El círculo del poder (1991)
El regreso de Andrei Konchalovsky a la Unión Soviética después de su experiencia en Hollywood, donde rodó El tren del infierno (Runaway Train, 1985) o Tango & Cash (1989), se saldó con un film que se promocionó como el primero rodado en el interior del Kremlin. Pero, salvo por la apertura soviética —fruto de la perestroika y del colapso del sistema comunista— y por la publicidad que pudiese generar el anuncio del escenario real, este no resultaba ni resulta significativo para los temas que el realizador moscovita plantea a lo largo de El círculo del poder (The Inner Circle, 1991). En realidad, no importa si la ubicación es o no un escenario real, pues da igual que sean los pasillos del auténtico Kremlin o uno de decorado. Konchalovsky no pretende realidad, sabe que solo puede representarla. Le interesa que las emociones y los sentimientos sean verídicos, para expresar y generar un momento, una historia y unos personajes a través de los cuales desvelar algo más que los distintos instantes expuestos dentro y fuera de la sede del gobierno —el edificio donde vive el matrimonio protagonista, los orfanatos donde se condicionan a los hijos de supuestos enemigos de la patria o el tren donde Beria (Bob Hoskins) se encapricha de Anastasia (Lolita Davidovich)—, durante el periodo que abarca desde 1939 hasta el 5 de marzo de 1953 (fecha del funeral de Stalin). Aunque pueda parecerlo, Konchalovsky no se detiene a juzgar a Stalin, de eso se ha encargado la historia (aunque, una vez muerto, que aireasen públicamente sus crímenes, no afectó al líder bolchevique), sino que el cineasta se muestra crítico con los Ivanes: los millones de ingenuos que en su ceguera y en su miedo a Stalin, permitieron y apoyaron con su impasibilidad (permisividad y sumisión) y su silencio el sistema de terror y los crímenes que se produjeron, siendo al tiempo víctimas, esclavos y cómplices.
El autor de Siberiada (Siberjada, 1978) deja clara su postura, muestra a Ivan Sanshin (Tom Hulce) decantándose por vivir en una fantasía, antes que abrir los ojos y reconocer la pesadilla de la que quiera o no es consciente desde el primer momento. Esto queda claro en su miedo, cuando dos agentes de la NKVD lo sacan de su habitación a altas horas de su noche de bodas con Anastasia, después de que hubiesen arrestado a su vecino, acusado de traidor al pueblo soviético. Ivan es conducido al Kremlin y en todo momento siente temor, hasta que comprende que le han llevado para proyectar películas a Stalin (Alexandre Zbruev), el amo y el padre de todos los soviéticos. A partir de ese instante, su vida cambia, se transforma en la fantasía que le protege o con la que se protege de la realidad que le rodea, la de un país esclavizado donde proliferan los delatores, las víctimas y los enemigos inventados. En una escena, ya en la segunda parte del film, con la Segunda Guerra Mundial de telón de fondo, Ivan asume que es culpa suya la situación por la que atraviesa su relación con Anastasia. Se reencuentran un año después de su separación. Ahora ella está embarazada y, ya en su cuarto, él le dice que fue el responsable de que las cosas hayan sido así. Y ciertamente, lo es, pues ese instante presente deriva de su comportamiento en el pasado, desde el momento en el que cerró los ojos y se negó a adoptar a Katia, la hija de tres años de los vecinos detenidos. En esta segunda parte, más intimista, el protagonista continúa sin actuar, sigue escondiéndose. El miedo y la comodidad alcanzada en su trabajo en el círculo interno del “amo” provocan que no desee encarar la realidad, que prefiera continuar creyendo la mentira de que el líder soviético es el padre que les protege y les salvará a todos. Resulta especialmente patético el instante en el que le entrega las cartas de amor que no se atrevió a enviar a Anastasia y esta descubre en el armario un busto dorado de Stalin, el ídolo a quien ama Ivan.
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