En ocasiones el aspecto externo de una película condiciona y atrae de manera consciente la atención del público, con el fin de desviar su mirada sobre posibles vacíos o carencias que la música, las imágenes, los paisajes preciosistas, los efectos especiales o la exageración dramática o cómica de los actores y actrices, intentan ocultar. Lo ideal (uno de los posibles) sería equilibrar los aspectos formales y las actuaciones con el contenido perseguido por los distintos realizadores, pero ese ideal de armonizar los diferentes componentes de un film sin condicionar la mirada de quien lo observa no siempre se logra, e incluso a menudo no interesa lograrlo. Sin embargo Alberto Rodríguez sí lo logró en La isla mínima (2014), pues, tanto el fondo musical, compuesto por Julio de la Rosa, como la ambientación en las marismas del Guadalquivir, fotografiadas por Alex Catalán, y las convincentes interpretaciones de sus protagonistas se encuentran al servicio de la desorientación expuesta por el cineasta sevillano y de la incómoda atmósfera que envuelve el viaje a una España espectral donde confluyen presente y pasado, dos tiempos que en el ahora de 1980 (y también en el actual) cohabitan en busca de su equilibrio. Desde su apariencia de thriller por momentos fantasmagórico, La isla mínima transita por la desolación externa e interna que se descubre durante la investigación que Pedro (Raúl Arévalo) y Juan (Javier Gutiérrez) inician a raíz de la desaparición de dos hermanas, una investigación que se desarrolla en los alrededores del aislado pueblo andaluz donde la opacidad silenciosa agudiza el deambular desorientado de la pareja de investigadores, que inicialmente asume su traslado como su paso por el purgatorio que los devolverá a Madrid. Ellos representan dos polos opuestos de un país que continúa su tránsito del pasado hacia el futuro, amenazado por los fantasmas de la dictadura y por las incógnitas del presente que asoman en el nuevo periodo político-social, y, al igual que en su interior, en el exterior pervive ese pasado que Pedro juzga y rechaza, ya que él representa el progreso democrático en el que Juan, reliquia del antiguo régimen, busca su lugar (y su redención), aunque el camino para lograrlo es tan sinuoso como el asentamiento definitivo de las libertades y del bienestar social inexistentes durante el franquismo. La circunstancia de que ambos coincidan en el tiempo y en el espacio definidos de La isla mínima (e indefinidos si se proyectan más allá del 1980 en el que nos sitúa la acción) opone métodos y comportamientos, ajenos entre sí, y marca las distancias entre dos personajes que ni simpatizan ni presenten rasgos comunes más allá del trabajo policial que no tarda en convertirse en una búsqueda obsesiva, quizá no de la verdad que nadie parece conocer o no desea reconocer, sino de sí mismos (como individuos y como miembros de una nación dominada por las sombras), de la redención de Juan y de su lugar en esa nueva España que, sin expresarlo, Pedro idealiza durante parte del film. A medida que la pareja se adentra en ese entorno ambiguo y opaco (reflejo humano) donde el caciquismo pervive y sobrevive a las huelgas obreras que se dejan notar, sus diferencias se diluyen, como si el pasado y el presente estuvieran condenados a entenderse para enfrentarse al ahora de la investigación y de sus aspectos más escabrosos. Sin necesidad de exteriorizar las inquietudes de los protagonistas, estas salen a relucir en sus miradas, en sus métodos de trabajo o en las escuetas conversaciones que mantienen (entre ellos y con quienes se encuentran por el camino), sin forzar las ideas contenidas en el film y encontrando aliados en personajes secundarios como Rocío (Nerea Barros), que sufre en silencio su dolor por la pérdida de sus hijas, su sumisión y el maltrato de su marido (Antonio de la Torre), o el reportero (Manolo Solo) en quien prima el periodismo sensacionalista, Rodríguez dio forma a una gran película de género y a un panorama nada amable, oscuro y sórdido del ayer, del hoy y quizá del mañana de un país a la deriva que necesita conocerse y aceptarse para poder avanzar.
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