<<Para pasar el rato distraído>> podría ser el lema de Universal Pictures o de cualquier estudio del Hollywood clásico (también del actual), que no siempre cumplen su promesa de evasión y entretenimiento. A veces caen en el aburrimiento, porque acaban repitiendo el mismo patrón, lo que provoca sensación de ya visto. Hay películas que se repiten, aunque los parajes cambien sus nombres. Las situaciones son similares, igual que la apariencia de los personajes. A grandes rasgos, daría igual que los héroes se llamasen Robin Hood y su lugar de acción estuviese ubicado en Sheerwood y alrededores; El Zorro, en la Baja California; Dardo, en Lombardía; o el Alí de Alí Babá y los cuarenta ladrones (Ali Baba and the Forty Thieves, Arthur Lubin, 1944) en Bagdad. Todos ellos son hijos de un mismo Dios: Hollywood, amén de ser proscritos que luchan contra la injusticia que les proscribe y se enamoran de sus respectivas heroínas, que tampoco distan las unas de las otras. Son estereotipos, los tres primeros más atractivos (y en mejores películas y en manos de grandes cineastas) que el ladrón interpretado por Jon Hall, que carece del carisma aventurero de Errol Flynn, de la presencia de Tyrone Power y del talento de Burt Lancaster, ya no digamos de la agilidad y frescura de Douglas Fairbanks, el héroe cinematográfico del que bebieron la mayoría de los que le siguieron. Alí también es el estereotipo que se repite en el resto de producciones Universal protagonizadas por Maria Montez, mala actriz, presencia exótica y volcánica para el público de los años cuarenta, y Jon Hall, peor actor, quienes, entre 1942 y 1945, formaron pareja cinematográfica en seis títulos que evocan exotismo y prometen aventura; promesa que, vistas con ojos actuales, quizá incumplan. Pero no eran películas hechas para hoy, sino para su momento, en el que probablemente avivasen la fantasía del público de ayer al que iban dirigidas, un público que vivía la ausencia de aquellos de los suyos que luchaban en la Segunda Guerra Mundial.
El conflicto bélico quedaba en la distancia de los hogares estadounidenses, pero eso no implicaba que desapareciese de su cotidianidad. Aparecía en la ausencia de los seres queridos, en la prensa, en la radio, en la venta de bonos de guerra, incluso en el cine, no solo en el de propaganda, también en supuestas películas de evasión como Alí Babá o La reina de Cobra (Cobra Woman, Robert Siodmak, 1943). Por entonces, el villano de turno se había convertido en un estereotipo del dictador totalitario, reflejo de Hitler, a quien el héroe se enfrentaba y, finalmente, derrotaba para liberar su entorno de la opresión; de ahí que Ali y sus ladrones sean los buenos, porque otros roban más y con mayor violencia, esos otros, representan al opresor, al enemigo de la libertad y de la alegría. Pero lo que ayer resultaba exitoso e invitaba a la fantasía, a la evasión de la realidad, hoy queda como su posibilidad, la de la evocación de una época en la que el cine no se ruborizaba por su natural impostura. Hacía de ella virtud en películas como Las mil y una noche (Arabian Nights, John Rowlins, 1942), la primera del ciclo Montez-Hall, o Alí Babá y los cuarenta ladrones, cuyas situaciones y personajes podrían desarrollarse y ubicarse en cualquier otro lugar que no fuese Bagdad. Los diálogos son de chiste, pero poco importa qué tengan que decirse o reprocharse Ali y Amara, ni las palabras envenenadas y ambiciosas del Khan y del traidor que someten al reino del antiguo califa, el padre asesinato de Alí. Que su fotografía sea de colores improbables y vivos o que sus espacios no puedan ocultar su naturaleza de cartón piedra, tampoco afecta al conjunto; más bien lo potencia, agudiza su irrealidad, el encanto que hoy se le supone, el que tendrían en aquel momento de éxito para la pareja Montez-Hall…
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