miércoles, 16 de febrero de 2022

La bella Maggie (1954)


La primera de las dos colaboraciones de Alexander Mackendrick con el guionista estadounidense William Rose —la segunda, El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), se rodaría al año siguiente— dio como resultado La bella Maggie (The Maggie, 1953), cuya comicidad, irónica y entrañable, nace de la humanidad de sus personajes y de la contraposición entre la calma que se respira en la embarcación que da título al film y la prisa que define a Calvin B. Marshall (Paul Douglas), el empresario estadounidense que, tras perseguir la embarcación en avión, taxi o por teléfono, acaba formando parte de la tripulación, aunque de manera accidental y a disgusto. Pero a bordo de esa pequeña y vieja barcaza, que amenaza con dejar sus piezas sobre las aguas del Clyde, de la costa o de lagos escoceses, Marshall vive una experiencia inolvidable que, aparte de hacerle sentir ridículo y perder su mercancía, le permite comprender aspectos de la vida que ha pasado por alto y que afectan a sus relaciones personales. Su velocidad a la “americana”, similar a la que Jacques Tati satiriza en su cartero de Día de fiesta (Jour de fête, 1949), le ha deparado fortuna, aunque, a cambio, le ha restado tiempo a su vida personal e impedido instantes vitales para dedicar a su relación matrimonial o a cualquier otra que no sea su negocio. La barcaza y su patrón, el capitán McTaggart (Alex Mackenzie), son lo contrario al empresario estadounidense. No tienen prisa. Ambos encallan sin ver en ello ninguna tragedia, la una cuando baja la marea y el otro cuando aprovecha la presencia de un bar donde le sirvan una pinta. McTaggart es todo un personaje, un viejo lobo de río, lago, mar y pub, que se encuentra en una situación delicada y, para no perder su Maggie, se las apaña para confundir a Pusey (Hubert Gregg) y que este les contrate para transportar con “urgencia” la mercancía que Marshall quiere llevar de Glasgow a Kilterra.



Enamorado de un modo de vida que el progreso y la modernidad apagan, uno representado en su Maggie, donde nació, el marinero vive a otro ritmo y mira la vida desde otra perspectiva, desde la que no ve su barcaza vieja o estropeada. Ve belleza en ella, la ve con su corazón, la ve como su hogar, pero sobre todo como parte de su propia existencia, algo que el estadounidense no comprende. Aunque carece de la poética romántica-onírica de
L’Atalante (Jean Vigo, 1934), The Maggie posee su propia poesía, de versos de humor e ironía, de costumbrismo y amor, el que se establece entre la nave, su capitán y la tripulación, que luchan por su supervivencia, la de la barca y la propia, sin comprender que su lucha es contra el tiempo: las prisas y el desarrollo empresarial que no tienen cabida a bordo de la pequeña embarcación. Con gracia e ironía, durante todo el metraje, Mackendrick opone ritmos e identidades: la escocesa, la estadounidense y la inglesa, en la figura de Pusey, con su traje de corte fino, su bombín, su paraguas y su refinamiento cursi. Pero, aparte de este choque de idiosincrasias nacionales y de modos de interpretar el mismo instante, el director de Mandy (1952) detalla con sutileza la evolución del personaje interpretado por Paul Douglas, que se gana las simpatías del público al evolucionar de individuo deshumanizado a una persona totalmente humanizada, sin que parezca que el proceso haya sido forzado, sino consecuencia natural a su necesidad vital y al contacto con un mundo diferente al de los negocios, un entorno humano donde se prioriza la charla en un bar, celebrar un centenario o aceptar la pausa como medio que posibilita saborear esos pequeños instantes que, en suma, componen cualquier existencia.



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