Después de que Chuck Yeager, pilotando el Bell X-1, superase la velocidad del sonido el 14 de octubre de 1947 y de que, abordo de la Vostok 1, Yuri Gagarian orbitase alrededor de la Tierra el 12 de abril de 1961, era cuestión de poco tiempo y de mucho dinero —con el que cubrir los millonarios gastos que supusieron el desarrollo de la tecnología, las pruebas previas y el entrenamiento de los astronautas y del resto de los miembros participantes— que un soviético o un estadounidense pisase la superficie lunar. La carrera por la primacía en el espacio era parte de la competitividad política, estratégica y militar de ese par de gigantes que, entre sus tiras y aflojas, luchas por el poder y amenazas veladas de una guerra total, fueron superando barreras tecnológicas que, con anterioridad, solo habían sido superadas por la imaginación y en la fantasía. Finalmente, el 21 de julio de 1969, ese primer hombre en pisar el satélite terrestre fue Neil Armstrong. Tal día, el mundo vivió expectante el viaje del Apolo XI y el alunizaje del módulo lunar del que Armstrong descendió para ser el primero en dejar su huella sobre la Luna y en pronunciar su ya histórico y popular <<este es un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la humanidad>>. Pero ¿lo fue? Es decir, ¿en qué afectó a esa humanidad a la que se refiere el astronauta? Superado ese objetivo que se marca la NASA, tras verse siempre detrás de la agencia espacial soviética, poco a poco, las superpotencias y los políticos perdieron interés en la Luna. También para la “gente corriente” había problemas, ambiciones y cuestiones que tratar en casa. Pero es indudable que aquel instante marcó un antes y un después en la historia de la Humanidad. Por fin, se había hecho real un sueño fantaseado por tantos.
Aquella jornada de julio, Armstrong pisaba el satélite terrestre que Cyrano de Bergerac y Julio Verne habían visitado en su imaginación, el mismo cuerpo celeste sobre el que cinematográficamente George Méliès y Fritz Lang habían descendido en Viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune, 1902) y La mujer en la Luna (Frau im Mond, 1928), respectivamente, y Stanley Kubrick había dejado atrás en 2001, una odisea del espacio (2001. A Space Odyssey, 1968). Ya no era ciencia-ficción; el viaje del Apolo XI era Historia y el primer paso sólido en la exploración y conquista del espacio, al menos del espacio local. El desarrollo del programa espacial que permitió situar a un astronauta en la Luna queda recogido en el libro de Tom Wolfe The Right Stuff, que sería adaptado a la gran pantalla por Phillip Kaufman en Elegidos para la gloria (The Right Stuff, 1983). Pero en esta espléndida película no hay un solo protagonista, ni un solo héroe, como sí sucede en First Man (El primer hombre) (2018), el film de Damien Chazelle en el que cuenta la historia de Armstrong (Ryan Gosling) y las duras pruebas que precedieron al éxito que supuso llegar al satélite. Lo presenta como piloto de pruebas, pilotando un X-15, marido y padre de familia. De ese modo, lo conocemos en su medio profesional y en la intimidad en la que sufre la pérdida de su hija pequeña. Pero Armstrong aprende a vivir con el dolor de la muerte del ser amado, pues tanto la aflicción como la superación forman parte de un mismo proceso natural llamado vida. Y, entre otras cuestiones, First Man (El primer hombre) es una historia sobre vivir, aunque centrando su mayor atención en la parte relacionada con la superación que deparará el posterior éxito, el que tanto suele gustar al público. En ese aspecto, la película también es una sobre el “héroe norteamericano” en la que Chazalle combina los datos biográficos y los momentos de preparación de los programas Gemini y Apolo, para lograr un retrato atractivo tanto del icónico personaje y del momento durante el cual el desarrollo aeroespacial cobró protagonismo mediático, político y social, quizá más por un intereses geopolíticos (la guerra fría, que no dejaba de ser la competición al límite entre las dos grandes superpotencias de la época) que por uno científico.
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