domingo, 22 de noviembre de 2020

De Mayerling a Sarajevo (1940)

 

El imperio alemán vio nacer a Max Ophüls, pero el cineasta encontró mayor atractivo en la irrealidad espectral de la imperial Austria-Hungría  que en la Alemania de marcialidad prusiana. Ni armas ni desfiles militares interesan en su cine, que se decanta por la elegancia y la armonía de melodramas como De Mayerling a Sarajevo (De Mayerling à Sarajevo, 1939) o Carta de una desconocida (Letter from a Unknown Woman, 1946). La fantasía ophulsiana del imperio de Austria-Hungría nace en la ensoñación de un director que armoniza imágenes y movimiento en sueños cinematográficos que brillan y se apagan, condenados a desparecer debido a su propia naturaleza onírica —y a la imposibilidad de que el sueño sobreviva en su enfrentamiento a la realidad de la que, por un instante, los protagonistas escapan amando—, pero que perviven en su forma de celuloide.

En sus películas, el cineasta atrapa a sus protagonistas en el amor, en su ilusión de amor, y les obliga a sentir el peso de amar. Fue un maestro de los detalles y de la planificación, del uso de los espacios y de la cámara, en definitiva, un maestro de un tipo de cine ahora igual de inexistente que el momento recreado en la pantalla. Consciente de su intención, la de ir más allá de la realidad y crear un espacio melodramático y romántico, el autor de Lola Montes (1952) advierte antes de iniciar De Mayerling a Sarajevo que no tiene la pretensión de mostrar la realidad histórica tal como podría impartirse en un aula académica, aunque no por ello deje de indagar en el período que muestra en la pantalla. De hecho, la fuga de la realidad mundana, si así puedo llamar al amor que une hasta en la muerte a la pareja protagonista, no impide encontrar parte de la verdad del momento que les toca vivir, incluso uno que permite a Ophüls hacer visible la nostalgia y, en su parte final, señalar y advertir el peligro que se cierne sobre su presente de 1939. De ahí que este título no solo exponga el final de una época lejana en el tiempo, sino el fin de una época para el propio cineasta, quien no tardaría en abandonar Francia, forzado a ello como consecuencia de la ocupación alemana.

En de Mayerling a Sarajevo asistimos a un instante de amor que se inicia y se prolonga durante el derrumbe de un mundo condenado a desaparecer por el enfrentamiento de clases, de identidades nacionales y de la disputa entre el autoritarismo absolutista del emperador Francisco José (Jean Worms), apoyado por Montenuovo (Aimé Clariond), y la modernidad pretendida por el archiduque (John Lodge) heredero al trono, a quien se le impone que ni la mujer con quien se casa ni sus hijos puedan reclamar ningún privilegio imperial. Su amor y su talante progresista, le llevan a rechazar que su matrimonio sea morganático, el único aprobado por el emperador, que de esa forma denigra y desprecia a la condesa Sofia Chotek (Edwige Feuillère), sobre todo a su condición social y su pertenencia a la nobleza checa, que el Habsburgo considera por debajo de su origen e inferior a la aristocracia austriaca. Pero la generosidad y el amor de la condesa convencen Francisco Fernando para aceptar lo que sin duda es un afrenta, al ningunear a quien se convierte en su esposa, pero a quien se le niega un reconocimiento que enturbia las relaciones entre el emperador y el heredero.

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