Entre los títulos que componen la filmografía de Joseph Losey se descubre que Galileo y Trotsky son los protagonistas de sus únicas películas basadas en personajes históricos. ¿A qué obedeció? ¿Fue una elección casual o hubo alguna razón particular? ¿O, simplemente, fue fruto de la necesidad de trabajar? Al volver la mirada hacia el pasado anterior del realizador estadounidense, asoma la caza de brujas practicada por la HUAC (Comité de Actividades Antiestadounidenses) y el exilio consecuente de la misma. Ambas circunstancias, persecución y exilio, lo emparentan con el revolucionario ruso y con el científico italiano —quienes, a su vez, también fueron objetivos de quienes se vieron amenazados por las ideas que representaban—. Puede que en lo escrito hasta ahora se encuentre alguna explicación para la elección de Losey. De ser así, puede surgir la idea de que en las dos películas existan aspectos personales que remiten a su propia experiencia y a una intención de reflexionar sobre el pasado que le “condenó" y persiguió hasta su presente europeo. Pero, aparte de una implicación personal en ambas producciones, en Galileo (1974) adaptaba una pieza brechtiana que le era familiar mientras que el proyecto sobre Trosky tampoco le era desconocido —años atrás, en la década de 1960, había barajado la posibilidad de rodar una película acerca del político y radical ruso—. Previo a su salida de Estados Unidos, Losey había llevado a escena la obra de Bertolt Brecht, otro revolucionario, en su caso del medio escénico, por lo que Brecht se une a Trotsky y a Galileo, y estos tres personajes encajan en el pensamiento de Losey, lo cual también apunta que el cineasta se vería implicado emocionalmente en la construcción de ambos films.
Tanto en Galileo como en El asesinato de Trotsky, la ausencia de movimiento o, dicho de otro modo, su lentitud narrativa, a veces cansina, provoca la sensación de que nada sucede en pantalla, salvo las palabras de los protagonistas que, sobre todo en el caso del padre del Ejército Rojo, reflexionan sobre su tiempo y su participación en los hechos históricos que, a la postre, los condena al ostracismo. Pero resulta que no se trata de lentitud ni de cansancio por parte del cineasta, sino que ambas características apuntan la intención de primar la interioridad de los personajes, que todavía viven su doble enfrentamiento -con ellos mismos y con el mundo exterior del que se les aparta— que se prolonga en el tiempo y, evidentemente, hace mella en ellos. Por ejemplo, en su película sobre el asesinato del líder marxista hay más contenido en el pensamiento de Trosky (Richard Burton) que en sus palabras o movimientos externos. Esto quizá reduzca el círculo de público que conecte con el film, ya que la ausencia de acción externa —incluso el personaje de Alain Delon funciona dentro de sí, en su insegura intimidad y en su necesidad de igualarse al hombre que debe matar y teme— exige conocimientos previos al Trosky exiliado/encerrado en México D.F. De hecho, habría que volver al pasado, a los instantes que precipitaron su rivalidad con Stalin, inevitable en cualquier caso, y el odio del dictador a quien creyese amenazar su poder o cualquier existencia cuya sola presencia le recordase su escasa relevancia en la Revolución de Octubre de 1917. Hay motivos que llevan a Jacson (Alain Delon), sin k, a asumir el encargo que lo lleva a México —desea ser alguien, y poner fin a la vida de Trosky le hará sentir que es el hombre que mató a un mito— y motivos ajenos (al sicario) por los que el asesinato del revolucionario se pone en marcha. Estos motivos obedecerían a la intención de Stalin de deshacerse de la vieja guardia bolchevique, entre otros millones de individuos que el totalitario soviético sentía amenazar su ego y sus falsas verdades. Hechos, muertes, testimonios y datos históricos hablan de la sinrazón estalinista, de sus purgas, quizá perfeccionadas respecto a las practicadas por Lenin, y de todo un mundo desconocido y conocido: su mundo, el que quería para él, y donde Trosky no tenía cabida, de ahí que este se convierta en un objetivo y en obsesión constante; y la sombra del “zar” de la URSS sea una presencia mental constante en la cotidianidad del exiliado. Aunque no asoma en la pantalla, no cabe duda de que se trata de un personaje más, como apunta el marco que conmemora un nombre bajo el cual se lee la leyenda "asesinado por Stalin". Este recuerdo se encuentra en el hogar mexicano del exiliado, que ha convertido su casa en la fortaleza donde la cotidianidad le cerca y, en principio, al tiempo le protege del hombre de hierro que ha ordenando su asesinato. En ese mismo día a día, también existe su intimidad con Natascha (Valentina Cortese), su mujer, y la alteración del pasado, el recordar/deformar sus memorias, quizá por sentir cansancio, aunque no derrotado, o quizá consciente de la proximidad de la muerte.
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