Desde su inauguración en 1937 hasta su destrucción durante la Segunda Guerra Mundial, Cinecittà fue un espacio para la ensoñación y la evasión cinematográfica. Construido para dar forma a las fantasías de celuloide de la Italia de Mussolini, suena lógico que lo principal fuese alejar la realidad de sus producciones, de sus historias e imágenes; se consiguió. Durante su primer año de vida, en el mítico estudio se rodaron diecisiete films, entre ellos Bajo aristocrático disfraz (Il signor Max, Mario Camerini, 1937), y ninguno miraba la realidad; su espejo era otro y sus reflejos en nada recordaban al mundo real. Era la irrealidad y el escapismo cinematográficos, pero ni lo uno ni lo otro fueron exclusivos de Cinecittà o del régimen fascista, aunque el fascismo los fomentase (también fuera de la pantalla) para mantener su engaño, su propaganda y a la gente aletargada y dentro del ideario que, con otros medios no cinematográficos, evitaba un posible despertar. Pero la fuga de la realidad también fue, y mucho, una cuestión de viabilidad económica, puesto que los empresarios sabían que los espectadores dejaban su dinero en la taquilla para ver algo inusual en sus vidas, por no decir imposibles que les alejase de sí mismos durante unos ochenta minutos. La fantasía de celuloide, el deseo de ser el héroe o la heroína de la función —nadie anhelaba los roles negativos, pero servían como rivales a batir o de los que reírse, o para que los espectadores se ensañasen a gusto—, el desear una aventura romántica con la chica o el chico de la película, fueron potenciadas por la industria del cine desde sus orígenes; y aún un hoy, con sus variantes temporales, el mejor ejemplo sigue siendo Hollywood. Los grandes estudios vieron mayores posibles de negocio en la evasión que en la cotidianidad tal cual era —en los casos de los totalitarismos, sin distinción ideológica, la opción realista ni se plantea, pues no superaría la censura—. Cinecittà fue construida a imagen de esas grandes majors hollywoodienses y las distintas cotidianidades (callejera, hogareña, social, política, laboral, etc.) quedaban fuera de sus puertas, en el día a día de millones de italianas e italianos. En las salas de proyección, las calles, viviendas, hombres, mujeres u oficios que cobraban vida en la pantalla se desfiguran y transformaban en ideales e idílicos; por tanto, alcanzaban la irrealidad de celuloide donde galanes como Vittorio De Sica y heroínas como Assia Noris se hacían grandes e invitaban a seguirlos a sus mundos, similares al evocado por Woody Allen en La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) o al que ofrece Al Servicio de las damas (My Man Godfrey; Gregory La Cava, 1936). Estos eran también los mundos habitados por los personajes interpretados por De Sica durante la década de 1930, un De Sica que, por entonces, representaba al soñador, ingenuo y simpático, en ocasiones, un tanto mentiroso, pero amable, que, desde su aparición en ¡Qué sinvergüenzas son los hombres! (Gli Uomini, che mascalzoni; Mario Camerini, 1932), conquistó al público en comedias románticas que apenas introducían variantes en sus temas.
En Bajo aristocrático disfraz (Il signor Max, 1937), una de las primeras películas rodadas en Cinecittà, podemos acompañar a De Sica por partida doble, ya que su personaje se desdobla en Gianni y el señor Max Varaldo, de los Varaldo de alta alcurnia. Esta aristocrática y falsa identidad le permite vivir su fantasía romántica, la cual se inicia en un crucero de lujo donde idealiza a Paola (Rubi D’Alma), la chica de la alta sociedad en quien proyecta su ideal femenino. Pero Gianni, o Max, apenas puede ver más allá de la idealización del soñador romántico e ingenuo que engaña para vivir su sueño. Aunque, justamente, es ingenuo porque se engaña a sí mismo (o se engaña porque es un ingenuo sin remedio). “Soñar, sí, pero no hacia arriba y con limitaciones”, parece que quiere decir el film y la época, puesto que Camerini, el tío Pietro (Mario Casemeggio) y el tono conservador de Bajo aristocrático disfraz se decantan por aceptar el orden de las cosas, representado en una mujer más cercana y sensible, sin la frivolidad de Paola, y que no desmerece respecto a esta (al contrario, puesto que su belleza y el carácter generoso que se le atribuye desvía el sueño del joven desdoblado hacia un ideal más conservador). Se trata de Lauretta (Assia Noris), la doncella, que por oficio y origen corresponde con la clase social de Gianni y con el conservadurismo oficial —no fuese a ser que soñando vertical y no horizontal, cualquier Gianni o Lauretta de turno pudiese ver una situación que al nivel del suelo no lograrían contemplar en su amplitud— o dicho de otro modo: introduce las ideas de matrimonio, familia y tradición qué finalmente el protagonista acepta de buen grado.
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