Hito del cine mauritano, del que, descontando los nombres de Mel Hondo y Abderrahmane Sissako, apenas nada conozco, Timbuktu (2014) se abre a la realidad de un pueblo que teme, pero que no se rinde ante la ocupación que sufre a manos de extremistas que emplean su interpretación de las leyes sagradas para someter e imponerse. Pero lo que podría haber sido una película que inflase su dramatismo para recalcar su denuncia, en manos de un humanista veterano como Sissako se convierte en un espacio cercado por el horror donde se produce un enfrentamiento de opuestos: la libertad y su ausencia, la intolerancia frente a la tolerancia -que observamos en la postura abierta al diálogo del imán local (Adel Mahmoud Cherif), que se contrapone al jefe extremista (Salem Dendou) que semeja escuchar sus palabras, pero no quiere comprender qué pretende decirle-, lo visible y lo que se esconde detrás de la idea que se impone a la fuerza como única vía posible, sin analizar su razón de ser ni los intereses que oculta. La propuesta de Sissako no pretende las lágrimas ni la conmiseración del público, intenta, y considero que logra, exponer los hechos que afectan a un entorno y a las personas que descubrimos en la ciudad maliense de Tumbuctú, ocupada y oprimida, y en el espacio abierto donde habitan Kidane (Ibrahim Ahmed), Satina (Toulou Kiki), su hija Toya (Layla Walet Mohamed) y el pequeño Issam (Mehdi AG Mohamed). Esta familia, nómada y ganadera, ha levantado su hogar en las solitarias dunas cercanas al río donde beben sus vacas y donde inicialmente viven al margen de los acontecimientos urbanos que el cineasta mauritano intercala con la intimidad familiar. De esta manera, la amenaza se cierne sobre el pacífico núcleo, una amenaza que ha dejado de serlo en la ciudad donde los fundamentalistas campan a sus anchas, con sus teléfonos móviles, conversando entre ellos, desconociendo el idioma local, y dispuestos a emplear la fuerza que apunta en sus automáticas y en sus vehículos todoterreno. Su estampa y su carácter, unidos al deseo que les despiertan mujeres locales, solteras o casadas, lleva a pensar que someten con el fin de hacer cuanto les plazca, porque, en realidad, ¿cuál es la idea que les ha llevado hasta allí? Probablemente ninguno sepa contestar, al menos, no con claridad, ni de forma dialéctica y pacífica, y es precisamente esto lo que confiere mayor fuerza dramática a Timbuktu. Así intuimos que es su humanidad, y no la religión, la que descarta cualquier opción ajena a la suya. Es la intolerancia, característica humana extrema llevada a su máximo extremo. De ese modo prohíben jugar al fútbol, azotan a quien osa contradecirles, aunque los niños se las ingenian y fantasean con una pelota imaginaria, obligan a las mujeres a llevar velo y guantes, orden que la vendedora de pescado desacata porque necesita sus manos desnudas para trabajar, y por su desobediencia es arrestada, empujan a una madre a entregar a su hija en matrimonio o deambulan por las calles, megáfono en mano, proclamando que el adulterio es el pecado más grande, y merecedor del castigo sufrido por la pareja que entierran hasta el cuello y lapidan hasta la muerte. La humanidad del invasor no evidencia aquellos aspectos que suelen venir a nuestra mente cuando evocamos dicha palabra, sin embargo, tanto el dogmatismo como la intransigencia exhibida -que excluyen cualquier punto que no coincida con el suyo- son de exclusividad humana, de aquello que podría llamarse inhumanidad. A medida que Timbuktu avanza se cierra entorno a Kidane y familia, consecuencia de una muerte fortuita que elimina cualquier posibilidad de escape. En su juicio, tras matar accidentalmente al pescador, el ganadero muestra arrepentimiento, aceptación de culpa, intención comunicativa y nostalgia de la cotidianidad que ya sabe perdida -su mujer y el rostro de su hija-, aquella cotidianidad que ha sido alterada y sustituida por la visión y los deseos, única y únicos, de sus jueces y verdugos, representantes de cualquier cruzada emprendida a largo de la historia, perspectivas extremas que no contemplan la posibilidad de que otras ideas, creencias y comportamientos puedan existir libres, en este caso, por las dunas y por la hermosa ciudad maliense donde el drama y la ocupación se convierten en injusticia mundana, que no divina, y humana.
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