La tendencia a ningunear, en ocasiones descalificar, el cine español realizado durante la primera década de la dictadura no ha ayudado a la hora de valorar (sin caer en prejuicios) las principales obras de cineastas claves en la supervivencia del cine de posguerra, marcado por la censura impuesta por el régimen, por la avasalladora y no siempre acertada presencia de las producciones hollywoodienses en las mejores salas comerciales y por las limitaciones económicas de un país desangrado que tardaría décadas en recuperarse de las heridas provocadas por su Guerra Civil y por la represión que la seguiría. Queda claro que el franquismo afectó y limitó a todos los ámbitos socioculturales españoles, con leyes nefastas como las que pretendían proteger el cine autóctono y la estrechez de miras que fomentó las películas bélicas propagandísticas, el drama histórico no menos panfletario, comedias escapistas y melodramas de supuesto prestigio, aunque carentes de sustancia. Aun así, hubo películas destacadas y cineastas que merecen nuestro reconocimiento; uno de ellos escribía críticas cinematográficas durante la Segunda República, antes de su toma de contacto con la dirección en varios documentales propagandísticos para ambos bandos enfrentados en el conflicto civil. Rafael Gil no alcanzó su madurez artística hasta los primeros años de la posguerra, en comedias de narrativa ágil, no exentas de cierto pesimismo en su visión de la España de aquel entonces, como delatan la oscura El hombre que se quiso matar (1941) o la aparentemente frívola Huella de luz (1943). Pero avanzada la década, el cineasta madrileño se distanció del humor para centrarse en adaptaciones literarias de novelas de Pedro Antonio de Alarcón o Armando Palacio Valdés en El clavo (1944), La pródiga (1946), La fe (1947) y otros dramas que seguían la moda del momento, aquella que pretendía dotar al cine autóctono de cierto aire intelectual adaptando a la gran pantalla obras de mayor o menor renombre, entre ellas la inmortal El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. En 1947 se cumplía el cuarto centenario del nacimiento de Miguel de Cervantes Saavedra y, como parte de la conmemoración del natalicio del autor más famoso en lengua castellana, la productora valenciana CIFESA puso en marcha el primer largometraje español que adaptaba El Quijote, el cual corrió a cargo de Gil, quien, de notable cultura y conocedor de la obra cervantina, asumió para la empresa presidida por Luis Casanova la complicada labor de trasladar las aventuras quijotescas a la pantalla. En apariencia fiel a las páginas cervantinas, en la mente del responsable de Viaje sin destino (1942) no cabría otra posibilidad, el resultado no satisface por completo, al ser una sucesión cinematográfica de las desventuras y encuentros relatados por Cervantes en sus dos libros. Y no satisface porque el don Quijote (Rafael Rivelles) y el Sancho Panza (Juan Calvo) de Rafael Gil acaban siendo caricaturas insustanciales de las originales caricaturas descritas por el escritor complutense. La negativa a distanciarse del contenido de la obra provoca en Don Quijote de La Mancha la falta de frescura de su original, desaprovechando entre otras cuestiones la presencia de un espléndido elenco y las posibilidades de una novela que ofrece múltiples posibilidades e interpretaciones, más allá del loable empeño del realizador de no perderla de vista. De hecho, la respetuosa intención de Gil, la de trasladar a imágenes la lectura del clásico cervantino desde la fidelidad al texto escrito, se impuso a su narrativa cinematográfica, una de las más destacadas dentro del cine español de la década de 1940, generando la irregular sucesión de los episodios que, sin necesidad (los personajes hablan por sí mismos), fuerzan la humanidad de antihéroes tragicómicos como el ingenioso hidalgo manchego y su fiel Sancho.
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