La primera parte de Onna no sono, película feminista y humanista donde las haya, realizada por un hombre en una época y en un país de fuerte arraigo patriarcal, se desarrolla por entero en el colegio donde el paternalismo disfrazado de maternalismo -pues son mujeres las guardianas del orden patriarcal que impera en el centro educativo-, las reglas de conducta, la moral establecida como única válida, el miedo a la filtración de otra ideología -en este caso la comunista-, las escuchas tras las puertas, el control, los interrogatorios, la delación, la imagen aparente y la verdadera -que se oculta tras el decoro, las sonrisas y las buenas maneras-, la ausencia de intimidad, el acatamiento y el sometimiento, los uniformes y demás circunstancias y situaciones apuntadas por Kinoshita describen a la perfección un entorno totalitario que atenta contra la dignidad humana y contra cualquier intento de liberación para alcanzarla; pues, de producirse la ruptura de cadenas, el propio sistema correría el riesgo de desaparecer y de que su lugar lo ocupase un nuevo orden que excluiría el suyo. Las jóvenes internas, más que estudiantes son prisioneras; lo saben, algunas lo acatan por temor o porque esperan continuar la tradición y otras intentan rebelarse, dar el paso que asusta a la profesora Gojô (Mieko Takamine), guardiana de los valores que la escuela pretende inculcar y perpetuar en sus alumnas. La certera mirada de Kinoshita inicialmente no se centra en un personaje en concreto, presta atención al grupo que protesta por la muerte de una compañera, que entonan una canción prohibida que pide <<...dejadnos amar, dejadnos hacer nuestro campus libre e inteligente...>> Tampoco lo hace durante los primeros minutos del retroceso temporal que, salvo el prólogo y el epílogo, engloba el film; en ese instante generaliza, hasta que, avanzados los minutos, se decanta por Yoshie (Hideko Takamine), Akiko (Yoshiko Juga), Tomiko (Keiko Kishi) y la matrona que vigila que nada salga de la senda marcada. Las tres primeras son diferentes entre sí, aunque las tres son víctimas de la tradición patriarcal que perdura en su presente -pasado para el público-, durante el cual se expone cómo afecta a cada una de ellas. Pero el protagonismo de Onna no sono recae en la víctima absoluta de las costumbres paternalistas. En su imposibilidad, tanto en la escuela como en su hogar, para Yoshie no hay salida. Poco a poco va siendo consciente de ello, como también lo es de su sufrimiento, de que <<las mujeres también tenemos ideas>> y de que <<sin libertad, no puede haber educación>>, pero, haga lo que haga, su intención de estudiar para acceder a un futuro en igualdad de condiciones que los hombres, y hacer posible su relación con Shimoda (Takahiro Tamura), un joven estudiante de familia humilde, está condenada al fracaso debido al rechazo de su padre y de una escuela que no libera mentes, las adoctrina.
martes, 4 de junio de 2019
Jardín de mujeres (1953)
La primera parte de Onna no sono, película feminista y humanista donde las haya, realizada por un hombre en una época y en un país de fuerte arraigo patriarcal, se desarrolla por entero en el colegio donde el paternalismo disfrazado de maternalismo -pues son mujeres las guardianas del orden patriarcal que impera en el centro educativo-, las reglas de conducta, la moral establecida como única válida, el miedo a la filtración de otra ideología -en este caso la comunista-, las escuchas tras las puertas, el control, los interrogatorios, la delación, la imagen aparente y la verdadera -que se oculta tras el decoro, las sonrisas y las buenas maneras-, la ausencia de intimidad, el acatamiento y el sometimiento, los uniformes y demás circunstancias y situaciones apuntadas por Kinoshita describen a la perfección un entorno totalitario que atenta contra la dignidad humana y contra cualquier intento de liberación para alcanzarla; pues, de producirse la ruptura de cadenas, el propio sistema correría el riesgo de desaparecer y de que su lugar lo ocupase un nuevo orden que excluiría el suyo. Las jóvenes internas, más que estudiantes son prisioneras; lo saben, algunas lo acatan por temor o porque esperan continuar la tradición y otras intentan rebelarse, dar el paso que asusta a la profesora Gojô (Mieko Takamine), guardiana de los valores que la escuela pretende inculcar y perpetuar en sus alumnas. La certera mirada de Kinoshita inicialmente no se centra en un personaje en concreto, presta atención al grupo que protesta por la muerte de una compañera, que entonan una canción prohibida que pide <<...dejadnos amar, dejadnos hacer nuestro campus libre e inteligente...>> Tampoco lo hace durante los primeros minutos del retroceso temporal que, salvo el prólogo y el epílogo, engloba el film; en ese instante generaliza, hasta que, avanzados los minutos, se decanta por Yoshie (Hideko Takamine), Akiko (Yoshiko Juga), Tomiko (Keiko Kishi) y la matrona que vigila que nada salga de la senda marcada. Las tres primeras son diferentes entre sí, aunque las tres son víctimas de la tradición patriarcal que perdura en su presente -pasado para el público-, durante el cual se expone cómo afecta a cada una de ellas. Pero el protagonismo de Onna no sono recae en la víctima absoluta de las costumbres paternalistas. En su imposibilidad, tanto en la escuela como en su hogar, para Yoshie no hay salida. Poco a poco va siendo consciente de ello, como también lo es de su sufrimiento, de que <<las mujeres también tenemos ideas>> y de que <<sin libertad, no puede haber educación>>, pero, haga lo que haga, su intención de estudiar para acceder a un futuro en igualdad de condiciones que los hombres, y hacer posible su relación con Shimoda (Takahiro Tamura), un joven estudiante de familia humilde, está condenada al fracaso debido al rechazo de su padre y de una escuela que no libera mentes, las adoctrina.
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