Drácula (1931)
Abrir el ciclo de terror de Universal Pictures de la década de 1930 ha conferido a Drácula (1931) una popularidad que sobrepasa su calidad cinematográfica, pero, alejándonos del puesto que ocupa en la historia del cine y ateniéndonos a la versión estrenada, ni se encuentra entre el mejor terror del estudio fundado por Carl Laemmle ni tampoco entre lo mejor de ese gran director llamado Tod Browning. Quizá, consciente de no haber podido realizar la película que deseaba hacer (la productora hizo numerosos cambios ajenos a Browning), sus personajes quedan definidos por una linealidad inusual dentro de su cine, el realizador retomó la figura del no muerto en La marca del vampiro (Mark of the Vampire, 1935), aunque esta tampoco nos da una idea del sobrado talento de un cineasta que en películas como La parada de los monstruos (Freaks, 1932) se adelantó a su tiempo. No obstante, gracias al éxito de Drácula, la empresa, por aquel entonces todavía en manos de la familia Laemmle, con Carl Junior ejerciendo de productor, apostó por los monstruos legendarios en una serie de películas que se convirtieron en indispensables dentro del fantaterror. Pero debido a la intervención de terceros, el Drácula de Browning no parece de Browning: ni es un film transgresor ni expone con brillantez las sombras que habitan en ese rincón del cerebro humano dominado por los claroscuros que el autor de Garras humanas (The Unknown, 1927) supo plasmar en sus películas protagonizadas por Lon Chaney. Esta ausencia de conflicto provoca que la película carezca de la vigencia de otras compañeras de ciclo, sobre todo de su obra cumbre La novia de Frankenstein (The Brige of Frankenstein; James Whale, 1935), aunque es probable que ya estuviera desfasada en su momento. Aun así, destaca la presencia de Karl Freund a cargo de la fotografía, también aciertos cinematográficos como el no reflejo del vampiro en el espejo de una cigarrera o la estética que, condicionada por su escaso presupuesto, orientaría la de los posteriores films de Whale o del propio Freund. El conde transilvano interpretado por Bela Lugosi merece una mención aparte, no por la limitada interpretación del actor, pero sí por sus primeras palabras <<Yo soy Drácula>>. En ese instante nace el mito y Lugosi se convierte en el primer Drácula oficial de la historia del cine, un vampiro cuya elegancia lo alejaba del no menos mítico conde Orlak de Nosferatu (Friedrich M. Murnau, 1922). Desde esa secuencia, la imagen del actor quedaría asociada al personaje, como también el personaje se convirtió en parte de él, de hecho, antes de esta libre adaptación cinematográfica de la novela que Bram Stoker publicó en 1897, Lugosi había interpretado al personaje sobre las tablas y, cuando tuvo conocimiento de que iba a ser trasladado a la gran pantalla, no dudó en cartearse con la esposa del escritor para insistir en que él era Drácula. Finalmente se hizo con el papel y el ilustre vampiro cobró sus formas, sus movimientos de manos y su mirada. Sin más emociones que su sed de sangre y su deseo por Mina (Helen Chandler), el vampiro carece de la ambigüedad de la criatura de Boris Karloff en Doctor Frankenstein (James Whale, 1931), pero también difiere en otros aspectos: el conde transilvano es el personaje central de la trama y en él se representa el mal por el mal, quizá porque su maldad es su condena, aunque en ningún momento se aflige por ello, algo que sí le sucede a la criatura frankensteiniana, condicionada por el rechazo que genera, por su inocencia y por su despertar a la violencia.
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