La presentación de Somerset (Morgan Freeman) no puede ser más cinematográfica: se mira al espejo, ve qué todo está en orden, y David Fincher lo aprueba y muestra un plano de la mesa donde, cada día, el policía coloca su placa, su navaja, su estilográfica... Todo lo que vemos en cuestión de apenas un minuto nos define la personalidad del personaje: meticuloso, ordenado y, pronto lo sabremos, culto. Pero William Somerset también es un policía cansado, escéptico y desencantado como consecuencia de una ciudad y de un ambiente que desea dejar atrás. Sin embargo aún le queda una última semana de trabajo, siete días para poner al tanto a David Mills (Brad Pitt), el joven detective que ocupará su puesto, y a quien Fincher presenta asumiendo la impaciencia del personaje: sube corriendo las escaleras, pregunta por Somerset y dice que está dispuesto a empezar. También aquí quedan definidos algunos de los rasgos del joven detective: impaciente e impulsivo.
Como cinco años antes lo había hecho El Silencio de los Corderos (The Silence of the Lambs; Jonathan Demme, 1990), Seven (Se7en) asumió un estilo propio dentro del thriller de asesinos en serie, que encuentra su mayor acierto en la omisión de los asesinatos que la pareja protagonista investiga y en esa cámara que siempre llega tarde, cuando el crimen ya se ha cometido, y muestra el escenario manipulado por un psicópata que ofrece pistas que no hacen más que conducir a otras. Omitir los homicidios se convirtió en una herramienta esencial para que David Fincher jugase con el espectador, de igual modo que John Doe lo hace con los dos agentes, que solo saben que se trata de un tipo metódico, sádico y, lo peor de todo, paciente; como comprenden al descubrir a la víctima de la pereza. Siete son los días de la semana, siete son los pecados capitales y siete son los crímenes que Somerset augura; ese convencimiento le impulsa a rechazar el caso, porque es consciente de que será una investigación larga y complicada, y debe ser el primer caso de Mills. Sin embargo, sus intenciones se encuentran entorpecidas por el juego del asesino en serie y por sus treinta y cuatro años de servicio, toda una vida que le empuja a ayudar al recién llegado. Pero, a medida que descubren los crímenes, ambos comprenden su incapacidad para adelantarse y frenar el macabro espectáculo que el desconocido ha preparado para ellos. Esta certeza les afecta de distinta manera, mientras Somerset duda que la investigación llegue a buen puerto, la idea contraria se apodera de Mills, aferrado a su promesa de atrapar a un asesino que sigue una pauta literaria para castigar a quienes considera merecedores de su sadismo, que se observa en las fotografías, en los objetos o en las escasas pruebas que los investigadores hallan en los lugares de los hechos. Así pues, tomando como punto de partida lo sugerido, las evidencias y los cuerpos torturados producen mayor desasosiego que el hecho no mostrado, porque el espectador y los detectives imaginan el horror y el sufrimiento de las víctimas. Mientras, la lluvia continúa cayendo sin limpiar las calles, dominadas por las tonalidades grises de la acertada fotografía de Darius Khondji, la cual juega un papel vital a la hora de transmitir las sensaciones de frustración, impotencia y rabia que se afianzan en la pareja de policías, porque, allí donde miren, por ningún lado asoma el atisbo de luz en un caso que también afecta a sus vidas privadas.
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