viernes, 31 de enero de 2020

Os días afogados (2015)


Al volver la vista atrás, no descubro nostalgia, descubro que muchas cosas y momentos se han perdido por el camino, que otras han llegado, pero no las sustituyen, sencillamente son y, por el hecho de ser, también se perderán. La memoria permite olvidarlas y recordarlas, hacer y rehacer imágenes más hermosas o dolientes, evocarlas en soledad o en compañía, pero, lo ausente nunca volverá. Dicen que los tiempos cambian, y nosotros con ellos, aunque la expresión remite a un concepto concreto, a los cambios físicos, políticos, sociales y humanos que se producen a nuestro alrededor y que afectan de distinta manera a nuestra cotidianidad, a nuestras costumbres, impresiones y relaciones, a nuestras vidas. Algunos van borrando parte de aquello que llamamos raíces, otros son tan sutiles que apenas llaman la atención mientras se producen, y los hay tan evidentes que llegan a ser groseros e hirientes, aunque, más que nada, lo son por indeseados, porque implican el final de algo amado o de algo a lo que nos aferramos conscientes de que, salvo resignarse, nada se puede hacer para evitar la pérdida. Os días afogados (2015) se abre sobre las aguas de un embalse y el avance de una embarcación que se detiene. Desde ella, el narrador y guía lanza un anzuelo que se sumerge en busca de su pasado, que descansa en la profundidad donde yace su hogar. Desde este imagen, que no puede recuperar lo perdido, César Souto y Luis Avilés hablan de las raíces y, en esta cercanía, su documento habría gustado a Carlos Velo y a Chano Piñeiro, pero también hablan de una realidad que, desde la perspectiva de los afectados, remite a los cambios que conllevaron el final de una época. Las imágenes hablan de las gentes de Aceredo, Buscalque (Ourense) y alrededores, porque son las gentes de los pueblos anegados quienes hablan a través de ellas; con sus expresiones, orales y corporales, con sus costumbres, vestimentas, trabajo y actitudes cotidianas. Pero, en el presente, solo son recuerdos. No hay "morriña", no puede haberla donde no hay esperanza de un retorno. Hay tristeza y llanto por el paraíso perdido, al que nunca podrán regresar, aquel que fue y ya no será más. Lo que hubo permanece en la memoria de quienes lo vivieron y en las capturas de las grabaciones caseras del narrador y otras del pasado donde la poesía de lo cotidiano, la honestidad y un rural gallego ya inexistente adquieren armonía. Lo que hay es recogido en el presente por la filmación profesional de Souto y Avilés, una filmación que busca, quizá por momentos fuerce, la poética de lo humano, de la soledad y de la nostalgia del hoy hacia el ayer. La película cobra su transitoriedad entre el ayer y el hoy en el montaje de Cristina Liz Graña, que alterna los dos tiempos, provocando el transito temporal que, a la par, resulta evocador -las imágenes pretéritas, las palabras del protagonista en el presente, aunque se antojan forzadas por la lectura de un texto, la música de Ramón Orencio,...- y realiza un ejercicio de memoria histórica, etnográfica y humana. Como tal, expresa y representa circunstancias del momento que vive una comunidad rural frente a la amenaza del Desarrollo, imparable y deshumanizado, que cambiará sus vidas. Son los hombres y mujeres que se vieron y ven afectados por el embalse de Lindoso (Portugal), cuyas puertas se cerraron el 8 de octubre de 1992, recuerda el protagonista. De ahí que sea subjetiva y emotiva, también que tome partido, no en vano su crítica apunta a ese fenómeno transformador que ignora o no quiere saber de las gentes a las que afecta, a todos los anónimos y anónimas con nombre y rostros que sufren la pérdida, material y de identidad. En ocasiones quizá erremos al definir progreso, palabra que repiten varios afectados: <<é o progreso, que se lle vai facer>> (<<es el progreso, que se le va a hacer>>) o <<progreso marcha atrás>>. En realidad, ¿puede haber progreso sin avance humano? Lo que hay son grandes intereses que no contemplan los pequeños, los de esas personas que, mientras no llega el final anunciado, son y no son realmente conscientes del impacto y del alcance que la presa tendrá en sus vidas. Solo entonces lo sabrán con certeza, y de nada les servirá agotar las vías legales o sus protestas contenidas por las fuerzas del orden, pero ¿qué y quién es el orden que se les opone?, incluso declarándose en huelga de hambre. Os días afogados habla de esos dos tiempos, recuperando uno desde el otro, a partir de las imágenes grabadas por testigos y protagonistas de la cotidianidad, de los hechos y del final que se avecina, de cómo este les afecta, de como afecta la sombra proyectada por la construcción que cerrará sus puertas sin pensar en términos humanos. El gigante de bloques y de cemento nada sabe de emociones ni de sentimientos, ni del miedo ni del rechazo que produce, miedo y rechazo a perder cuanto poseen y conocen, cuanto creen conocer, miedo a no saber el que será de ellos y de ellas en otro lugar, fuera del valle que asumen existencial: casa, amistad, difuntos, familia, vida, cuna... En Aceredo han vivido ajenos a las circunstancias que, décadas atrás, derivaron en la presencia de la maquinaria y de los bloques que dan forma al muro que altera sus vidas y el paisaje que, años después, ya en el presente, una pareja contempla resignada y triste, mientras hablan del ayer añorado que vive bajo las aguas, de momentos que han hecho de ellos quienes son, de instantes y fragmentos de vida, del paraíso que, idealizado en su memoria, nunca volverán a ver. Lo saben y les aflige.

jueves, 30 de enero de 2020

El evangelio según san Mateo (1964)


<<El rechazo radical de la homologación de los lenguajes permitió a Pasolini
 identificar antes y mejor que los demás el riesgo de pérdida de identidad cultural como consecuencia del avance de lo que hoy llamamos globalización. Advirtió la presión del lenguaje tecnológico que, al uniformar las conductas y los productos de masa, destruía sus raíces culturales. Aunque a primera vista resulte sorprendente en un personaje tan provocativo y transgresor, su fuerte apego a la tradición pone de manifiesto un proyecto de recuperación de esas raíces, desde las populares a las áulicas. Precisamente esta actualización de la tradición preexistente —su recuperación de la tradición católica (El evangelio según san Mateo), clásica (Medea) y literaria (El Decamerón, Los cuentos de Canterbury), le ha valido a Pasolini la consideración de maître à penser>>. (1) Dicho <<proyecto>> empezó a cobrar forma en sus poesías en dialecto friulano y continuó en novelas, artículos periodísticos, obras teatrales, cine, y siempre en su modo de ser y de entender la vida. Su obra artística es de tal coherencia que los diversos campos de expresión practicados se convierten en unidad, que puede interpretarse como su cruzada (no violenta) contra la degradación que para él suponía la pérdida de las distintas identidades culturales y humanas, ya no solo las italianas, sino a nivel mundial.


Obviamente, Pasolini ni se creía un profeta ni un mesías, tampoco se comparaba con Jesús, pero sí encontró en la figura del nazareno a alguien que expresaba su discurso sin miedo y este discurso intentaba dar la alarma sobre la perdida de valores y de sentimiento, sustituidos por el culto a ídolos mercantiles y de poder. La figura de Cristo original encajaba dentro del pensamiento del autor de Acattone (1961), dentro de su humanismo, de su marxismo, de su radicalismo poético y de su <<proyecto de recuperación>> de raíces que evitasen el deterioro antropológico. El proyecto fue asumido por el poeta, ensayista, cineasta e intelectual en su literatura y en su cine, sin poses de divo que busca lucimiento. Nacía de su idealismo existencial y de su imperante necesidad de alertar sobre la compleja realidad social y antropológica que llegó a Italia con el Desarrollo de las décadas de 1960 y 1970, un Desarrollo en el que no vio progreso, vio amenazada la diversidad, la libertad del individuo y la supervivencia de la Cultura, no la burguesa de la clase dominante, sino la formada por las distintas culturas de pueblos y clases. Por descontado, pocos escucharon o no supieron decodificar sus palabras, más bien, a la mayoría no le interesó escucharlas, pues eran molestas.


De educación laica y de ideas utópico-marxistas, habría a quien le sorprendió que el realizador italiano encontrase en Jesús aspectos afines, como también los encontraría en la tragedia de Edipo y en otros singulares que asoman en sus películas. No se trataba de recrear a la figura venerada por la tradición católica, sino de mostrar al maestro que enseña a pensar (o hace pensar) y al revolucionario que denuncia la hipocresía de escribas y fariseos, así como la ceguera de un tiempo que ha perdido humanidad. El Jesús pasoliniano, que asume la imagen de Enrique Irazoqui y la voz de Enrico Maria Salerno (en su versión original), no busca simpatías entre la gente que le sigue o le escucha, busca autenticidad. Tampoco pretende que compadezcan su destino, aunque teme, lo acepta; ni quiere falsas promesas, menos aún pretende que lo adoren o lo colmen con bienes materiales. Quiere que los hombres y las mujeres recuperen la sensibilidad, que se recuperen a sí mismos, abracen su caridad y su calidad humana, y, para ello, propone un final. <<No vengo a traer la paz, sino la guerra>>. Dicho esto, matiza. Explica que ha venido a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre, pero no habla de enfrentamientos físicos ni violentos —como demuestra su orden de enfundar la espada cuando va a ser arrestado—, habla desde el simbolismo con el que introduce su mensaje de cambio, de recuperar el ser original. Esta figura nada tiene que ver con las expuestas por Nicholas Ray, Franco Zeffirelli o Mel Gibson; la de Pasolini no es un icono ni cinematográfico ni eclesiástico (asumido siglos después de la época expuesta), es el hombre que camina por espacios reales y espirituales, que camina entre los marginados a quienes habla y entre quienes deposita esperanza, les entrega su confianza. Se siente uno de ellos, sabe que es uno de ellos, y Pasolini también fue uno de ellos, vivió con ellos y conectó con las gentes y el mundo subproletario. De tal manera, el personaje y el autor también conectan, y está conexión cobra cuerpo fílmico en El evangelio según san Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964), un contacto que nada tiene que ver con el catolicismo. Pasolini encontró en su lectura del evangelio al hombre en quien lo sacro (que no eclesiástico) y lo humano se juntan para advertir el final de un etapa, y el comienzo de otra. Para ello, llama a la solidaridad entre los oprimidos, llama a cualquiera sin importarle el origen de clase o la posición económica, dice <<da a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios>>, y lo hace para dejar clara su postura, aunque sus oyentes no lo comprendan. Para Pasolini, al igual que Jesús en la frase anterior, lo político y lo sagrado son dos conceptos distintos, que no pueden asociarse, aunque la Iglesia y el Estado sí llegasen a un acuerdo siglos después de Cristo. Cuando Pasolini rueda El evangelio cree en la gente, en su progreso, que no confunde con Desarrollo, cree en la utopía marxista y en la posibilidad de recuperar los valores culturales que ve deteriorarse a su alrededor. Jesús entra en el templo y no puede evitar su frustración ante lo que contempla. Su reacción es coherente con sus ideas y se opone al mercantilismo que observa, se enfrenta a la ausencia de humanidad y a la presencia de la comercialidad que se ha apoderado del lugar sagrado.


Los mercaderes ya no existen en la Italia de la segunda mitad del siglo XX, pero la nueva economía de mercado se impone voraz y conlleva la pérdida que, para el responsable de Mamma Roma (1962), significa la homologación pretendida por el nuevo poder que todavía no sabe definir, ya que, al tiempo que nuevo, es inesperado. Esta pérdida la siente el cineasta, y la teme. Teme que se cumpla y que las gentes y los pueblos dejen de serlo. Sufre al pensar en el deterioro de la riqueza cultural y de la diversidad que los determina y hace únicos. Siente miedo y rechazo a la posibilidad de que los rostros y cuerpos que contempla se transformen en objetos del sistema global que borra identidades y culturas, para crear la cultura de masas. La esperanza de ver cumplida su utopía es uno de los fines de la obra de Pasolini, pero la suya no es una finalidad religiosa, aunque lo sagrado esté presente, tampoco es política (de intereses), aunque conlleve política. Su visión es proletaria, "predesarrolista", cultural y humanista. Y su Jesús es todo eso y, al tiempo, la figura que ve allí donde nadie lo hace y quien, rechazando la violencia y el hedonismo, desvela verdades del presente que le condenará por ser diferente, por ser capaz de pensar y no callar, por no acatar el orden impuesto por escribas y fariseos. Su diferencia y su disensión le convierten en una amenaza para los intereses de la clase dominante, pues ni su comportamiento ni sus prédicas son del gusto del poder corrompido que corrompe. El nazareno no busca sustituirlo por otro igual, por eso no podrán silenciarlo con bienes materiales. Esto ya lo demuestra en su encuentro con el diablo. No se deja seducir por las promesas de riqueza, placer y poder con los que le tienta. No los necesita, ni cree en ellos, pretende despertar la razón y el espíritu humanista de sus oyentes, quiere llevar luz a las tinieblas y, como consecuencia, no ha venido a traer la paz, sino <<a enfrentar al hijo con el padre y a la hija con la madre>>. Aunque, cuando enumera los mandamientos, contradice lo anterior con <<honrarás a tu padre y a tu madre>>, no existe contradicción, pues es consciente y coherente con ambas sentencias, en todo caso simbólicas —poner fin a la sociedad paternal que se ha pervertido y respetar a la persona, al origen, a lo que hay de sagrado en cada uno—, y con ellas evidencia su intención de un final sin violencia. A Pasolini le interesa el mesías inconformista con su época, el que habla con palabras, gestos y silencios, el que deposita sus esperanzas y enseñanzas entre quienes camina, el que escoge a sus discípulos entre jóvenes pescadores (subproletarios), y les ofrece la posibilidad de poner fin a la manipulación que ha sustituido referentes humanos por mercantiles.


(1) Marco A. Bazzocchi. Pasolini entre dos siglos. Mariano Maresca (Ed.). Visiones de Pasolini. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006.

miércoles, 29 de enero de 2020

Entre el ayer y el hoy: sobre Julio García Espinosa y el cine de Hollywood



Leyendo el libro que el Festival Internacional de Cine Iberoamericano de Huelva dedicó al cineasta cubano Julio García Espinosa (1) descubrí esta reflexión del propio realizador. Me pareció al tiempo sencilla y esclarecedora, una reflexión sobre el impacto de Hollywood en el cine, en el nacimiento del cine de consumo de masas. El responsable de Las aventuras de Juan Quinquín (1967) dice que <<el cine de Hollywood, salvo honrosas excepciones, ha hecho que el arte de este siglo se convirtiera en la más atrasada de las artes, en la más sofisticada de las opciones populistas. Le ha dado más importancia al negocio que al arte, a la tecnología que al ser humano, al espectáculo que a la realidad, al mercado que al artista, a la fama que al talento. Ha hecho que se confundan las innovaciones tecnológicas con las innovaciones del lenguaje cinematográfico. Se ha apoderado de los mercados del mundo entero, ha impedido una competencia en condiciones de igualdad, ha uniformado gustos. Hoy no hay escándalos artísticos; los escándalos pertenecen más a la vida privada de los artistas que a las posibles transgresiones de sus obras. A principios de este siglo el escándalo era en el arte un verdadero riesgo; hoy, los medios pueden magnificar cualquier insignificancia. Hoy tienen más divulgación las opiniones de las estrellas y hasta las de las top models, que la que tenían antaño, los escritores y filósofos. Todo este auge de la mediocridad se debe a la manipulación que han hecho de la llamada industria del espectáculo>>.


Habrá quien este en desacuerdo; bienvenida sea la disensión, la disparidad de opinión y el diálogo para llegar a alguna parte que no sea la misma de siempre: ninguna. Pero es innegable que el cineasta cree en sus palabras y que estas nacen de su interpretación de la realidad cinematográfica de la época que conoce, una realidad que no deja de ser similar a la actual, si nos atenemos a las carteleras de las salas de los centros comerciales adonde se acude ya no a ver cine, se acude por inercia comercial. García Espinosa no lo deja ahí, aporta su reflexión, para que otro tipo de cine pueda competir con el producto cinematográfico de consumo mayoritario en igualdad de condiciones, al menos en mejores condiciones de las que suele gozar o sufrir. <<El futuro dependerá de la alternativa que seamos capaces de levantar frente a toda esta atmósfera cerrada. Unir fuerzas con todos los marginados, inclusive con los propios Estados Unidos, que es, en estos momentos, y paradójicamente, donde radica el talento más innovador. Abrirnos al mundo, pero efectivamente al mundo y no solo al cine de las transnacionales. Defender la verdadera libertad de los mercados y del comercio. Rescatar la diversidad y la autenticidad indispensables para el desarrollo de este arte que nació con vocación democrática>>.


Los intereses de las personas difieren, así como la perspectiva y los conocimientos, esto es inevitable, necesario y ventajoso para el conjunto y el propio individuo, aunque haya quien no acepte o no comprenda ideas que contradigan las propias. En mi caso, si bien con matices, coincido con lo expresado por este cineasta imprescindible en la evolución de cine cubano, pero echo en falta que, aunque implícito, no nombre un factor determinante: el público al que va dirigido el producto. Mientras se deje seducir por la imagen que se publicita, sienta comodidad y vea cumplidas sus expectativas con las películas que le ofrecen u ofertan, el público no buscará alternativas, no sentirá la necesidad de buscar otro tipo de cine. ¿Por qué hacerlo? La respuesta es compleja y, posiblemente, no exista una válida, sino varias. Lo único que parece seguro es que el cine dominante seguirá dominando y relegando a otros cines a su condición minoritaria, a la minoría que pueda y quiera encontrarlo o hacerlo. Por otra parte, no solo el cine realizado en Hollywood apuesta por el consumo rápido y el beneficio inmediato. Emulando a la industria californiana, la mayoría de las cinematografías han hecho lo propio dentro de sus parcelas nacionales, más limitadas debido a la dificultad de distribución fuera de sus fronteras. Han imitado los modelos hollywoodienses (genéricos, de estrellas, formales o de producción, a menor escala) y, desde esos modelos asumidos como propios, han perdido parte de su identidad y han ayudado a fomentar esa <<mediocridad>> de la que habla García Espinosa, aunque yo la llamaría conformismo y desinterés —e incluso, en determinadas circunstancias, imposibilidad— por parte de quienes van al cine y de quienes hacen cine, lo llaman arte (aúno el popular y no popular) y no se arriesgan a dar un mínimo paso hacia cualquier otra dirección que no sea la establecida, dirección que tampoco tiene que ser (o verse reducida a) correcta o incorrecta, solo una distinta, que posibilitase nuevas conclusiones.


Pero esto que apunto fácil en lo escrito, es harto complejo en el mundo real, donde existen, coexisten y se enfrentan numerosos factores e intereses —la mayoría los desconozco, otros los intuyo y algunos creo conocerlos—, obstáculos que salvar y demandas que cumplir... Sin olvidar que no todo el cine comercial, por el hecho de ser comercial, carezca de calidad —hay <<honrosas excepciones>>—, ni que el "periférico" y el independiente sean arte o posean mayor atractivo —hay decepciones—, a fuerza de realizarse fuera o en los márgenes de la industria; pues, finalmente, sospecho que la suma de talento, dinero —no hablo de las cifras astronómicas que maneja el cine hollywoodiense—, empeño, riesgo, personalidad, creatividad, tener algo que expresar... determinan y distinguen una buena película más allá de su origen... A su reflexión, el realizador de Son o no son (1977) añade que <<Solo agregaría que las nuevas generaciones no dejen de relacionarse con el cine como un arte industrial. Esto no les impedirá asumirlo como se asume la poesía. Inclusive como la entendía Baudelaire: "La poesía es el reencuentro con nuestra infancia". O nuestro nobel caribeño Derek Walcott: "La poesía es excavación de uno mismo". Pero no separar industria y arte, es un desafío que valdrá asumir>>.


(1) Juan Antonio García Borrero (dir.). Julio García-Espinosa. Las estrategias de un provocador, pp.59-60. Fundación Festival Iberoamericano de Huelva/Casa de América, Huelva, 2001

martes, 28 de enero de 2020

Una tragedia japonesa (1953)


Cada época tiene su(s) crisis y cada época se enfrenta al que considera el peor momento de la Historia y, de hecho, quienes lo viven, así lo sienten. Más obvio que lo anterior resulta afirmar que los seres humanos existen y son en un tiempo concreto. Es una obviedad innegable, de modo que cuanto sucede afecta a sus vidas y genera impresiones que, a menudo, borra las que otros puedan tener. Ante dichas crisis, hay quienes piensan que nada se puede hacer, hay quien sí, y también quien afirma que, bajo distintas máscaras y regímenes, las crisis son la misma, la que remite a las insalvables diferencias socio-económicas. Durante el enérgico arranque de Una tragedia japonesa (Nihon no higeki, 1953) se suceden imágenes documentales y titulares de periódicos que apuntan la crisis que sufre Japón en los primeros años de la década de 1950. Keisuke Kinoshita introduce noticias del momento para recalcar la situación que se vive ocho años después de la conclusión de la guerra. Se trata de una crisis general, que se prolonga en la inestabilidad temporal que da pie a crímenes, alborotos y manifestaciones. El hambre, la presencia militar extranjera, la corrupción e inoperancia de la clase política también son señalados en esos breves e intensos instantes periodísticos que abren Nihon no higeki. Es la tragedia japonesa, es el presente que enlaza con el pasado inmediato, dos tiempos que el cineasta individualiza y humaniza en la cotidianidad de la familia Inoue, mediante sus privaciones y relaciones, mediante las distancias que separan a la madre de los hijos, al pasado del presente, y del futuro. El inicio, realista, crítico y contundente, señala una situación que afecta a toda la nación, pero Kinoshita centra su mirada en la realidad de Huroku (Yuko Mochizuki), la madre, de la hija Utako (Yoko Katsuragi) y del hijo Siichi (Masami Taura). Es un tiempo de desorientación, de búsqueda y de supervivencia, un tiempo en el que la familia amenaza romperse cuando Siichi decide ofrecerse en adopción a un matrimonio rico, porque este puede proporcionarle el futuro que desea y que siente imposible al lado de su madre (su pasado). En la escena en la que la acompaña a visitar la tumba del padre fallecido, durante o antes de la guerra, el joven da la espalda tanto a la tumba como a la madre. Su gesto físico enfatiza su postura existencial. Mira hacia adelante y le es imposible volver la vista atrás, al dolor y a los recuerdos desde los que mal juzga a quien le dio la vida, a quien sufrió el <<dolor más fuerte del mundo>>, aquel que <<solo pueden entender las mujeres>>. La tragedia de la guerra obligó a Huroku a sobrevivir trampeando, vendiendo en el mercado negro o sirviendo de entretenimiento a hombres que no dudaron maltratarla. Sus hijos o no conocen el alcance o son incapaces de comprender el sacrificio materno, su entrega, su amor, quizá porque ellos viven angustiados en sus problemas y les persiguen sus propios fantasmas. El de Utako la acompaña y asfixia desde el pasado hasta el presente en el que, buscando su independencia -acude a clases de inglés y de confección, gana dinero ejerciendo de modista y ahorra-, se ve acosada por la esposa de su profesor de inglés, y el de Siichi se encuentra en el mañana, en la apremiante necesidad de creer que su futuro será mejor lejos de la madre. Aunque se centre sobre todo en las experiencias de madre e hija, a lo largo de su metraje Tragedia japonesa vuelve a las imágenes documentales y a los titulares de prensa para insistir en el momento real que vive la familia (y todo Japón), pero también sirven para disminuir cualquier posible exceso de sensibilidad y dramatismo que conviertan al film en sensiblero, pues, Kinoshita, aunque consciente de establecer conexiones afectivas entre la protagonista y el público -testigo tanto de los hechos pretéritos como de los actuales-, no busca condicionar o jugar con la sensibilidad de quien contempla el film, sino que pretende exponer una realidad social general y cómo esta afecta a la realidad particular que singulariza en la familia Inoue, en su aflicción y la miseria que inevitablemente causa la ruptura del núcleo.

lunes, 27 de enero de 2020

La fiebre del ajedrez (1925)



Dudo que exista un libro sobre la historia del cine que no recuerda el nombre de Vsevolod Podovkin. De existir un estudio así, estaría cometiendo el desliz o el error de relegar al olvido a uno de los grandes cineastas del periodo silente. Del apartado dedicado al cine soviético desaparecerían sus grandes películas silentes —La madre (Matb, 1926), El fin de San Petersburgo (Koniets Santk-Petersburga, 1927) o Tempestad sobre Asia (Potomok Chingis-Khana, 1928)— y su importancia en el uso del montaje, a partir del cual creaba acciones paralelas o fragmentaba los acontecimientos expuestos desde diversos ángulos y planos. Pero, gracias a la conservación de sus películas, esto no sucede y la historia le reconoce sus méritos cinematográficos; por otra parte, incuestionables. Aunque se nombre en los libros, más desconocido es su contacto con la comedia en un cortometraje tan divertido e ingenioso como La fiebre del ajedrez (Shakhmatnaya goryachka, 1925). Pudovkin realizó esta burla a las modas tras haber trabajado de actor, decorador, asistente y guionista de Lev Kuleshov en Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques (Neobychainye priklyucheniya mistera Vesta v strane bolshevikov, 1924). Hasta entonces, su único contacto con la dirección se reducía a colaborar con Vladimir Gardin en el corto documental Golod... Golod... Golod (1921); de modo que podría decirse que su debut en la dirección cinematográfica se produjo en La fiebre del ajedrez, ficción burlesca en la que demostraba un excelente dominio de la edición y, desde esta, del ritmo de la acción.


La sátira, cuyos gags se suceden vertiginosos desde su primer minuto, se inicia con la sucesión de planos en un torneo de ajedrez. Son imágenes de jugadores y público, de hombres, mujeres y la niña que, ansiosos y febriles, presencian el campeonato en directo. Estas imágenes introducen la epidemia ajedrecista o, si se quiere, el sinsentido que cobra sentido en la realidad, cuando la "locura" se propagó entre la población moscovita durante la celebración del Torteo Internacional de Ajedrez en el que participaba el campeón mundial, el cubano José Raúl Capablanca, a quien se observa en la primera imagen del film. Este es el punto de partida aprovechado por Pudovkin y Nikolai Shpikovsky, suyo fue el guion, para exponer el <<juego de los sabios>> desde una perspectiva cómica e irónica que convierte al ajedrez en la contagiosa obsesión que se apodera de las masas. La moda arrasa en el recinto y en las calles, por donde se propaga cual fiebre que impide pensar y actuar fuera de la propia moda. Esta iguala al policía con el delincuente, al bebé con el abuelo; en definitiva, homologa y se apodera de cualquier transeúnte. Todos sucumben, salvo Vera (Anna Zemtsova), la joven que desespera mientras aguarda a que su prometido (Vladimir Fugel) haga acto de presencia. En una escena anterior, lo descubrimos en su cuarto, despeinado, desencajado en su impaciente ir y venir de un extremo a otro de la mesa donde juega contra sí mismo -lo hará a lo largo del metraje, pues existe una rivalidad interna entre el jugador y el amante-. Mueve las figuras sobre el tablero que acapara su total atención y pasión. No recuerda su cita con Vera, ni que es el día de su boda, tampoco que su habitación y su ropa rebosan gatos. Uno de los felinos provoca que descubra la nota donde lee la fecha del enlace. Su estado empeora, además, ante él, se abre la disyuntiva entre dos amores. Finalmente, se decide y abre la puerta de su armario. ¡Sorpresa! Solo contiene libros sobre el juego y el zapato que se calza antes de salir hacia su destino.


El montaje ha generado la sensación febril que anuncia La fiebre del ajedrez, pero son las situaciones las que desatan la comicidad e hilaridad que acompañan el tránsito a la casa de la novia. Durante este intervalo de magníficos gags que retrasan la llegada de muchacho, los responsables del film juegan con las imágenes, con los encuentros y con el espacio nevado. Emplean la burla y el humor y exponen a una población, incluido el bebé del carrito, entregada al ajedrez. Todo resulta caricaturesco, satírico, cómico, desde la secuencia de los carteles que publicitan el campeonato, y que alguien pega en una farola mientras el protagonista ve como a él se los quitan de las manos, hasta que se presenta ante su novia, pasando por la atracción magnética ejercida por el letrero de un escaparate. Este anuncio, que apela a una partida, ejerce sobre el protagonista una atracción que escapa a su control, como muestra el retroceso de las imágenes. El héroe había pasado de largo, sin embargo su pasión ajedrecística lo reclama y lo atrae hacia el local. Más espera y mayor desesperación en la heroína que, poco después, cuando por fin llega el novio, le muestra su malestar. El momento posee una comicidad innegable. Ella lo rechaza, él pide perdón. Él se arrodilla e implora, ella niega. Él saca un pañuelo de su bolsillo, ella ya parece dispuesta a perdonarle, pero él, en su mente descontrolada, ve las cuadrículas del estampado y no puede evitar echar una partida consigo mismo. Es la gota que colma la paciencia de Vera, quien, en su frustración justificada y monumental, arroja por la ventana todo lo relacionado con el ajedrez: libros, piezas, tableros de todos los tamaños, que caen en manos de nuevos obsesos que lo dejan todo para dedicarse a mover las piezas; incluso el invidente puede ver que en sus manos ha caído un manual que no pretende desaprovechar. La diversión y el ingenio dominan cada plano de La fiebre del ajedrez, cuya escasa media hora de metraje no tiene desperdicio, que avanza sobre el tablero de la risa, poniendo trabas en el amor de la pareja que decide separarse y, cada uno por su lado, poner fin a sus vidas. En su determinación, la heroína acude a la farmacia donde el empleado —atrapado en una partida— le entrega una pieza del juego en lugar de veneno, y el héroe se sienta sobre el puente desde donde piensa arrojarse a las frías aguas, pero ¿y si el amor es más fuerte que el ajedrez? Esa es su última esperanza.

sábado, 25 de enero de 2020

Emil y los detectives (1931)


El no tener acceso al guion de una película me imposibilita saber qué queda de él en resultado que luce o desluce en la pantalla, más allá de la idea que imagine a partir de lo que sé o creo saber acerca de quien lo firma, que no siempre resulta ser quien lo escribe, sobre todo si pienso en el Hollywood del sistema de estudios. Este no es el caso de Emil y los detectives (Emil und die detektive, 1931), cuyo guion fue firmado y escrito en la Alemania de la República de Weimar por Billie Wilder —que pasaría a la historia del cine como Billy—, que adaptaba la novela de Erich Kästner. Pero ¿qué hay de Wilder en el film de Gerhard Lamprecht? No voy a especular, ni caer en la alabanza fácil, hacia uno de los grandes guionistas y directores que ha parido el celuloide. Lo que me interesa es señalar que hay ironía —son los niños protagonistas quienes ostenta y sustentan el derecho democrático—, aunque no el cinismo ni la ácida ironía del Wilder posterior, y que cuanto observo en la película funciona; desde las interpretaciones hasta el ritmo escogido, pasando por el fondo musical, que obedece a las imágenes y varía según sus necesidades, y el uso de los espacios donde se desarrolla la trama. La narrativa cinematográfica de Lamprecht es ágil e imaginativa. Su puesta en escena, el uso de la cámara (en escenas filmadas en directo), la iluminación —luminosa en los niños, oscura y amenazante en el delincuente— y el montaje priorizan la perspectiva infantil y juvenil, priorizan la diversión y la aventura que, como tal, aboga por el movimiento y encuentra aliados impagables en la naturalidad y desparpajo de los niños y la niña protagonistas, que asumen características propias de su edad y de la adulta, aspectos que quizá encuentren su nexo en el cine y la literatura que consumen. Pero nada de lo expuesto en la pantalla funcionaría sin equilibrio entre situaciones, espacios y personajes, un equilibrio que no descubro en Curvas peligrosas (Mauvaise Graine, 1932), el primer largometraje dirigido por Wilder, y sí existe en este deambular infantil-detectivesco que, por momentos, siento influenciado por las sinfonías urbanas. Aunque dudo sobre si la aventura de Emil (Rolf Wenkhaus) nace de un sueño —de la prolongación del que experimenta en el compartimento del tren y del que no llegaría a despertar— o de la realidad que apuntan las tomas filmadas cual documental sobre Berlín.


Escoja una u otra opción, disfruto de la odisea berlinesa de Emil y los pillos que lo acompañan, también de su presentación en su medio natural, más pausado que el urbano, realizando una de las muchas travesuras que habría compartido con sus dos amigos. Este primer momento, en el que poco después se apunta la precaria situación familiar, y el interés de la cámara por los objetos que introduce en su maleta: una brújula, un tirachinas,... entre otros que definen al protagonista —recurso de presentación que
Wilder llevaría a su máxima expresión al inicio de La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970)—, antes de tomar el tren a la capital alemana, dejan claro que el desafío y las aventuras forman parte del muchacho. La información apunta la personalidad del niño, apunta que no se dejará amedrentar, ni permitirá que le roben los ciento cuarenta marcos que su madre (Käthe Haack) envía a la abuela (Olga Engl). Así, una vez despierta de su pesadilla -que nos llega a través de una sucesión de secuencias a cada cual más alucinada- y descubre que le han robado, Emil se apea en la estación y persigue al ladrón (Fritz Rasp), con quien compartía vagón y de quien, a desgana, aceptó un caramelo que sospechó somnífero. Es su aventura en la gran ciudad, donde los automóviles, el asfalto, los edificios y los peatones se suceden mientras él persigue al hombre hasta el café. Lo vigila a distancia, no quiere ser descubierto. En ese instante, agazapado detrás de un quiosco, solo y sin nada en los bolsillos, aún no sabe cómo actuar, pero no piensa rendirse, ni presentarse ante su abuela sin el dinero que tanto necesita, no por la cantidad en sí, sino por el duro trabajo realizado por su madre para reunirlo. Hasta este instante, Lamprecht ha apuntado varias circunstancias que remiten a la realidad, presentada mediante tomas documentales, pues, a parte de fantasía, Emil y los detectives no olvida la importancia de los espacios reales. El pueblo de Emil, el vagón del tren, las calles berlinesas,... son los de la época, son los escenarios por donde el héroe intenta su victoria, que logrará gracias a su encuentro con Gustav (Hans Schanfub), el muchacho de la bocina. Con él mantendrá sus disputas, por el amor de Pony (Inge Landgut), la prima del protagonista, y gracias a él conocerá a los detectives, el grupo infantil que, en su cooperación y organización, precede a los protagonistas de Clamor de indignación (Hue and Cry; Charles Crichton, 1947). El contacto de los dos niños resulta esclarecedor para mostrar las diferencias entre el campo y la ciudad, y la igualdad entre los pequeños. Gustav mira a Emil, observa su vestuario y le arregla la camisa y la chaqueta. Ahora ya parece un niño de ciudad, no un niño de provincias. La diferencia entre los dos espacios también se observa al comparar la tranquilidad del lugar natal del personaje con el bullicio urbano, pero lo que más llama la atención es la facilidad de los niños para conectar y entenderse, para organizar su aventura y asumirla como un proceso en el que todos intervienen, en el que cualquiera puede expresar su opinión sin censura, en el que unidos se hacen fuertes y logran reducir al criminal.

viernes, 24 de enero de 2020

Simone Signoret. Abriendo y cerrando puertas


Según la ubicación de quien la mire, cualquier puerta sirve de entrada o de salida, e igual, si es de cristal, está cerrada y recién limpiada, puede confundir e implicar el golpe de un personaje en una escena cómica de algún slapstick de un periodo previo. Pero ¿quién es capaz de recordar las que ha abierto o cerrado a lo largo de su vida? Dudo que alguien pueda, y soy consciente de la inutilidad de hacerlo. Pero si hablamos de puertas simbólicas, la cosa cambia. Metafóricamente, cerrar o abrir una, y dar el paso, quizá descubra a quien traspasa el umbral un mundo ignorado hasta entonces, con el cual, después de observarlo con o sin detenimiento, conectar, permanecer inmóvil, en la comodidad o en la indiferencia, o rechazarlo. Esto último implicaría dar media vuelta, volver al camino y buscar tras otra, pero en el caso de Simone Signoret hubo conexión inmediata con el espacio que se escondía detrás de la que abrió <<una noche de marzo de 1941>>,1 cuando, <<en lugar de coger el metro en el Louvre para Neuilly-Sablons, crucé la pasarela del Institut, subí por la calle Bonaparte y abrí la puerta del Flore. Tenía una cita con un muchacho. Yo no sabía que empujando una puerta penetraría en un mundo que iba a decidir el resto de mi vida>>.2 Su entrada en el local la contactó con el espacio que la actriz evoca en sus memorias como el entorno donde, sin pretenderlo, descubrió el ambiente artístico y cultural que, ocupado por artistas o aspirantes a serlo, influiría en su decisión de actuar. Aquel café se convirtió en una escuela y en un hogar. Y allí mismo, lo supo: quería ser intérprete. Puede que en aquel momento su intención solo respondiese al deseo o al sueño juvenil y no la posibilidad real de llegar a ser una de las grandes actrices francesas de la segunda mitad del siglo XX, pero lo fue, como corroboran sus actuaciones en La ronda (Le ronde, Max Ophüls, 1950), París, bajos fondos (Casque d'Or; Jacques Becker, 1952), Thérèse Raquin (Marcel Carné, 1953), Las diabólicas (Les diaboliques; Henri-Georges Clouzot, 1955), El ejército de las sombras (L'armee des ombres; Jean-Pierre Melville, 1969) o Policía Phyton 357 (Pólice Python 357; Alain Corneau, 1976). No obstante, su acceso al estrellato no fue instantáneo. Llevó tiempo, conllevó obstáculos que salvar y más puertas cerradas que abrir...



La puerta del Flore se había abierto para ella en marzo del 41, pero, nueve meses antes, en junio de 1940, París había dejado de ser una fiesta y no volvería a serlo hasta cuatro años después, en agosto de 1944. Las fuerzas militares alemanas habían ocupado la capital francesa y con ellas se instauró la sinrazón nazi que dio paso al colaboracionismo de las autoridades locales. Ambas circunstancias franqueaban la entrada cinematográfica a Signoret, cuyo origen medio judío le aconsejaba permanecer en el anonimato. Le advertía que cualquier intento de conseguir el carnet laboral sería un riesgo estéril. En este punto, consciente de que sin la acreditación se levantaba un muro entre ella y el cine, caminó sigilosa y encontró su acceso a rodajes donde trabajó sin acreditar -entre otros films, apareció de extra en Le prince charmant (Jean Boyer, 1942) o Les visiteurs du soir (Marcel Carné, 1942)-. Era un entonces de inestabilidad, de temor y de amenaza para muchos. Era la cotidianidad de la ocupación, pero la vida de la joven aspirante a actriz continuaba su curso y los encuentros seguían produciéndose. Unos pasaban de largo, otros marcaron su vida y su profesión, como fue el caso de Yves Allégret, su primer marido, quien en la posguerra la dirigió en Dédée d'Anvers (1948) o en Menéges (1950). Liberada Francia, el país miraba hacia un nuevo horizonte, de dudas, de ajustes de cuentas, de esperanzas, de reconstrucción y de necesidades. Urgía desenterrar la industria cinematográfica de los escombros bélicos, urgía recuperar el terreno perdido, y ahí estaba Signoret, más adelante formaría parte del multiestelar reparto de ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?; René Clement, 1966), para ser testigo y activo del momento histórico durante el cual su nombre empezó a dejarse ver en los créditos. Su deseo de ser actriz se había materializado. Era una estrella de la pantalla francesa e Yves Montand apuntaba a convertirse en el estandarte de la canción popular. Su encuentro se produjo en 1949. Fue un encuentro que cerró etapas y abrió la de su relación, que se prolongó hasta la muerte de la actriz en 1985. El nuevo rumbo les posibilitó trabajar juntos en el cine -Un matin comme les autres (Yannick Bellon, 1956) o con Costa Gavras en Los raíles del crimen (Compartiment Tueurs, 1965) y La confesión (L'aveu, 1970)- y en el teatro, medio en el que protagonizaron la obra teatral de Arthur Miller Las brujas de Salem, cuyos papeles repetirían en la adaptación cinematográfica que Raymond Rouleau realizó en 1957. Años antes, gracias a Macadam (Jacques Feyder, 1946) y Dédée d'Anvers, la actriz recibió una oferta de Howard Hughes, pero la firma del manifiesto de Estocolmo en 1950 echó el cerrojo a las puertas hollywoodienses. Así, entre ella y los Estados Unidos se levantó una barrera infranqueable. Hollywood le estaba vedado, y no sería hasta una década después cuando, gracias a su papel de Alice en la británica Un lugar en la cumbre (Room at the Toop; Jack Clayton, 1958), lo conquistó. Aunque no fue su primer papel en lengua inglesa -tal honor recae en la también británica Against the Wind (Charles Crichton, 1948)- su interpretación en el film de Clayton le abrió de par en par las puertas internacionales, aunque ella solo <<iba para rodar una película inglesa cuyo guion me había gustado mucho. Se titulaba Room at the Top. Fue debido a la tozudez de Peter Glenville que yo pudiera rodar aquella película y arrancar de nuevo mi carrera de actriz que ya parecía terminada>>.3 Si su papel de Alice es inolvidable, y fundamental para abrirle las fronteras estadounidenses y su etapa más internacional, no lo es menos el que asumió bajo la dirección de Jacques Becker. Ella fue y siempre será Marie "Casque d'Or", la mujer que da título a una película que <<es quizá la más bonita de mi vida>>,4 y en su momento una de las más ninguneadas en Francia; aunque, años después, París, bajos fondos sería revindicada y, no sin motivos, considerada una de las obras cinematográficas capitales del periodo que separa la posguerra de la aparición de la Nouvelle Vague.



1,2,3,4.Simone Signoret. La nostalgia ya no es lo que era (traducción de Ivonne Hortet). Argos Vergara, Barcelona, 1984

miércoles, 22 de enero de 2020

Un amor inmortal (1961)


En el desconocimiento internacional del cine japonés, y por merecimiento de los cineastas aludidos a continuación, cuando se hablaba (y se habla) de los grandes del cine "clásico" nipón solían salir a la palestra los nombres de Akira Kurosawa, Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu. Con un poco de curiosidad y fortuna se descubría el de Mikio Naruse, pero menos frecuentes resultaban los nombres de Teinosuke Kinugasa, Satsuo Yamamoto, Tadashi ImaiMasaki Kobayashi, Kaneto Shindô, Kon Ichikawa o Keisuke Kinosita entre otros imprescindibles previos a la irrupción de la heterogénea generación de los Nagisa OshimaYoshishige Yoshida, Shohei ImamuraSeijun Suzuki, cuyo impacto cinematográfico se dejó notar, y mucho, en la década de 1960. En el pasado, este desconocimiento, generalizado entre el público occidental, respecto a los directores y películas japonesas, estaría justificado en el difícil acceso a las obras de los nombrados, dificultad todavía existente, aunque mitigada por las nuevas tecnologías, las retrospectivas o la distribución actual en formatos domésticos inexistentes en épocas pretéritas. El descubrimiento de los realizadores aludidos permitió comprender que el cine del archipiélago no se reducía a los tres "grandes", y al "cuarto" en discordia, tan grande como aquellos, aunque no creo en una clasificación de grandezas. Existe grandeza en el cine y quienes la hacen posible. De ahí que, entre gustos propios y diferencias evidentes entre las películas, aprecie tanto un film de Ozu como uno de Naruse, aunque sus estilos e intenciones difieran. Lo mismo me sucede con Kobayashi o Shindô, disfruto sus películas igual que disfruto las de Mizoguchi, con predilección por el universo femenino, o Kurosawa, por el masculino. Recientemente, he vuelto a Kinoshita, a quien hace años encontré por primera vez en La balada de Narayama (Narayama bushi-ko, 1958), aunque tardé en profundizar en su cine. El acercamiento a su obra me ha permitido descubrir a un cineasta de excepcional delicadeza y, a la vez, vigoroso. Es delicado con sus protagonistas, con las imágenes que no fuerza, con el uso de la cámara, que, como maestro japonés clásico, ni delata su presencia ni presume de su buen hacer, y con los espacios por donde transitan las vidas corrientes de personajes que viven la cotidianidad en la que esperan y desesperan. Pero es contundente en su postura, desde la cual concede el protagonismo a la mujer y a su situación en la sociedad japonesa. No lo hace como Naruse, más amargo en su visión del patriarcado que denigra a la figura femenina que sube la escalera, lo hace como Kinoshita.


Esta idea, la de estar frente a un cineasta con estilo y discurso propios la introduce la madre de 
El adiós de un hijo (Rikugun, 1944), la confirman la profesora de Veinticuatro ojos (Nijushi no hitomi, 1954), las alumnas que se rebelan en Jardín de mujeres (Onna no sono, 1953) o la hija y la madre que se distancian en Una tragedia japonesa (Nihon no higeki, 1953), y la reafirma la protagonista de Un amor inmortal (Eien no hito, 1961). Una idea en la que la cotidianidad de la mujer japonesa se convierte en el eje central de sus historias humanas, mezcla de melodrama y realidad, de tradición y de intento de modernidad. La mujer japonesa en Kinoshita se convierte en el pilar sobre el que todo gira. Ella es la figura que permanece. No se trata de una heroína trágica ni visceral, ni el ideal de Mizoguchi ni la portadora del pesimismo con el que Naruse observa la sociedad de su época. Es la mujer corriente, una que sufre la resignación de saber que la obligan a resignarse, cuando no la empujan hacia la idea del suicidio. Más que heroínas son madres, esposas, hijas, son hermanas de padecimiento de la protagonista de Un amor inmortal, son pasado, presente y un puente hacia el futuro de Japón. Sadako (Hideko Tanaka) hereda el primer tiempo, vive en el segundo y resulta fundamental para la esperanza de un tercero diferente, uno que la libere y libere, aunque ella permanezca en la inmovilidad en la que se encuentra atrapada. Las llegadas y las partidas son constantes a lo largo del film, solo Sadako permanece en la aldea donde se desarrolla la acción, y donde ella es el alma, la dignidad y la generosidad, la mujer y la madre que resiste con entereza, el pilar que sostiene, la amante que no puede vivir su amor, la hija que acata la decisión paterna —de un padre que no podrá desprenderse de la culpabilidad, ni del servilismo en el que, en un segundo plano, permanece durante todo el metraje— y la víctima incapaz de olvidar ni perdonar la afrenta sufrida. ¿Cómo iba hacerlo, si su oportunidad de plenitud le fue robaba antes de nacer y de ser forzada, ya no por un solo hombre, sino simbólicamente por la sociedad patriarcal y, prácticamente, feudal de la cual forma parte, pero en la que su voz apenas cuenta?


Kinoshita
divide la historia de Sadako en cinco capítulos, que sitúa entre 1932 y 1961. Son tres décadas que Un amor inmortal recorre sin moverse del espacio donde el realizador ancla a la protagonista, pero que muestra aspectos tanto de la aldea como del exterior —gracias a las llegadas y partidas anteriormente señaladas—. El inicio desarrolla el desfile que celebra el regreso de Heibei (Tetsuya Nakadai) de China, herido de guerra y amargado por la herida que llevará a perpetuidad. Posteriormente, Takashi (Keiji Sada), el joven granjero a quien ama la protagonista, hace lo propio, aunque su regreso como héroe poco le vale. Este estatus es efímero y no puede borrar su origen campesino. No deja de ser un arrendado, no puede, y, por lo tanto, es un siervo, certeza que influye en su decisión y, en parte, provoca que el amor que le une a Sadako no puede triunfar en un instante donde el sistema, representado en Heibei y en el padre de este, se impone y sostiene en la tradición. Heibei desea a la joven y la obliga en un arrebato de violencia sexual. Sadako nada puede hacer ante la agresión. No tiene opciones, ni antes, ni durante, ni después de la violación, salvo el suicidio o convertirse en la esposa de su agresor. Sabe que no podrá recuperarse de la herida moral y física sufridas. Por eso, decidida a poner fin a la humillación y al sufrimiento, corre hacia el río de donde la salva el hermano de Takashi. Su intención, no consumada, confirma que no está dispuesta a someterse, como corrobora su posterior intento de fuga con su amado —aunque finalmente este no se presente en el lugar de encuentro— o con los treinta años de odio y discusiones en un matrimonio que apunta las diferencias de clase y la evolución en los tiempos expuestos. La historia de Kinoshita avanza y se detiene en 1944, 1949, 1960 y 1961. Son cuatro paradas temporales en las que nada parece haber cambiado, y sin embargo los cambios son evidentes, más allá de los físicos en los personajes o de la evolución en los hijos, que, cada uno a su manera, dan la espalda al pasado, aunque existe algo que permanece inmutable: la figura de Sadako, su fuerza, su generosidad, su entrega, su condena, su amor, su intemporalidad...

martes, 21 de enero de 2020

Ángeles sin paraíso (1962)



En sus películas, tanto como realizador-productor o solo como productor, Stanley Kramer se mostró comprometido con su época, progresista o inconformista si uno quiere verlo así, aunque ni fue transgresor ni subversivo. Diré que sus películas lo desvelan liberal, aunque conservador a la hora de exponer en la pantalla temas incómodos o tabúes para la sociedad de su momento: el racismo, la amenaza nuclear, los traumas de la guerra o la situación educativa y humana que afecta a las niñas y niños de Ángeles sin paraíso (A Child is Waiting, 1962). Sus films apuntan fino, pero sus flechas se quedan a medio camino. Aunque lo aparenten, no traspasan límites establecidos en su tiempo, como sucede en este film realizado por John Cassavetes que, por su temática y por su montaje final, es tanto o más una película de su productor que de su director. Convencido por KramerCassavetes aceptó dirigir un guion ajeno, escrito por Abby Mann, cuyo anterior trabajo con el productor había sido la exitosa Vencedores o vencidos (Judgement at Nuremberg; Stanley Kramer, 1960). Fue la primera y penúltima ocasión en la que el responsable de Sombras (Shadows, 1958) no escribió el guion a filmar y, aunque en cierto modo la propuesta encajaba dentro de sus intereses, la experiencia no le resultó positiva, aunque sí le descubrió la imposibilidad de encontrar independencia creativa dentro de la industria cinematográfica. Ante todo, el cine de Cassavetes vive en la sinceridad del momento, no busca el impacto, ni el artificio con el que condicionar al público, alterando y forzando los sentimientos, las emociones y las relaciones de sus personajes. Los sentimientos de los personajes y las relaciones humanas en la obra de Cassavetes son prioritarios, pero no los fuerza, deja que fluyan naturales en el instante que acontece en la pantalla. En este film también son prioritarios, aunque condicionados, lo cual la convierte en la película menos Cassavetes del director de Noche de estreno (Opening Night, 1977). La perspectiva de Kramer se impuso en Ángeles sin paraíso, que aborda la situación de los niños con discapacidades intelectuales, cuyo protagonismo se ve reducido respecto a los adultos protagonistas, aunque Cassavetes les concede voz y presencia constantes. El cineasta expone los hechos desde las tres partes implicadas, con sus correspondientes variantes según quien sea el personaje. Hablan los profesores, las madres y padres -en los personajes de Gena Rowlands, Steven Hill y Paul Stewart- y concede el silencio a Reuben (Bruce Ritchey), para que exprese, sin palabras, su sensación de abandono y la necesidad de los niños de ser reconocidos, queridos y aceptados dentro de la "normalidad" que las miradas de pena, de conmiseración, que solo hacen sentir mejor a quien así mira (pero que no aporta avance alguno), les niega. La sociedad piensa en ellos como enfermos y los condena a ser vistos como tales, incluso los propios padres y los profesionales así lo asumen -en la analepsis que introduce el historial clínico y familiar de Reuben-. <<Su hijo sabe lo que es ser diferente. Aquí no se sentirá diferente>>, dice el doctor Clark (Burt Lancaster), consciente de que la diferencia a la que alude —cuando intenta tranquilizar la conciencia de un padre que acaba de internar a su hijo— no enriquece, aísla.


Los tiempos han cambiado desde que Cassavetes rodó el film, la perspectiva social también, lo mismo que la situación educativa y los términos empleados. Como consecuencia, la película tiene su efecto en su tiempo, aunque, vista hoy, permite descubrir las diferencias y semejanzas entre el ahora y el pasado expuesto. Pero, en su momento, a Cassavetes le interesaban los personajes, el cómo se enfrentan a la impotencia y a egoísmos propios —la madre y el padre de Reuben—, a la desorientación —Reuben—, a lo que ve, siente e interpreta el personaje de Judy Garland. Un aparte merece el personaje de Burt Lancaster, que apunta detalles que lo sitúan un paso por delante de sus contemporáneos, a pesar de que también piense en sus alumnos como enfermos. Entregado a su trabajo, no se plantea que sus métodos puedan ser erróneos, cree en lo que hace, cree en la posibilidad de ofrecerles un futuro mejor y, para ello, pone en práctica una enseñanza-aprendizaje basada en la disciplina y en potenciar destrezas y capacidades que permitan al alumnado valerse por sí mismo. El objetivo de la pedagogía de Clark es la independencia del sujeto, pues la considera vital para que los niños puedan enfrentarse al futuro que les aguarda. Parte de su discurso se basa en el desarrollo de la confianza y de las habilidades, pero su pensamiento está condicionado por teorías, ideas y nociones de la época. Esto no resta que sea un buen profesional, exigente, severo cuando debe serlo, entregado a su labor docente y comprensivo con pequeños y mayores —su relación con Jean Hansen (Judy Garland), a quien da empleo y, posteriormente, anima y encamina hacia la docencia. En definitiva, Ángeles sin paraíso plantea una situación social, familiar y educativa de gran complejidad, que Cassavetes singulariza en la institución dirigida por Clark y en la familia Widdicombe, aunque, técnicamente sin tacha, no disecciona los aspectos que señala, algunos incluso desaparecen después de ser apuntados —entre otros, la relación entre la administración y el sistema educativo. Tampoco los personajes dejan de ser tópicos y la intención crítica acaba por diluirse en la búsqueda de un equilibrio que remite a Kramer, el equilibrio entre el cine del productor independiente y el comercial, el productor que intenta expresarse, pero que necesita contar con el beneplácito del público, y esto suele lograrse ofreciéndoles estrellas de celuloide y comodidad.