martes, 4 de junio de 2019

Jardín de mujeres (1953)


¿Existen individuos capaces de liberarse de imposiciones, normas y conductas, de supuestos e impuestos morales, de valores culturales y de otros condicionantes que la familia, la escuela y la sociedad introducen, inculcan y perpetúan desde la infancia para la supervivencia del sistema establecido? Realizada la pregunta, que cada quien responda, si le apetece. A mí me contraría, pues respondería que el ser humano utópico -capaz de superar lo asimilado- o aquel que viva aislado del resto del mundo, sí; pero del real y, por tanto, condicionado socialmente desde la cuna, lo dudo. Desde tiempos remotos, nos empeñamos en que nos dirijan y nos indiquen qué podemos hacer y por dónde debemos transitar; en caso contrario, posiblemente, sufriríamos desorientación, miedo, inseguridad, y nos veríamos al borde del caos, que no deja de ser el principio de un nuevo orden que, más temprano que tarde, se desvelará humanamente imperfecto -como cualquier revolución histórica corrobora-. Lo que parece claro es que a lo largo de los siglos las reglas y las normas han sido capricho de unos pocos para controlar y someter a muchos. 
Si bien hay normas que podríamos llamar "necesarias", aquellas creadas para un supuesto bien común, que protegen a la comunidad y al individuo frente a posibles agresiones de otros individuos, no suelen tener un sentido inverso y, en ocasiones, esta falta de doble dirección provoca que la comunidad encuentre legítimo atacar al individuo, o a un sector de sí misma, aquel que no acepta o no encaja dentro de la moral y de las directrices establecidas. Esto plantea un problema que atenta o perjudica a algunos miembros de la sociedad a la que se dice favorecer. Simplemente los margina, los aparta, no los tolera o los condena al silencio cuando no a la quema. Pero las normas cambian, a veces tarde y mal; algunas sobreviven en la tradición que puede resultar tan castradora como la normativa que desaparece del plano visible para asentarse en las costumbres. Generación tras generación se perpetúan, con el consabido riesgo de que, consciente o inconsciente, la tradición denigre a distintos miembros de la comunidad, sobre todo en aquellos sistemas que no contemplan la igualdad y la tolerancia como motores de su búsqueda, de su existencia, lo cual entorpece y retarda cualquier intento de evolucionar hacia dicha paridad -nunca absoluta debido a la propia naturaleza humana-. Aparte de su exquisita sensibilidad para retratar a las figuras femeninas que pueblan su cine, en Jardín de mujeres (Onna no sono, 1953) Keisuke Kinoshita lanza una feroz crítica contra un sistema que, amparándose en normas, reglas y tradición, imposibilita la liberación de la mujer japonesa de posguerra, que no vería cambios respecto al tiempo precedente, a pesar de adquirir su derecho a voto en 1947, algo ilógico si se piensa que de un totalitarismo se había pasado a un supuesto sistema abierto, a una democracia, pero que no practicaba la igualdad hombre-mujer, ni favorecía la emancipación de esta última en una sociedad que la condenaba a permanecer donde le indicaban.


La primera parte de Onna no sono, película feminista y humanista donde las haya, realizada por un hombre en una época y en un país de fuerte arraigo patriarcal, se desarrolla por entero en el colegio donde el paternalismo disfrazado de maternalismo -pues son mujeres las guardianas del orden patriarcal que impera en el centro educativo-, las reglas de conducta, la moral establecida como única válida, el miedo a la filtración de otra ideología -en este caso la comunista-, las escuchas tras las puertas, el control, los interrogatorios, la delación, la imagen aparente y la verdadera -que se oculta tras el decoro, las sonrisas y las buenas maneras-, la ausencia de intimidad, el acatamiento y el sometimiento, los uniformes y demás circunstancias y situaciones apuntadas por Kinoshita describen a la perfección un entorno totalitario que atenta contra la dignidad humana y contra cualquier intento de liberación para alcanzarla; pues, de producirse la ruptura de cadenas, el propio sistema correría el riesgo de desaparecer y de que su lugar lo ocupase un nuevo orden que excluiría el suyo. Las jóvenes internas, más que estudiantes son prisioneras; lo saben, algunas lo acatan por temor o porque esperan continuar la tradición y otras intentan rebelarse, dar el paso que asusta a la profesora Gojô (Mieko Takamine), guardiana de los valores que la escuela pretende inculcar y perpetuar en sus alumnas. La certera mirada de Kinoshita inicialmente no se centra en un personaje en concreto, presta atención al grupo que protesta por la muerte de una compañera, que entonan una canción prohibida que pide <<...dejadnos amar, dejadnos hacer nuestro campus libre e inteligente...>> Tampoco lo hace durante los primeros minutos del retroceso temporal que, salvo el prólogo y el epílogo, engloba el film; en ese instante generaliza, hasta que, avanzados los minutos, se decanta por Yoshie (Hideko Takamine), Akiko (Yoshiko Juga), Tomiko (Keiko Kishi) y la matrona que vigila que nada salga de la senda marcada. Las tres primeras son diferentes entre sí, aunque las tres son víctimas de la tradición patriarcal que perdura en su presente -pasado para el público-, durante el cual se expone cómo afecta a cada una de ellas. Pero el protagonismo de Onna no sono recae en la víctima absoluta de las costumbres paternalistas. En su imposibilidad, tanto en la escuela como en su hogar, para Yoshie no hay salida. Poco a poco va siendo consciente de ello, como también lo es de su sufrimiento, de que <<las mujeres también tenemos ideas>> y de que <<sin libertad, no puede haber educación>>, pero, haga lo que haga, su intención de estudiar para acceder a un futuro en igualdad de condiciones que los hombres, y hacer posible su relación con Shimoda (Takahiro Tamura), un joven estudiante de familia humilde, está condenada al fracaso debido al rechazo de su padre y de una escuela que no libera mentes, las adoctrina.

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