupo de timadores, se esconde una red de narcotráfico (algo que no se había mostrado en el cine español hasta entonces). Así pues, deciden vigilar la estafeta donde una chica, Carmen (Elena Espejo), abre el buzón 1001. Ella les proporciona la siguiente pieza para resolver el crimen y la acción se traslada a la oficina postal donde miles de cartas son clasificadas para su posterior reparto, miles menos aquella que se desliza en el interior del bolsillo de Antonio (Tomás Blanco). A partir de este instante el tono realista disminuye para dejar que sea la intriga policial, con ciertas dosis de comicidad, la que predomine en el seguimiento del sospechoso, a quien se graba una conversación que permite su detención en la sucursal bancaria, donde iba a reunirse con su socio desconocido. Aunque nada de cuanto hacen los miembros de la brigada criminal, parece conducirlos a parte alguna, no desisten en su esfuerzo, pero solo la ayuda de Carmen, a quien detienen a pesar de que no existen pruebas de su culpabilidad, les permite descubrir la identidad de aquel a quien han perseguido durante toda la película. Apartado de correos 1001 fue un gran éxito de público, algo nada extraño si se tiene en cuenta que las espectadoras y los espectadores pudieron disfrutar de una historia cercana y realista que exponía parte de la cotidianidad de un país donde algunos cineastas, entre otros los guionistas del film Antonio Isasi-Isasmendi y Julio Coll, desarrollaron entre 1950 y 1963 un cine policíaco autóctono y urbano en el que fueron mostrando aspectos reales de esas calles donde la delincuencia también formaba parte de su paisaje diario.

miércoles, 27 de abril de 2016

Una hora contigo (1932)


Inmerso en el montaje del drama bélico Remordimiento (Broken Lullaby, 1932), Ernest Lubitsch delegó las funciones de director de Una hora contigo (One Hour with You, 1932) en George Cukor, por aquel entonces recién llegado a Hollywood y sin apenas experiencia en el medio cinematográfico. Bajo la supervisión del prestigioso realizador centroeuropeo, el futuro responsable de Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story; 1940) inició el rodaje de Una hora contigo, la versión sonora de Los peligros de Flirt (The Marriage Circle, 1924), aunque, poco tiempo después, Lubitsch asumió mayor presencia en el plató, hasta meterse de lleno en las labores que Cukor venía desempeñando. Como consecuencia, la autoría de la película creó controversia dentro de la Paramount, sobre todo cuando, molesto con la desaparición de su nombre de los títulos de crédito, George Cukor decidió demandar al estudio. Fuera como fuere, a lo largo del metraje la presencia de ambos se deja notar en la temática y en los personajes, que anteceden a los miembros de la alta sociedad estadounidense que Cukor retrató en algunas de sus incursiones en el género y que modernizan a aquellos aristócratas europeos protagonistas de las operetas musicales de Lubitsch. Pero la presencia de este último ya se hace patente desde la secuencia inicial, cuando se muestra a un grupo de vigilantes que reciben la orden de detener a cuantos no acaten las normas de decoro en los parques públicos de la ciudad.


Las primeras imágenes acercan al público a la clandestinidad y a la fantasía, al enredo. Acertadamente, se toma su tiempo en dar a conocer al matrimonio protagonista, al que se descubre poco después, al tiempo que lo hace el vigilante que ronda el parque y amonesta a los amantes nocturnos. La oscuridad del parque, a priori, es protectora para los enamorados, para lo prohibido, para la práctica del sexo. Allí, sentados, acaramelados en uno de sus bancos, Colette (
Jeanette MacDonald) y el doctor Andre Bertier (Maurice Chevalier) dan rienda suelta a su pasión, como si la ilegalidad nocturna les permitiera sentir que su relación matrimonial continúa igual de pasional que los primeros días. Puede que sea cierto, si uno se atiene a las palabras que el doctor dirige al público, las cuales se reafirman en su insistencia a la hora de apagar la luz de la habitación, para dejar que la oscuridad oculte y potencie sus deseos sexuales. Pero las afirmaciones de este hombre podrían ser exageradas o, al menos, no tan absolutas como asegura antes de que Mitzi (Genevieve Tobin) irrumpa en sus vidas. Esta presencia femenina parece contradecir lo dicho por el don Juan, que ve como su fidelidad se pone a prueba ante la tentación que, para él, significa la mejor amiga de su mujer. En un primer momento, se mantiene distante, consciente de que podría sucumbir al acoso de la mujer que se finge enferma para seducirlo a solas. Con este argumento, Una hora contigo no podía ser más que una elegante frivolidad como las filmadas hasta entonces por Lubitsch, aunque más moderna en su insinuación de las infidelidades que se confirman dentro de un espacio, menos irreal que el de aquellas, donde el personaje interpretado por Maurice Chevalier se erige en el guía y en la voz del realizador. Vista hoy, la osadía que marcó el camino para posteriores comedias sofisticadas ha desaparecido, pero esto no afecta a su impecable factura ni a su narrativa ágil ni a la impagable presencia de los personajes secundarios que en manos del cineasta berlinés aportan el contrapunto cómico e irónico presente en cualquiera de sus grandes comedias, ya sea en Ninotchka (1939), El bazar de las sorpresas (The Shop Around the Corner, 1940) o en Ser o no ser (To Be or Not to Be; 1942). No cabe duda de que Lubistch fue un maestro del género y uno de sus principales cultivadores; de su estilo, de su ironía, de su picaresca, de su capacidad de sugestión, bebieron desde George Cukor a Billy Wilder, pasando por Preston Sturges, Gregory LaCava, Otto Preminger y tantos otros.

martes, 26 de abril de 2016

Miss Muerte (1965)



Para un cineasta controvertido, inquieto y compulsivo como 
Jesús Franco rodar en la España de la década de 1960 no resultaba tarea sencilla. <<A mí, en España, ya me habían colgado la etiqueta de pornógrafo, y en Francia me tenían por un extraño director de cine erótico y de terror que hacia cosas interesantes>. Sus ideas cinematográficas chocaban con la censura y, como a tantos otros cineastas, esto le cerraba las puertas de ayudas estatales y de una distribución adecuada para que sus películas llegasen a un público mayoritario. Esta constante provocó que tuviera que buscar financiación aquí y allá, sin importar de donde procediera el capital, de tal manera que muchos de sus títulos se realizaron en régimen de coproducción y dentro de géneros como el terror o la ciencia-ficción. Y así coincidió con Serge Silberman: <<uno de los productores independientes más importantes, me ofreció dos películas que yo debía escribir con J. C. Carrière. Una de ellas fue Miss Muerte>>, que realizó después de varios proyectos frustrados y de participar en el rodaje de Campanadas a medianoche (1965) a las órdenes de su admirado Orson WellesMiss Muerte fue, según palabras de su responsable, <<una película bastante malsana, pero la censura me la dejó casi enterita>>, aunque este film de terror gótico, con toques de ciencia-ficción, fue algo más, fue una de sus cumbres cinematográficas y el punto de inflexión en su carrera. Esta primera colaboración con Jean-Claude Carrière, la otra fue Cartas boca arriba (1966), encontró parte de su inspiración en las páginas de la novela de Cornell Woolrich La novia iba de negro, libro que dos años más tarde sería adaptado a la gran pantalla por François Truffaut en la La novia vestía de negro. Sin embargo nada tienen en común el film de Truffaut y esta destacada producción que confirmaba al realizador madrileño como un nombre a tener en cuenta dentro del género en el que por entonces destacaban Terence Fisher, Roger Corman o Mario Bava.


Las primeras aportaciones de Franco al terror cinematográfico, aquellas rodadas entre 1961 y 1965, presentan una atmósfera de pesadilla más remarcada que la de sus ilustres colegas, quizá porque en ellas dominan las luces y las sombras, heredadas del expresionismo y de las películas de terror de la Universal, que dan forma a los espacios surrealistas y fantasmagóricos por donde se mueven los extraños personajes de 
Gritos en la noche o Miss Muerte. Pero si en su primera incursión genérica, la figura del mad doctor fue un personaje masculino, clave dentro del terror español, en esta película el "científico loco" adquiere el rostro, el cuerpo y la personalidad de una bella mujer que, a diferencia del Orloff interpretado por Howard Vernon (cuyos actos criminales nacen de su obsesión por devolver la belleza a su hija), justifica su comportamiento sádico y manipulador en su deseo de venganza. Tras la muerte de su padre, Irma Zimmer (Mabel Karr) asume el experimento paterno como pieza vital para el éxito de la vendetta con la que pretende dar muerte a los tres científicos que humillaron en público a su progenitor, lo que provocó su fallecimiento. Para poner en práctica su plan, secuestra a Nadia (Estella Blain), la actriz de variedades a quien observa realizando un hipnótico número musical que encierra un erotismo que no le pasa desapercibido, por lo que decide someterla a su voluntad y la convierte en su autómata, más hermosa y tan letal como el Morfo empleado por Orloff. Al igual que en otros títulos del cineasta, a primera vista la venganza es el eje motor de Miss Muerte, pero lo más interesante reside en sus dos protagonistas, una de las cuales emplea sus uñas, largas, rojas y afiladas como cuchillas para degollar a la primera de las tres victimas (Howard Vernon), y en el interés de Jesús Franco por mostrar la relación de control-sumisión que mantienen, en la que simbolizó el control de un sistema represivo que niega la libertad de expresión.


Las frases entre comillas han sido extraídas de Memorias del tío Jess (Jesús Franco, 2004)

sábado, 23 de abril de 2016

Aelita (1924)




Aelita
(1924), superproducción realizada por Yakov Protazanov, fue pionera de la ciencia-ficción cinematográfica y del cine de vanguardia soviético de la década de 1920, aunque, como cualquier vanguardia, la soviética perdió su transgresión al verse superada por el tiempo histórico. Aelita contrapone el modelo moderno, pos-revolucionario, con el modelo pasado, que representa al régimen zarista derrocado en 1917, decantándose por el primero. En este punto, Protazanov ensalza sin disimulo la revolución de octubre. Lo hace en la parte final del film, cuando inserta la fecha revolucionaria y la secuencia que muestra a un herrero dando forma a su hoz, a golpe de martillo. Estas y otras escenas —el 
levantamiento marciano o el rechazo del protagonista a la monarca que pretende gobernar Marte abrazando el absolutismo zarista— confirman la importancia que el cine tenía para transmitir ideas, algo que Lenin tenía claro. <<De todas las artes, el cine es para nosotros la más importante>>, puesto que era consciente de que más de un setenta por ciento de sus paisanos no sabían ni leer ni escribir. Por una parte, esto le beneficiaba, por otra, el líder bolchevique comprendió que el cine era el medio más eficaz para propagar su retórica revolucionaria entre las masas. Así pues, ordenó estatalizar la industria cinematográfica, dando pie a producciones que combinaban propaganda ideológica, creatividad y el modernismo que se observa en la parte marciana de Aelita.


La película cumplió su finalidad propagandística, de acercar ideas al público, pero
 su acierto reside en su estética visual del planeta rojo, aunque, antes de que la acción se traslade a Marte, la historia se inicia en la Tierra en 1922. En un primer momento se muestran varias estaciones de radio que reciben un mensaje codificado de origen desconocido, en una de ellas, en la soviética, el ingeniero Loss (Nikolai Tsereteli), personaje principal y la imagen de la juventud que debe asumir su presente para ayudar a construir el mañana que predica la revolución, sueña con el mensaje. En un segundo momento, el técnico se obsesiona con el comportamiento de Natasha (Vera Kuindzhi), a quien observa dejándose tentar por Ehrlich (Pavel Pol), el estraperlista que representa los supuestos vicios y las diferencias sociales características del antiguo régimen. Como consecuencia, se deja llevar por los celos, que provocan el arrebato de locura que le lleva a disparar sobre su mujer, a quien cree haber dado muerte. Ante este hecho nada le queda por hacer en la Tierra, así que se disfraza e inicia la construcción de su nave para volar a Marte.


Desde una perspectiva cinematográfica, el drama y la realidad social que se exponen en las secuencias terrestres presentan menor atractivo que la fantasía que gira en torno a la reina Aelita (
Yuliya Solntseva) en la roca roja, donde los ancianos de Marte someten a su pueblo, incluso ordenan congelar a un tercio de los trabajadores para guardar recursos. Los dos planetas se oponen en su representación de la realidad y de la fantasía que vive el ingeniero, siendo esta última la que descubre los aspectos más novedosos de la película de Protazanov —de los cineastas destacados del periodo anterior a la Revolución—. El vestuario y el decorado marciano, la nave espacial donde viajan los aeronautas, entre ellos un polizón (que precede al niño que Fritz Lang incluirá en La mujer en la Luna), o la tecnología con la que se encuentran los tres viajeros espaciales, son algunas de las muestras de la creatividad de un film en el que fallan los personajes, sobre todo el ingeniero Loss, Gussev (Nikolai Batalov), el héroe revolucionario que se erige en líder de los oprimidos marcianos, y Kravtsov (Igor Ilyinsky), el aspirante a detective y miembro del partido que persigue sin tregua al primero, que resultan caricaturas, aunque no empañan el acierto del cineasta a la hora de dar rienda suelta a las influencias asumidas del cine de vanguardia francés y del expresionismo alemán, influencias que se oponen al naturalismo terrestre que antecede al realismo socialista que se impondría en el cine soviético a partir de la década siguiente, un realismo ajeno a la realidad y a la experimentación formal del rico periodo silente.

viernes, 22 de abril de 2016

Ha nacido una estrella (1954)


En Hollywood al desnudo (What Price Hollywood?, 1932) George Cukor filmó una historia similar a la que su amigo David O. Selznick le propuso dirigir en 1937, pero, alegando esa similitud como motivo, el cineasta declinó la oferta y Ha nacido una estrella (A Star Is Born, 1937) fue realizada por William A.  Wellman. Años después, en diciembre de 1952, Cukor sí aceptó la propuesta de Sidney Luft, por aquel entonces agente y marido de Judy Garland, para ponerse al frente de una nueva versión del film de Wellman, que tenía como fin devolver a la actriz a lo más alto del panorama cinematográfico, algo que ni su buena interpretación ni su candidatura al Oscar pudieron lograr. Para el personaje masculino principal se barajaron varios nombres, entre ellos el de Cary Grant (que rechazó el papel a pesar de la insistencia de Cukor) y el de Stewart Granger, que dejó la producción antes de su inicio. Finalmente se contrató a James Mason para dar vida a Norman Maine y el rodaje dio comienzo en octubre de 1953. Sin embargo, la excesiva duración del primer montaje de Ha nacido una estrella provocó que los responsables redujesen su metraje a las tres horas con las que se estrenó en Nueva York un año después. Las críticas y las reacciones del público fueron positivas, aún así, algunos de los implicados en el proyecto continuaron dudando de su viabilidad comercial y decidieron cortar varias escenas sin contar con la opinión del realizador, por aquel entonces buscando localizaciones en la India para el rodaje de Cruce de destinos (Bhowani Junction, 1956). Los veintisiete minutos amputados en la sala de montaje se perdieron o fueron destruidos, pero, en la década de 1980 Ronald Haver se dedicó a recopilar fotogramas, bocetos y cuanto material pudo reunir para reconstruir la película tal y como fue estrenada en su primer pase público, aunque, como quedó demostrado en la versión reestrenada en 1983, esto no fue posible. A pesar de todos sus problemas, Ha nacido una estrella fue un musical que rompió con lo establecido dentro del género, porque, a diferencia de joyas incontestables como Un americano en París (An American in Paris; Vincente Minnelli y Gene Kelly, 1951) o Cantando bajo la lluvia (Singin' in the Rain; Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), la primera película en color de Cukor no fluye como un musical sino como un drama que precisa de los números musicales para mostrar el descubrimiento y el ascenso de Esther Blodgett (Judy Garland) hacia el estrellato, un camino que asume de la mano de un pigmalión alcohólico que se autodestruye en su intento por desviar su mirada de sí mismo y de la falsedad que lo rodea. Como consecuencia de su desorientación, Norman Maine ni respeta ni se respeta, sobrepasado por su entorno de aparente glamour, al cual, aunque no lo exprese con palabras, rechaza, como también lo hace consigo mismo, quizá porque lo culpa y se culpa de la pérdida de la esencia que lo definía antes de su llegada a Hollywood. En su declive profesional y personal, Maine sabe que todo su mundo es fruto de la imagen que se desea proyectar, algo que desconocen los aspirantes a actores y a actrices cuando entran a trabajar en la productora, donde se les cambia el nombre y su apariencia, el primer paso en su pérdida de identidad, que se potencia con la presencia del agente de prensa (Jack Carson) que vela por los intereses del estudio, adulterando realidades y salvaguardando imágenes públicas como la de aquel a quien detesta hasta el extremo de desear ver hundido. Este material, que en manos de cineastas más osados y corrosivos como Billy Wilder o Joseph L. Mankiewicz habría dado origen a una descarnada radiografía del Star System y de las grandes compañías cinematográficas, en las de Cukor la crítica hacia el sistema de estudios se diluye (el presidente de la compañía interpretado por Charles Bickford se idealiza hasta el extremo de perder toda credibilidad) para potenciar la trágica relación que une y separa a la pareja protagonista. La primera imagen de Maine lo muestra en un estado deplorable, aunque a él poco le importa, como tampoco le importar ridiculizarse ante su público cuando, en un instante de desenfreno etílico, se cuela en el escenario donde la desconocida Esther Blodgett canta y baila. A pesar de su borrachera, el actor descubre algo que nadie más ha observado, ve en ella sinceridad, naturalidad y talento. Como consecuencia, no puede olvidarla, así que acude en su busca para convencerla y asumir su tutela dentro del medio cinematográfico en el que la cantante escalada hasta alcanzar la cima, que no le llena porque es testigo de la inevitable caída en el olvido y en el alcohol del hombre que ama. Durante el paréntesis de paz que viven en los primeros compases de su relación, los números musicales supervisados por Richard Barstow van mostrando la interioridad del espectáculo, todos salvo "Born in a Trunk", que insertaron sin el conocimiento de Cukor. Por fortuna, el buen hacer del cineasta sobrevive a los quince minutos que cortan el ritmo y la intensidad narrativa de la tragedia de un actor que se desmorona y de una actriz que sufre al no poder evitarlo. Pero, fuera de este oscuro retrato intimista de la pareja, la perspectiva escogida por el cineasta resulta amable con el medio que condena a sus personajes, de tal manera que pasa por alto posibles aspectos que empujarían a la antigua estrella hacia esa situación límite que le supera y destruye.

lunes, 18 de abril de 2016

El mayor espectáculo del mundo (1952)


La década de 1950 trajo consigo el final de la época dorada de los grandes estudios de Hollywood y de su supremacía como máxima distribuidora de entretenimiento popular. En buena medida esto fue debido al definitivo asentamiento de la televisión en los hogares estadounidenses. En 1952 los receptores superaban los veintiún millones y ofrecían al público alicientes similares a los ofertados en las salas comerciales, pero con la ventaja de no tener que pagar por ellos y sin moverse de sus casas. Esta realidad deparó el drástico descenso en la asistencia a los cines (la mitad hacia 1956) e hizo saltar la alarma entre los ejecutivos de las grandes compañías. Sin tener en cuenta la calidad, la novedad o incluso, en un primer momento, la posibilidad de emplear innovaciones técnicas como la pantalla panorámica (los propietarios se mostraban reacios a reformar sus establecimientos), intentaron frenar la imparable caída potenciando películas espectáculo y valores seguros como los westerns y los musicales, sin embargo, los contenidos no mejoraron y, salvo contadas excepciones, prevalecía la forma sobre el fondo.
 Con este panorama Cecil B.  DeMille hizo lo que venía haciendo dentro de la Paramount, donde tenía vía libre para hacer y deshacer a su antojo desde el periodo silente. En el seno de la compañía fundada por Adolph Zukor continuó con su línea de errores y de aciertos sin temer que sus montajes sufrieran las alteraciones que sí sufrían títulos más interesantes, aunque menos espectaculares según el criterio de los responsables de los estudios y de parte del público, más atraído por el colorido y la supuesta grandeza de superproducciones como El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952)Gigante, (Giant, George Stevens, 1956), La vuelta al mundo en ochenta días (Around the World in 80 Days, Michael Anderson, 1956) o Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956), que por la indiscutible calidad y complejidad de obras malditas como El gran carnaval (The Ace in the Hole, Billy Wilder, 1951), La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955) u otras que vivieron el rechazo.


Lo que estaba claro era que el cine hollywoodiense necesitaba un cambio de rumbo y mayores riesgos artísticos si pretendía superar su situación, pero sus responsables financieros parecía empeñados en no ver esa necesidad que sí intuían cineastas consagrados y otros que empezaban su andadura por aquellos años. Pero DeMille no estaba dispuesto a asumir riesgos y
 esta circunstancia se aprecia en El mayor espectáculo del mundo, película que no aportaba novedades al panorama cinematográfico ni a lo que venía realizando su responsable, aunque cualquiera de sus films eran un valor seguro de cara a la taquilla y la historia de la compañía circense dirigida por Brad Braden (Charlton Heston) no lo iba a ser menos. El film se inicia con la voz en off que caracteriza las producciones sonoras de Cecil B. DeMille, que alaba la grandeza del circo, de los hombres, de las mujeres e incluso de los animales que lo hacen posible. A lo largo del metraje se dejará escuchar de nuevo para continuar ensalzando el entorno circense donde el cineasta desarrolló varias historias paralelas, entre las que se cuentan la relación amorosa a tres bandas (que podría ampliarse a cuatro si se incluye el personaje de Gloria Grahame) y la de Botones (James Stewart), que oculta su pasado bajo el maquillaje de clown. Sin embargo la buena narrativa de DeMille se ve interrumpida por su constante de alargar secuencias que poco o nada aportan a la trama, aunque sí a su concepto de cine espectáculo, ya sea la prolongada presentación del circo ante sus espectadores o los números artísticos que juegan en contra de los personajes y de la narración de una película que, a día de hoy, ha perdido el interés que pudo haber despertado en su momento, quizá porque su insistencia en repetirse y su conservadurismo narrativo desaprovechan las posibilidades que plantea, prefiriendo centrarse en la alabanza al medio donde las las tramas, las relaciones y las emociones que se les supone no llegan a desarrollarse en plenitud.

jueves, 7 de abril de 2016

Veredicto final (1982)


En su debut en la dirección de largometrajes, Sidney Lumet llevó a la gran pantalla la historia que Reginald Rose había escrito para la cadena televisiva CBS (1), en la que doce miembros del jurado se reúnen a deliberar en una sala que se convierte en el escenario de palabras, pensamientos, enfrentamientos y prejuicios. Ellos son el centro de la ópera prima de Lumet, el acusado, los testigos, los abogados o el juez no tienen presencia entre esas cuatro paredes, salvo en los recuerdos de quienes son aislados para dictaminar si un hombre vive o muere. Años después, con títulos tan destacados como comprometidos en su haber —Punto límite (Fail-Safe, 1964), La colina (The Hill, 1965), Serpico (1973), Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) o Network (1976)—, el director de Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, 1957) regresó al drama judicial. Aunque, al contrario que en aquel magistral encierro cinematográfico, en Veredicto final (The Verdict, 1982) el jurado cede el protagonismo a un abogado que se compadece de sí mismo mientras ahoga sus penas en alcohol. Desde este personaje se accede a un sistema legal ambiguo, que presenta fallos que la propuesta de Lumet esboza sin llegar a profundizar, al decantarse por la lucha que se desata entre el pequeño y el grande. Aún así, su planteamiento resulta atractivo desde su inicio, cuando se presenta a ese letrado maduro y perdedor en un entierro donde busca posibles clientes. Como consecuencia de esta primera imagen se comprende que su idealismo se ha diluido dentro de un espacio donde el poder y el dinero desequilibran la balanza.


Frank Galvin (Paul Newmanes un individuo derrotado, aunque bajo su fracaso todavía late la conciencia de aquel que se decantó por la abogacía porque creía en la justicia teórica e imparcial que no ha descubierto en la vida real. <<Vine aquí a aceptar su dinero. Traje estas fotos para enseñarlas y conseguirlo. No puedo aceptarlo porque si lo tomo estoy perdido. No seré más que un rico aspirante a la muerte>>. Su negativa al sustancioso acuerdo que el obispo le ofrece, para que no lleve a juicio al hospital de la diócesis, muestra a un hombre cansado de mirar hacia otro lado que recupera aquel ideal sobre el cual sustentaba su pensamiento juvenil. Esta escena marca un punto de inflexión en la narración, ya que, a partir de la decisión de Frank, la película se aleja del intimismo dominante hasta entonces para desarrollar el enfrentamiento entre el antihéroe interpretado por Newman con un rival todopoderoso que contrata para su defensa los mejores servicios legales. En su cruzada por demostrar la negligencia médica que ha dejado en coma a su clienta, el abogado solo cuenta con la ayuda de su viejo colaborador (Jack Warden) y la de una mujer (Charlotte Rampling) que aparece en su vida en el mismo instante que decide llevar la demanda ante un juez que inclina su simpatía hacia la defensa. A pesar de la derrota del gigante, Veredicto final no es una película optimista. La lucha que expone ni es justa ni presenta igualdad de condiciones, lo cual vendría a explicar el por qué de la decepción que domina al protagonista a lo largo del metraje, una decepción nacida de las manipulaciones legales que habría visto en el pasado, cuando comprendió que sus ideales solo eran la fantasía de un inexperto e inocente abogado que no había entrado en contacto con el medio legal, donde la igualdad ante la ley es un aspecto teórico que no tiene cabida dentro de la realidad de la sala donde se exhorta al jurado a olvidarse de la verdad escuchada, como consecuencia de tecnicismos legales, y donde se permite tergiversar las palabras de sus testigos, a quienes se pone en duda sacando a relucir cuestiones que poco o nada tienen que ver con lo que se está juzgando.


(1) Episodio primero de la séptima temporada de Studio One, emitido el 20 de septiembre de 1954, dirigido por Franklin J. Schaffner y en los papeles principales Robert Cummings, Franchot Tone y Edward Arnold.

martes, 5 de abril de 2016

Los chicos de la guerra (1984)

El 12 de abril de 1982 un contingente de las fuerzas especiales argentinas desembarcó en Puerto Stanley-Puerto Argentina, en las islas Malvinas-Falkland Islands, con una población cercana a los dos mil habitantes, en su mayoría descendientes de los colonos escoceses que allí se habían instalado en 1833. Ciento cuarenta y nueve años después, el régimen militar, que por aquel entonces había puesto al frente al teniente general Gattieri, vio la oportunidad para popularizarse entre la población con una guerra que se vendió como patriótica, con la que pretendía anexionar las islas bajo dominio británico, pero sus intenciones poco duraron, ya que el 14 de junio de ese mismo año, las tropas argentinas firmaban su rendición incondicional ante las británicas. Esta circunstancia precipitó la caída de la dictadura militar, las elecciones democráticas en 1983 y el fin de uno de los periodos oscuros de la historia de Argentina. Durante aquellos años el sistema se cobró miles de víctimas, entre las que se contarían la juventud y la inocencia de jóvenes como los protagonistas de esta película que fue posible gracias a la nueva situación político-social, aunque no por ello Bebe Kamin contó con el apoyo de los militares a la hora de realizar su reflexión sobre el engaño y la manipulación sufrida. Los chicos de la guerra fue un punto de arranque para el florecimiento de un cine argentino de gran riqueza y compromiso, asumido por aquellos cineastas que volvieron su mirada hacia ese pasado represivo que borró de un plumazo libertades básicas, así como acalló voces e impuso el incómodo silencio y la desinformación que adultera y condiciona a los adolescentes del film de Kamin. Este ajuste con el pasado se refleja a la perfección en La historia oficial (Luis Puezo, 1985), La noche de los lápices (Héctor Oliveira, 1986) o La deuda interna (Miguel Pereira, 1987), quizá superiores a este drama con trasfondo bélico que se inicia en el presente de 1982, cuando los soldados argentinos son derrotados en las Malvinas. Pero Los chicos de la guerra no es un film bélico, solo toma la guerra como excusa para mostrar la pérdida de inocencia de quienes fueron condenados a vivir en la mentira a la que se accede a lo largo de varios flashbacks que sitúan la acción en 1969, 1975, 1979 y en los instantes iniciales del conflicto. Durante estos retrocesos temporales se expone parte de la infancia y de la adolescencia de los personajes desde quienes se recalca cómo las instituciones marcan su futuro, ya sea la escuela <<la patria los está esperando>> o núcleos familiares como el de Pablo (Gabriel Rovito), cuyo padre (Héctor Alterio) defiende que <<mi hijo es un soldado de la patria>> aunque esa patria solo sea la idea de quienes conducen al país hacia una guerra inútil con la que pretenden aumentar su popularidad y conseguir la aceptación entre una población que un año después celebraría el final de la dictadura y la llegada de la democracia.

sábado, 2 de abril de 2016

Samurái (1954)


El mismo año que Akira Kurosawa estrenaba su magistral Los siete samuráis
 (Shichinin no samurai, 1954), Hiroshi Inagaki, con todos los medios de la Toho a su disposición, realizaba una película inferior en todos los aspectos pero de mayor repercusión internacional, al ser premiada en la edición de los Oscar de 1955 como la mejor producción en lengua no inglesa. En buena medida, el éxito de Samurái (Miyamoto Musashi, 1954) en los Estados Unidos se debió a la intervención de William Holden, quien, presente durante parte del rodaje del film de Inagaki, se encargó del montaje para su estreno norteamericano. De igual modo, el actor asumió la promoción y puso su voz para introducir la historia de Musashi Miyamoto, personaje histórico, aupado a leyenda del folclore japonés, que ya había inspirado anteriores chambaras cinematográficos, entre ellos Miyamoto Musashi (1944), realizado por Kenji Mizoguchi, o los tres títulos que Inagaki había filmado entre 1940 y 1942. De su versión anterior no se conservan copias, perdidas durante la guerra, sin embargo, como también haría con El hombre del carrito (Muhomatsu no isso; 1943 y 1958), el cineasta realizó una nueva versión de la historia, que se enriqueció con la fotografía en color de Jun Yasumoto.


Desde una perspectiva argumental, Samurái se centra en un amor imposible y en el aprendizaje de Takazo (Toshiro Mifune), a quien se descubre hablando con su amigo Matahachi (Rentarô Mikuni) de la fama que piensa alcanzar en el campo de batalla. Este pensamiento rige su comportamiento, pero, poco después, los dos amigos participan en la batalla de Sekigahara y se produce la derrota de su bando, de tal manera que
 la desilusión aflora en ambos mientras huyen del frente para ocultarse en una cabaña habitada por dos mujeres que sobreviven desvalijando a los muertos, en este aspecto, antecesoras de la nuera y la suegra a quienes Kaneto Shindô concedería protagonismo y mayor complejidad en la transgresora e inquietante Onibaba (1964). Un salto temporal descubre a los fugitivos familiarizados con su nuevo entorno, aunque la paz predominante se rompe con la irrupción de un grupo de bandoleros que Takazo vence empleando su fuerza y su destreza con las armas, cualidades que Akemi (Mariko Okada) percibe y admira, como también lo hace su madre, quien no tarda en ofrecerse al guerrero y verse rechazada. Despechada, idea la mentira que provoca la separación del grupo y la soledad de Takazo, que decide regresar a su aldea para comunicar a la madre de su amigo (Eiko Miyoshi) y a Otsu (Kaoru Yachigusa), su prometida, que aquel continúa vivo. Sin embargo, en una reyerta a la entrada del pueblo, su cabeza es puesta a precio, lo que obliga al guerrero a ocultarse hasta que el sacerdote Takuan (Kurôemon Onoe) lo atrapa y asume su custodia. En ese momento, aunque él lo rechaza, se inicia su aprendizaje, su camino hacia la leyenda, que se completa en las dos secuelas de Samurái, y el amor imposible que comparte con Otsu, un sentimiento amenazado por la decisión que Takazo, renacido como Musashi Miyamoto, debe afrontar: continuar su camino errante hacia la sabiduría y la virtud o priorizar el sentimiento que siente por ella en el puente que volverá a reaparecer en Samurái 2 (Miyamoto Musashi: Ichijoji no ketto; 1955).