La colaboración entre el realizador James Ivory, el productor Ismail Merchant y la escritora y guionista Ruth Prawer Jhabvala se inició en el film The Householder (1963), pero fue durante los primeros años de la década de 1990 cuando alcanzó su máximo esplendor. Lo hizo en Regreso a Howards End (Howards End, 1992) y Lo que queda del día (The Remains of the Day, 1993), dos dramas cuya refinada contención visual no obedece simplemente a una cuestión de estilo, sino que remite al orden, a la moral, a la tradición y al estancamiento de la sociedad inglesa, a su elegante apariencia y al acomodo en clases cerradas. En la primera se exteriorizan las diferencias sociales desde la linealidad narrativa y en tres familias de distinta condición. Por contra, el segundo título entremezcla presente y pasado para interiorizar la lucha de clases en Stevens (Anthony Hopkins), el mayordomo que vive atrapado entre ambos tiempos, entre el ser y el no ser, y el querer y el no poder, aunque sobre todo existe recordando aquel pasado durante el cual se produjo su no relación amorosa con la señorita Kenton (Emma Thompson). Para entender a Stevens y al resto de personajes que habitan o deambulan por Darlington Hall encontramos en la figura de Stevens padre (Peter Vaughn) el enlace vital que conecta la época victoriana con la década de 1930; dos momentos que, a pesar de su distancia temporal, podrían pasar por idénticos. El padre instruyó al hijo en la sumisión que cercenó su capacidad de expresar emociones e ideas propias, carencia que le imposibilita una existencia más allá del lugar que le corresponde ocupar. Stevens hijo fue incapacitado para opinar sobre cualquier aspecto que no guarde relación con el servicio al que se entrega en cuerpo y alma. Para él, lo emocional es terreno prohibido, como también lo es hablar de sexo -aunque esto es común en un ambiente moral que parece temerlo- o plantearse el porqué debe ocupar un lugar del que nunca podrá escapar, como confirma su definitiva aceptación en la simbólica escena que cierra Lo que queda del día. Educado para ser siervo, acata su posición con porte distinguido y un ligero orgullo, pues ha alcanzado la cima a la que puede o le dejan aspirar. Ejerce de mayordomo jefe, el mayor siervo entre los de la casa, aunque no deja de ser el fiel lacayo de la inamovilidad establecida por una sociedad mojigata y ultraconservadora. Esnobismo, tabúes, distancias insalvables, amos y siervos han edificado el Darlington Hall donde Stevens encadena sus emociones, desoye sus sentimientos y se aferra a su misión en la vida, la única que cree que le corresponde, aquella que implica que el mundo, su mundo cerrado, viva en perfecto orden; y este pasa porque cada cosa y cada quien ocupe su lugar sin ponerlo en duda. Incluso Lord Darlington (James Fox) fue adiestrado, más que educado, para perpetuar el estilo de vida que observamos en las escenas del pasado. También es un individuo pasivo, por mucho que reúna a sus pares o a políticos de diversas nacionalidades para mostrar su apoyo al régimen nazi, porque siente culpabilidad por las sanciones del Tratado de Versalles, nada caballerosas con el vencido. Stevens, testigo de cuando sucede, observa todo cual reloj de pared o estantería que se limita a la función para la que fue construida. Nunca se plantea intervenir, ni juzgar ni crear una opinión propia; no puede, son asuntos que considera acordes para hombres de mayor talla intelectual y moral que la suya; los considera adecuados y exclusivos para la clase dirigente, aquella a la que sirve y, con anterioridad, su padre sirvió durante más de medio siglo. Cuando le apuran a responder, no sabe qué contestar o, visto de otro modo, contesta aquello que los lord, sir y demás señores esperan de él. Los hechos y los encuentros se suceden sin que parezca que el tiempo transcurra, lo mismo sucede con la propia existencia del mayordomo; congelada más allá de sus responsabilidades laborales. Es la eficiencia personificada, pero es incapaz de personificar su amor por la señorita Kenton. No puede confesar que su presencia es indispensable, no para el funcionamiento del servicio, sino indispensable para él. Y así pasan los años, como si no trascurriesen; no hay alteraciones en el orden, ni siquiera la muerte paterna logra que Stevens deje de ser guardián de su encierro y del representado en Darlington Hall. El simbólico hermetismo que Ivory concede a la mansión, la imagen externa que Anthony Hopkins recrea para expresar la interioridad reprimida de su personaje, la interpretación de Emma Thompson como mujer que quiere liberarse pero no se atreve a dar el paso -que sí da la pareja de jóvenes sirvientes-, y la ingenua honorabilidad asumida por James Fox, indican que Lo que queda del día no es una historia de amor, no puede serlo, aunque existan dos personajes que se aman sin poder entrelazar sentimientos. Es una historia de distancias insalvables que, por un instante, cuando ella se aproxima con la excusa del libro, parece que podrían romperse, pero el deseo no sale al exterior y las barreras invisibles continúan intactas, barreras que nunca desaparecen de sus vidas, ni en el pasado ni el presente en el que la una vive un matrimonio insatisfactorio y el otro emprende el viaje con el que pretende enmendar el error del que, condicionado y prisionero del orden, no fue el único responsable.
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