A inicios de la década de 1930, Warner Brothers no podía competir en prestigio con Paramount ni en glamour con la MGM, pero tampoco le hacía falta pelear por lo uno ni por lo otro. Tenía algo que lo compensaba y confería personalidad propia. El estudio de Jack Warner y hermanos tenía efectividad, prescindía de florituras, abarataba costes e iba directamente al asunto. Con Darryl D. Zanuck al frente de la empresa que había dado el primer paso al cine sonoro en Don Juan (Alan Crosland, 1926), el punto fuerte de las producciones Warner no era un reparto de lujo ni ambientes de ensueño, era la actualidad que aparecía en los periódicos, la que afectaba el día a día, pero sin pretender hacer cine social, ni mucho menos. Lo que la Warner producía era espectáculo cinematográfico sin espacio para la denuncia o crítica social, aunque su ciclo gansteril o sus musicales mirasen a la realidad a través de inolvidables gánsteres de celuloide, el primero, o de reojo en la seductora y frívola Vampiresas 1933 (Gold Diggers of 1933, 1933), la primera de la serie Gold Diggers. Por entonces, el mayor logro del musical realizado en el estudio, fue dejar que Busby Bekerley hiciese sus números musicales sin condicionar la trama, lo hizo como parte de la revista que se escenifica y con libertad de movimientos. En Vampiresas, sus coreografías funcionan de prólogo, en el que destaca Ginger Rogers, y epílogo, y de línea divisoria entre las dos partes que la componen. Ambas mitades son comedia, pero lo que Mervyn LeRoy, uno de los realizadores estadounidenses más reputados de la década, muestra en cada una de ellas difiere: la primera expone la cotidianidad de cuatro actrices y su necesidad de encontrar trabajo y la segunda se decanta por el enredo que se genera a partir de la confusión de identidad de Carol (Joan Blondell), a quien el millonario Lawrence Bradford (Warren William) confunde con Polly (Ruby Keeler), la bailarina de quien se ha enamorado su hermano pequeño (Dick Powell).
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