miércoles, 19 de junio de 2019

Caza trágica (1947)


Durante los primeros pasos del neorrealismo italiano, aquellos que se dieron libres de las ataduras impuestas por un sistema de producción y de la vigilancia de cualquier tipo de censura, se aprecia una diferencia fundamental entre cine industria y cine compromiso. Más que la posibilidad e intención de ofrecer espectáculo o entretenimiento, los neorrealistas encontraron en el medio cinematográfico la oportunidad de hacer visibles sus posturas morales e ideológicas que, contrarias al régimen depuesto, hasta ese instante habrían permanecido ocultas en la clandestinidad o entre líneas a descifrar. Adquirida la libertad, llegó el tiempo de encarar las distintas realidades de la Italia de posguerra, de sus gentes, de la miseria y del caos fruto de hechos pretéritos que, como el fascismo, la ocupación alemana o la guerra, condicionaban el presente. El medio cinematográfico era idóneo para dar testimonio, y cineastas como Giuseppe De Santis lo aprovecharon para expresar ideas, esperanzas y deseos de transformar una sociedad que se encontraba en proceso de reconstrucción. Fue un cine de dolor y de supervivencia, pero también de ilusión e ingenuidad, un cine honesto en su humanidad y en su creencia de avanzar hacia un orden social más justo, sin desigualdades y sin la opresión ni la represión sufridas durante los años de Mussollini al frente del país. Aparte de reflejar las diversas realidades que dan forma a las producciones neorrealistas, los espacios y las personas que las pueblan apuntan hacia esa intención constructiva, aunque, como no podía ser de otra manera, lo hacen habitando en la destrucción física, moral y humana que en Caza trágica (Caccia tragica, 1947) descubrimos en una zona rural donde la carestía, la lucha de clases, el desempleo, la violencia, el recuerdo bélico y los campos de minas, no alteran la idea de cientos de hombres y mujeres de convertirlo en un lugar de cultivo y de vida. En este primer largometraje de De Santis, la voluntad de exponer el momento se iguala a la necesidad de posicionarse, de señalar y de transmitir aquello que la cámara capta y detalla con sobrada maestría. Nos descubre desolación, pero también destellos de esperanza que surgen de la unión de las trescientas familias que forman la cooperativa hacia la que Giovanna (Carla Del Poggio) y Michele (Massimo Girotti) viajan al inicio del film, cuando el presente les sonríe y un posible futuro se abre ante ellos. El trayecto nos introduce en una Italia liberada, entre gentes que buscan un comienzo; por ello, el protagonismo de los primeros minutos recae en el viaje de los recién casados, quizá símbolo de un inicio para todos, aunque este se verá amenazado por ecos pretéritos que cobran cuerpo en las circunstancias del ahora. El recorrido se encuentra salpicado por las minas todavía activas, el hambre, que algunos sacian ingiriendo las manzanas que la pareja arroja desde la parte trasera del camión, ex-combatientes y prisioneros de guerra -el número tatuado en el brazo de Michele nos da la información-, el buen humor que fluye de quienes exclaman ante los besos de los jóvenes, o la preocupación del encargado que lleva las liras a la cooperativa; dinero que, fruto del trabajo y de ayudas gubernamentales, saldaría las cuentas con el patrón que les ha alquilado los aperos y los animales. De no recibir el pago, la maquinaria y las bestias dejarán de ser suyas, y la oportunidad de alcanzar la dignidad y la independencia a las que aspiran, desaparecerá; pues, sin el dinero, todo sería igual que antes. Esto se comprende tras el asalto al camión, durante el cual el conductor y su acompañante son asesinados y, para asegurar el silencio de Michele, Giovanna secuestrada. En ese instante, el futuro y el presente quedan suspensos, la esperanza del nuevo comienzo peligra, tanto para la pareja como para las trescientas familias que se lanzan a la caza de los delincuentes. Es un momento dramático, de lamentos, de miedo y de reproches, pero no están dispuestos a caer sin oponer resistencia. En ese instante, De Santis enfrenta el miedo que silencia a Michele a la supervivencia del grupo, que toma las armas y se lanza a la persecución -excusa argumental- que se desarrolla por un espacio donde todavía existen opresores y oprimidos. Las imágenes captan a miles de personas sin trabajo que deambulan por campos y caminos, sin hogar, o se reúnen en el tren donde, aparte de mercado negro, los repatriados de guerra manifiestan su precaria situación. Son los ex-combatientes que han regresado al hogar, soldados como los que ocupan el interés de Alberto Lattuada en el primer tramo de El bandido (Il banditi, 1946). Los protagonistas masculinos del debut tras las cámaras de De Santis -Alberto y Michele- lucharon en la guerra, compartieron cautiverio y amistad en el pasado, pero, durante la trágica jornada en la que sus destinos se cruzan quizá por última vez, asumen roles antagónicos que los aproxima a los dos soldados del film de Lattuada, que no insiste más allá de la desorientación y la desubicación que conducen a Ernesto a delinquir y a transitar por la tragedia en la que se convierte su intento de sobrevivir en un entorno sin piedad, como reza otro título neorrealista de Lattuada. Por su parte, De Santis se posiciona política e ideológicamente sin disimulo, plantea la lucha de clases y la necesidad de la unidad proletaria para alcanzar vidas dignas, lo que provoca que su película sea al tiempo un crudo retrato del momento y un discurso que aboga por la unión de los trabajadores que en Caza trágica han formado cooperativas. El discurso de Michele en la parte final, cuando alza su voz en defensa de Alberto (Andrea Checci), su compañero durante dos años de cautividad en un campo de concentración alemán, es claro al respecto, así como desvela la imposibilidad que ha empujado a su amigo hacia el crimen y hacia el amor trágico que comparte con Daniela (Vivi Gioi), la mujer cuyo cabello fue rasurado como castigo por colaborar con lo alemanes durante la ocupación. Tanto Daniela como Alberto resultan claves en la historia, no en cuanto a ser dos de los asaltantes del furgón, sino por aquello que significan: la imposibilidad y el rencor que empuja a la primera a tratar con los hombres del cacique; y las negativas laborales que han empujado al segundo hacia un "oficio" que no desea, como corroboran las múltiples peticiones de empleo legal que Michele descubre en el hogar de su amigo, un edificio cuya pared exterior es una manta que protege el interior de la destrucción que domina el panorama.

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