domingo, 23 de junio de 2019

La vida de bohemia (1992)



El humor y el laconismo de 
Aki Kaurismäki hacen único y reconocible su cine; dan forma a sus películas, como también lo hace su admiración por determinados cineastas a quienes homenajea sin disimulo a lo largo de su obra fílmica. Ese humor se impone silencioso en la pantalla sin pretender ni esperar una carcajada; es irónico e igual de lacónico que sus personajes, forma parte de ellos, de sus vidas y de su desencanto. La fidelidad que se guarda a sí mismo, a su pensamiento y a su interpretación del cine, aleja a Kaurismäki de cualquier otro cineasta contemporáneo. Su cine es el de un bohemio que, como tal, nada a contracorriente o sigue su corriente. Prescinde de artificios y de verborrea que desvíen la atención sobre aquello que muestra en pantalla. Rechaza los discursos audibles y vacíos, no busca rostros atractivos y huye de los espacios lujosos porque sus antihéroes habitan en la marginalidad; son marginados, son los desposeídos. Se decanta por la austeridad que se observa en habitaciones pobres y mal iluminadas como las de La vida de bohemia (Boheemielämää, 1992), escoge, como en otros de sus films, la fotografía en blanco y negro para atrapar un París libre del <<tarjetapostalismo>> referido por Bresson en sus Notas del cinematógrafo y concede el protagonismo a tres bohemios que, aunque hablan algo más de lo común en su cine, se expresan desde el silencio y, desde el silencio, dan la espalda a un entorno deshumanizado. La transgresión de Kaurismäki no consiste en adelantarse a su época, ni en hacer ruido de fondo, la suya reside en evidenciarla y, para ello, se decanta por la sinceridad que se descubre en historias donde su presencia detrás de la cámara se mantiene oculta. No alardea, no pretende crear una obra maestra, consciente de que esta no nace por capricho del autor; no intenta transcender con rupturas formales que quizá nadie -ni los propios creadores- comprenda. Kaurismäki lo tiene claro, ante todo sabe qué decir y cómo decirlo: con sencillez y honestidad. Así establece conexión con su público, aquel que acepta comedia y tragedia como partes de la vida, de las existencias que, salvo en casos puntuales, en sus películas apenas tienen esperanza de encontrar un lugar o una oportunidad. La vida de bohemia no contempla dulcificar con falsas ideas de bienestar y solidaridad, salvo que esta última sea entre los marginados. No hay ni lo uno ni la otra, porque en la realidad que satiriza no existen más allá de momentos puntuales que lavan conciencias o de palabras que apuntan en esa misma dirección. El entorno no se compadece de los personajes, apenas sabe que existen, pero entre ellos sí observamos que se establece un reconocimiento mutuo que se convierte en amistad desinteresada: Marcel (André Wilms) y Schaunard (Kari Väänänen) no dudan en dejarlo todo e ir al encuentro de Rodolfo (Matti Pellonpää), expulsado de Francia por no tener papeles, o cuando ingresan a Mimi (Evelyne Didi) en el hospital, para abonar la factura, el trío de amigos venden cuadros, libros y el automóvil; sus únicas posesiones. Los tres son artistas -un escritor, un pintor y un compositor- sin dinero, solitarios, rebeldes con su tiempo, sin opciones de saborear ningún éxito, sea por su falta de talento o por la miopía de la época en la que viven. ¿Cuál es esa época? Podría ser presente o pasado, ya que Kaurismäki escapa del tiempo concreto para ubicar a sus protagonistas en un París atemporal, de locales y habitaciones grises, sin lujos ni comodidades, que no idealiza la vida bohemia, potencia el desencanto, las privaciones, la soledad de los personajes, de ahí que, aparte de la novela de Henri Murger, uno de los referentes escogidos por el realizador finés en La vida de Bohemia sea el Jacques Becker de Montparnasse 19 (1958).


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