jueves, 13 de junio de 2019

Mercenarios sin gloria (1968)


La postura antimilitarista y antibelicista asumida por André De Toth en Mercenarios sin gloria (Play Dirty, 1968) queda clara desde sus primeras imágenes. Desierto, arena, calor y suciedad, un jeep que transita a alta velocidad por el espacio inabarcable que será el escenario donde se desarrollará la que sería su última película -al menos en la que aparece acreditado como director-. El conductor apaga la radio, deja de sonar Lili Marlene, cambia de gorra, presenta los papeles que le exigen los guardias del puesto de control y llega al campamento británico donde no descubrimos a caballeros ni a oficiales pulcros y marciales, sino al coronel Masters (Nigel Green), vestido con una vieja chaqueta tres cuartos y ante su nuevo fracaso. Tras preguntar qué ha sucedido, acude ante su superior para escuchar como este le recrimina la ausencia de resultados, el dinero malgastado en gasolina, balas,... y la baja de media docena oficiales de carrera; por el resto de hombres fallecidos no muestra interés alguno. Son prescindibles y no cuentan para el brigadier Blore (Harry Andrews), salvo para enviarlos al matadero que descubrimos durante la misión que nos muestra la guerra tal cual es: sin honor ni gloria, un espacio ideal donde exteriorizar los más bajos instintos. La tropa del coronel está formada por despojos de la sociedad y, entre ellos, sobresale Leech (Nigel Davenport), el conductor que al inicio transporta en su vehículo el cadáver del último oficial británico que incluyeron en su grupo. Es expeditivo; como expeditiva es la exposición que el realizador de origen húngaro hace del entorno y de los personajes.


De Toth prescinde de cualquier adorno que endulce o ensalce los hechos o a alguno de sus protagonistas. No habrá engaños, habrá cine contundente y directo, como corresponde a un cineasta de la talla de André De Toth. Su postura crítica adquiere forma en imágenes que no disimulan la crudeza, el cinismo y la violencia que los personajes abrazan sin remordimientos, sin el menor disimulo, solo como parte natural de la guerra y de sí mismos. Son imágenes que destapan aspectos oscuros que otros films de escuadrones infiltrados tras las líneas enemigas suavizan, relegan a un plano secundario o al olvido. Aquí no se trata de crear héroes, inexistentes en la visión de la guerra ofrecida por De Toth en este excelente film bélico que transita por espacios que, en ocasiones, recuerdan al western, género en el que dejó constancia de su maestría, y por la aventura, entendida esta como un viaje de continua superación de obstáculos, que no siempre ha de conducir a una gesta heroica, pues la heroicidad brilla por su ausencia en Mercenarios sin gloria.


Al contrario que Robert Aldrich con sus patibularios en Doce del patíbulo (Dirty Dozen, 1967), el director de El día de los forajidos (Day of the Outlaw, 1959) no simpatiza con sus protagonistas, y esto provoca que tampoco nosotros lo hagamos; ni siquiera les ofrece el grado de antihérores, apenas son más que criminales reflejo del crimen que en sí mismo es el conflicto bélico, que elimina cualquier posibilidad ética o racional. El cineasta no pretende juzgar comportamientos o explicarnos por qué los personajes asumen ser como son, pues es innecesario. Los mostrará indisciplinados, desarraigados e inmorales, perfectos para matar y morir, sin que a nadie le importe lo más mínimo, incluso a ellos parece no importarles, tampoco si los que mueren son de un bando o de otro, si son mujeres, como la enfermera alemana a quien intentan violar, u hombres con quienes comparten uniforme o comida, mientras no sea uno mismo quien caiga. Salvo el capitán Douglas (Michael Caine), cuya ingenuidad remite a su inexperiencia en la lucha y a su educación universitaria y a su clase burguesa, el resto de los componentes de la misión que este cree comandar son mercenarios tan deshumanizados como el propio conflicto bélico, en el que ninguno de ellos deja de ser un peón en el juego organizado por sus superiores, un juego mortal e inmoral en el que las pérdidas humanas carecen de importancia. El alto mando solo presta atención a las cifras y al apuntarse méritos; esto lo sabe Leech, quien, como veterano y ex-convicto, asume que nada importa, salvo ver, oír y callar. En definitiva, lo importante es sobrevivir y no desentona en ese espacio que transita cual reverso de Douglas, a quien debe mantener con vida a cambio de las dos mil libras prometidas por Masters. Nada más le importa, consciente de que en la guerra no existe honor ni moral, y apenas una pequeña opción de salir de ella con vida o de cumplir esa misión suicida que no cambiaría el transcurso del conflicto.

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