miércoles, 22 de noviembre de 2023

¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966)


El debut de Mike Nichols se produjo en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Who Afraid to Virginia Woolf, 1966). Podría decirse que debutaba en la dirección por la puerta grande, al contar con la presencia de Elizabeth Taylor y Richard Burton en un duelo interpretativo de altura, tras el cual quizá se escondiese el personal. ¿La pareja vivía una crisis matrimonial, como también la viven Martha y George? Ni idea, pero el matrimonio que durante dos horas de metraje no para de gritarse y de culparse, sí. Tampoco paran de ocultar y exteriorizar secretos, de escupir a la cara rencores, decepciones y saliva, pero también existe una extraña y mutua necesidad de humillarse para alcanzar el paroxismo tras el que recuperar la calma, aunque dudo que sanen las heridas. La historia de Martha y George nace de la mente de Edward Albee. Suya es la obra teatral en la que se basó el guion de Ernest Lehman, que también fue el productor de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Pero ¿de quién es la película? ¿De Nichols? ¿De Lehman? ¿Del actor y la actriz? La respuesta supera mis conocimientos, pero no me cabe duda de que es de esas películas que la opinión publica afirmaría que es para lucimiento de sus estrellas: en este caso, Taylor y Burton, a quienes secundan George Segal y Sandy Dennis. Esta pareja da vida al joven matrimonio al que maduro invita a pasar una velada de insultos, gritos, borrachera, llantos, secretos, mentiras y confesiones. El film desarrolla esa velada nocturna durante la cual priman los diálogos y la sobreactuación, aunque esta parece gustar o quizá quien guste sea Richard Burton controlándose y estallando o Elizabeth Taylor dejándose la piel dando vida a una mujer madura, hija del rector de la universidad, casada con un hombre que ejerce de profesor en el departamento de Historia y a quien, aparentemente, no soporta. Años atrás, cuando la juventud todavía no era un recuerdo, ¿cómo sería la relación de Martha y George? Quizá como la de la pareja que invitan, a la que hacen sentir el malestar que llevan consigo.


Aunque en ¿Quién teme a Virginia Woolf? prima lo literario, sobre todo los diálogos, Mike Nichols hace lo que puede para conferir apariencia cinematográfica a un film de origen teatral que habla sobre el matrimonio, tema recurrente a lo largo de la historia del cine y de otros medios de expresión e incluso de la carrera de Elizabeth Taylor; sin ir más lejos en títulos tan destacados como La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks, 1958) y Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, John Huston, 1967). La acción se desarrolla en pocos espacios, salvo el jardín, todos ellos cerrados; y se acota temporalmente —varias horas de una misma noche— y anima a actuaciones exageradas, pues cada miembro del reparto pretende exteriorizar ya no las emociones que desbordan en sus personajes, sino que la película son sus palabras y sus rostros. Nichols lo hace bien, pero se debe a sus estrellas, a su guionista, que también es el productor, e incluso a guardar fidelidad a la obra de Albee, de modo que no siempre evita que el origen teatral de la película salga a relucir. El cineasta intenta minimizar la teatralidad mediante el uso de la cámara y el montaje, principales aliadas para alejar el film del escenario teatral. En el teatro, lo visual se supedita a lo verbal —aunque exista un teatro híbrido que juega con las imágenes que puedan proyectarse durante la escenificación—. Vemos una imagen general del escenario y escogemos hacia qué parte de las tablas dirigimos nuestra mirada; o si preferimos, podemos cerrar los ojos o dirigirlos hacia el techo. Estas últimas opciones también son válidas para el cine, pero, hasta ahí, las coincidencias visuales. El escenario cinematográfico cambia respecto al teatral, que siempre permanece a la misma distancia del público. En el cine, la cámara lo encuadra, lo encierra, lo libera, lo reduce, lo acerca o lo aleja; incluso puede darle la vuelta, inclinarlo o hacer un fundido en negro y dejarnos a oscuras. La cámara establece el marco escogido por el director y, en comunión, ambos guían la mirada física de quien observa. Nichols lo hace. Emplea su cámara y le confiere movimiento, no excesivo o sin notarse excesivamente, para intercambiar diferentes tipos de planos de los espacios y de los personajes atrapados, pero, aunque no use planos maestros, no hay sensación de encierro ni de claustrofobia en la película. Hay curiosidad, a veces desequilibrio, pero lo que prima y echa por tierra parte de sus logros son los diálogos rebuscados y la palabrería de los cuatro personajes, sobre todo de los dos miembros del matrimonio maduro, que son los que llevan la voz cantante. La cámara, por lo tanto también el público, es testigo del juego destructivo que se trae entre manos el matrimonio al que da vida Elizabeth Taylor y Richard Burton, que forman una pareja derrotada, afligida, enajenada, quizá por la hiriente sensación de pérdida y vacío, al límite de la cordura de la que parecen alejarse durante esa noche en la cual se odian a gusto, se repudian sin disimulo, desnudan sus miserias, se engañan y engañan hasta que la tempestad se calma.




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