miércoles, 11 de noviembre de 2020

El día de los forajidos (1959)


Como otros personajes interpretados por Robert Ryan, su Blaise Starrett de El día de los forajidos (Day of the Outlaw, 1959) es ambiguo y contradictorio, racional e irracional. Su personalidad parte del gris oscuro y evoluciona hacia la redención que asumirá cuando aleje a los forajidos del pueblo y los conduzca por la montaña nevada, más bien una tumba blanca. Starrett vive en un continuo claroscuro, quizá por ello se muestra brusco, duro y se sospecha que irracional. No rehuye el enfrentamiento, ni se plantea más opciones que las suyas. Su modo de ser obedece o responde a su concepto de justicia y propiedad —de quien llegó primero y se dejó la piel para levantar el lugar—, lo que supone que se crea en posesión de derechos no escritos. En definitiva, la primera impresión que produce es la de que se trata de un hombre curtido e intransigente, defensor de la ley del más fuerte, territorial y solitario, salvo por la compañía de Dan (Nehemiah Persoff) y, no mucho tiempo atrás, por su idilio con Helen Crane (Tina Louise). Pero ella, inicialmente el personaje que humaniza al ranchero, está casada con el hombre (Alan Marshall) con quien este rivaliza cuando baja al pueblo. Este enfrentamiento entre opuestos cobra protagonismo durante los primeros minutos de metraje, pero algo, con lo que nadie contaba, sucede y minimiza su relevancia en la trama.

Poco a poco, Blaise nos va descubriendo otros aspectos de su carácter, de su soledad y de su “rostro” interior cambiante. Él es el protagonista de este espléndido western opresivo rodado con mano firme por André de Toth, otro que, como Ryan, no fue una estrella de Hollywood, en su caso entre los directores, pero sí un brillante cineasta capaz de llevarnos a un espacio cerrado y ponernos frente a una situación límite que expresa a las claras que nada es seguro, que todo puede cambiar en cuestión de segundos como consecuencia de fuerzas que se ignoran o se descontrolan. El cine de De Toth está plagado de personajes atrapados en espacios físicos que agudizan la sensación de que dentro de ese círculo invisible no son libres, sino que se encuentran condicionados por las circunstancias e imprevistos, pero sobre todo por la propia naturaleza humana. En el pequeño pueblo donde se desarrolla gran parte de la acción hay rencillas que todos conocen y que amenazan con descontrolarse, como así sucede cuando Blaise ordena que echen a rodar la botella sobre la barra del bar. Pero la señal —que debería ser la caída del cristal al suelo— para desenfundar nunca se produce, puesto que sucede el imprevisto: la irrupción de Bruhn (Burl Ives) y sus seis compinches.

Los bandidos, que acaban de robar al ejército, se hacen con el control del pueblo a punta de pistola, pero ni ellos mismos tienen el control, puesto que, aunque lo ignoren, también se encuentra atrapados en un espacio acotado, tanto por la nieve como por su propia naturaleza irracional, más salvaje que la del medio, como confirma que el antiguo capitán y líder de la banda deba imponerse a sus hombres para que no violen a las mujeres y maten al resto de habitantes del lugar. Queda claro para todos, sobre todo para Starrett, que si Bruhn, con una bala en el pulmón, muere los forajidos darán rienda suelta a su intención y necesidad de divertirse, y dicha diversión implicaría el desastre para los habitantes del lugar. Esos instantes de El día de los forajidos aumentan la tensión, como consecuencia de la herida de Bruhn —el veterinario que lo opera, después de que Blaise le hable de la importancia vital de que viva, dice a los vecinos que el herido no durará demasiado—, y de la naturaleza salvaje de sus hombres, quienes, salvo Gene, el muchacho, han asesinado, saqueado, ultrajado, traicionado... Saben que para ninguno de ellos hay vuelta atrás por eso aceptan seguir a Starrett por una montaña tan opresiva y más mortal que la villa.

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