El
segundo largometraje realizado por John
Carpenter
se presenta desde la violencia que define al thriller
estadounidense de la década de 1970. Dicha violencia delata la
imposibilidad inicial de un cuerpo policial que la emplea de modo similar al de la delincuencia callejera. Pero, además, esta atractiva propuesta
no esconde la admiración de su responsable hacia los clásicos del
western, de modo que Carpenter
no dudó a la hora de conceder a su protagonista el nombre de Ethan,
el mismo del solitario interpretado por John
Wayne
en
Centauros
del desierto
(The
Searchers;
John
Ford,
1956), o ubicar la acción en una oficina de las fuerzas del orden
similar a la expuesta por Howard
Hawks
en
Río
Bravo (1958). Pero Asalto
a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precint 13, 1976) es
algo más que un digno homenaje de impecable puesta en escena y muy
entretenido del film de Hawks (Carpenter firmó el montaje empleando el nombre del personaje de Wayne), como también lo es The
Warriors (Walter Hill, 1979), otro destacado western urbano de la época, aunque el film de Hill
se centra en la supervivencia de una pandilla por las inhóspitas
calles de Nueva York, un espacio abierto que resulta igual de acotado
y opresivo que la comisaría del distrito 13 donde Carpenter
desarrolló, con gran acierto, una de las constantes que definen su
cine, aquella en la que se descubre a sus protagonistas enfrentados a
situaciones límite dentro de entornos cerrados. De tal manera Asalto
a la comisaría del distrito 13
combina el policíaco de la época con el gusto de su director por
realizar westerns con apariencia de fantástico o, en este caso, de
thriller, y por lo tanto sus personajes se alejan de las ubicaciones
espacio-temporales características del género para encontrarse en
1976, en la ciudad de Los Ángeles, donde se ha desatado la violencia
entre bandas callejeras mientras la policía emplea la fuerza bruta
para acabar con ellas. Esta cuestión se observa al inicio, cuando se
produce la masacre de unos pandilleros por parte de agentes del orden
que no les conceden la menor oportunidad. Este acto, más que una
labor realizada por representantes de la ley, semeja un ajuste de
cuentas, motivo que lleva a los miembros de la banda a jurar
venganza. Esta es la excusa que John
Carpenter
utiliza
para poner en marcha su intención, que no es otra que la de reunir a
un grupo de individuos, en apariencia, opuestos en un medio que les
obliga a unir sus recursos y a limar asperezas si pretenden salir con
vida. El lugar elegido es una comisaría a punto de ser clausurada,
por ello solo cuenta con un par de oficinistas, un sargento y Ethan
Bishop (Austin
Stoker),
un refuerzo de ultima hora. A Bishop no le queda otro remedio y
acepta acudir a la comisaría para vigilar que los últimos
preparativos se cumplan sin ningún contratiempo, algo que parece
seguro. Sin embargo, la llegada de un autobús con tres presos, unido
a la irrupción de un desconocido que dice que le persiguen, da pie a
un enfrentamiento a vida o muerte con decenas de maleantes sedientos
de sangre que les declaran una guerra sin cuartel. La situación que
se vive dentro del edificio se presenta insostenible, no hay armas
suficientes para defenderse, la luz ha sido cortada, al igual que la
línea telefónica. La única solución consiste en resistir cuanto
puedan, a la espera de unos refuerzos que ninguno sabe si llegarán. No obstante, Bishop encuentra en Napoleón Wilson
(Darwin
Joston),
un convicto muy peligroso, a un aliado de valía, además cuenta con
el apoyo de Leigh (Laurie
Zimmer),
la joven secretaria que parece sentir atracción por el
delincuente, y de Wells (Tony
Burton),
el otro reo superviviente al primer ataque, a quien se le concede la
oportunidad de escapar para poder avisar a las fuerzas del orden. La
rapidez con la que se desarrollan los hechos concede a la acción el carácter apremiante que también sienten los personajes,
conscientes de sufrir una situación desesperante en la que su tiempo
se acaba, cuestión esta que se repetiría en posteriores films de Carpenter.
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