Los orígenes teatrales de Joseph Losey regresaron con fuerza en Galileo (1974), no solo porque adaptaba a la gran pantalla la pieza teatral de Bertolt Brecht, sino porque esa misma obra fue la que el propio Losey puso en escena en 1947, poco antes de verse obligado a abandonar su país de origen. Por entonces, barajaba la idea de llevarla a la pantalla, pero su intención no se materializó hasta 1974. De haberla filmado entonces, estaríamos hablando de otro film, aunque similar debido a su origen. No obstante, habría diferencias importantes, las marcarían el paso del tiempo, los cambios cinematográficos y la evolución en el pensamiento de Losey, quien, en el presente del rodaje, quizá vio una oportunidad para mirar hacia su propio pasado y ajustar cuentas con la intolerancia y la persecución de la que fue víctima. Si en la realidad Galileo fue silenciado por la Iglesia, para evitar lo inevitable, en manos del cineasta estadounidense, el personaje se convirtió en alegoría de la caza de brujas que lo acosó, a él y otros miles de ciudadanos estadounidenses sospechosos de comunistas o de simpatizar con los comunistas. Como cualquier persecución ideológica, la sufrida por Galileo no tiene nada de personal, ni pretende crear mártires en su contra. Así que antes de llegar al extremo del martirio de Giordano Bruno en la hoguera, la Inquisición obliga al matemático a retractarse y a traicionar sus principios y valores, su razón y su ciencia experimental; en definitiva, a negarse y a renegar de sí mismo. Este sería el caso del Galileo Galilei interpretado por Topol —y el de los hombres y mujeres perseguidos por el mccarthismo durante finales de la década de 1940 y la práctica totalidad de la siguiente—, un hombre que se ve obligado a renegar de sus ideales y vivir en el remordimiento que esto implica. Aunque, en este aspecto, la película posee fuerza, en su conjunto resulta un tanto anodina, quizá solo lo sea en mi subjetivo o quizá sea resultado de adaptar a la pantalla una obra teatral buscando que sea teatro filmado —conviene recordar que era una producción del American Film Theatre—. El inicio así lo indica, al abrir las imágenes a un teatro donde encuadra el escenario. Supuestamente, ahí se escenificará la obra de Brecht, siguiendo la adaptación inglesa que Charles Laughton había realizado tres décadas atrás. En ese primer momento, antes de viajar al Renacimiento, vemos un espacio que no tardará en exigirnos la complicidad de asumir un viaje al pasado, a varios lugares y situaciones en la vida del matemático, a quien vemos en Padua, a la edad de 46 años, sin más beneficio económico que las clases particulares que pueda dar. Para él, su situación económica es secundaria, ya que su interés no es el dinero, sino la ciencia, el descubrir algunas de las verdades que esconde el universo.
La aparición en la historia de personajes como Copérnico, Bruno o Galileo resulta vital para modernizar no solo la ciencia, sino la humanidad, ya que con ellos y otros como ellos, la humanidad en su conjunto (y a pesar de sus reticencias) da un paso hacia un punto diferente, quizá el paso más importante dado durante siglos. Con el tiempo, ese paso será el que separe ciencia y superstición, o de los intereses que se ocultan detrás. Este hecho implicará una evolución científico-técnica impensable antes de su aparición. También será imparable y pondrá la guinda al renacer de la humanidad, a la madurez que permite dudar del mundo tal como se daba por hecho (de verdades inamovibles e incuestionables que dejaron de serlo).
El cine y el teatro presentan exigencias y características distintas, y aquello que vale para el uno no suele servir para el otro. Esto parece confirmarse en Galileo, cuya intención de ser teatro filmado, o film teatral, provoca momentos de pesadez que me invitan a la desconexión. Por otra parte, como ya se ha dicho, Losey aprovecha los paralelismos entre la época del científico florentino y cualquier caza de brujas anterior o posterior, sobre todo la que le afectó personalmente. Y como cualquier caza de brujas presente, pasada o futura, la que asoma en la pantalla —en un primer momento como una simple advertencia— se produce cuando el poder establecido ve peligrar sus privilegios, sus intereses, por la acción de algún sector minoritario que amenaza su orden, en este caso los heliocentristas o un científico moderno como Galileo, quizá el primer moderno, hasta entonces controlado, y surge la necesidad de silenciar, condenar o sencillamente dar un toque de atención, para que nadie dude de lo establecido o salga del redil, pues, como a nadie escapa, el juicio a Galileo o la vista de los Díez de Hollywood, por ejemplo, no dejan de ser gestos de miedo, represión e intolerancia que permiten mantener a los perseguidores la sensación del control que, una vez descontrolado, pondría fin a sus verdades, desvelando falsedades.
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