La paranoia y la sospecha fueron compañeras de la guerra fría. Ambas condicionaron las políticas nacionales e internacionales durante la segunda mitad del siglo XX, pero quizá fuese la década de 1970 la más rica en teorías de conspiración. Esa “fiebre” de recelar de la versión oficial llegó al cine estadounidense para dejarse notar en largometrajes que partían de hechos reales o ficticios cuyo origen se encontraba en la realidad de la época. Exponían diferentes momentos de un país sumido en una crisis social que desvelaba descontento y desconfianza en películas como Acción ejecutiva (Executive Action, David Miller, 1973) o Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976), que son ejemplares a la hora de exponer y enfrentar realidad, posibilidad, verdad oculta y discurso oficial. La primera indaga en el asesinato de John Fitzgerald Kennedy; la segunda, detalla el trabajo de los dos periodistas que destapan el asunto del Watergate. Ambas remiten a la realidad del momento, lo mismo que Los tres días del cóndor (Three Days of the Condor, Sydney Pollack, 1975), que se aleja de los hechos reales para hablar de la realidad oculta o de cómo se pretende mantener oculta realidades molestas; las mismas que se supone que el periodismo busca desvelar en películas como la de Pakula o Capricornio Uno (Capricorn “One”, Peter Hyams, 1977). Nada parecía escapar a la fiebre del complot; tampoco la llegada del primer astronauta a la Luna, que sería otro hecho con el que especular en la calle. Cierto que era uno de tantos temas que generaban controversia o ya directamente negación entre algún sector de la población. ¿Qué estaba pasando? El tiempo, sí, y en su devenir el desencanto creciente, la desconfianza hacia el sistema, el hartazgo de saberse engañados, manipulados. Y ese engaño sistemático es el denominador común de los films nombrados.
Entre la ciencia-ficción y la especulación, Capricornio Uno juega la baza de la falsa llegada de tres astronautas a Marte para entretener al respetable, pero también le hace un guiño cómplice e “invita” a su público a comparar la ficción marciana que plantea con la realidad lunar de julio de 1969. Así, alguien podría sustituir Marte por la Luna y preguntarse si el viaje al satélite había sido un montaje similar al marciano expuesto por Hyams en su película. Con pruebas o sin ellas, todo valía (y vale) para dudar, opinar y especular; y en el caso del viaje espacial, lo de menos sería si es o no verdad que aquel día de julio del 69 se pisó la Luna. Hay quien todavía lo duda o niega, pero sin poder pasar de la opinión, de la especulación o de la “teoría de la conspiración” a la demostración. Como ya se ha dicho, el cine tampoco ha sido ajeno a este conflicto. Brevemente, Diamantes para la eternidad (Diamonds Are Forever, Guy Hamilton, 1971) lo apunta como quien no quiere la cosa en una escena donde Bond escapa de un plató donde se escenifica la superficie lunar y ya con mayor desarrollo de la conspiración en Capricornio Uno, en la que Peter Hyams no cuenta la llegada a la Luna, sino cómo se monta e intenta proteger la farsa de la llegada de la NASA a Marte que el periodista interpretado por Elliot Gould pretenden desvelar mientras los responsables del engaño intentan borrar los cabos sueltos.
Lo que determina la validez del primer alunizaje no es el hecho en sí, es que la Historia lo afirme en sus páginas. Lo mismo piensan los artífices de la mentira sobre la que gira Capricornio Uno. Ahí, en la Historia, lo que entra en su seno queda aceptado y escrito para la posteridad; a menos que se reescriba y la nueva versión se convierta en la oficial. De modo que, si se llegará a la Luna por primera vez mañana, nunca sería la primera vez en nuestra Historia porque esta ya está escrita, lo que vendría a decir que ya sucedió para nuestra humanidad histórica (incluso diría que para quienes la niegan, pues es su punto de arranque). Los artífices del engaño de Capricornio Uno son conscientes de que el montaje es la realidad deseada, pues la imagen televisiva legítima la mentira de la que solo el periodista, y quien le da la información, sospechan, y en ese punto donde convergen la investigación periodística y la persecución, el film deriva en acción y ausencia de emociones auténticas, pues toda la segunda parte se desarrolla en la apariencia, ya no plantea interrogantes ni se preocupa por otra cosa que no sea el desarrollo de un thriller de tránsito previsible. Con toda su irregularidad a cuestas, la propuesta de Hyams entretiene durante buena parte de su metraje y resulta interesante uno de los temas expuestos: la relación entre imagen cinematográfica y representación, entre apariencia y verdad. ¿Qué es falso y que no en nuestra cotidianidad? ¿Cuáles son las verdades ocultas y las falsedades que pasan por verdad? Ante preguntas así, queda encogerse de hombros o dar respuestas de dudosa validez. Al menos en mi particular, pues carezco de respuestas y no poseo la capacidad para distinguir más verdades que las que doy por hecho, que son las mismas que podrían no serlo, pues, en un mundo dominado por la apariencia, dónde estar seguro de hallarlas, salvo, quizá, en los lugares cercanos, los íntimos y emocionales. Más allá, en nuestra realidad, lejos o cerca de la pantalla, en casa, en la calle o en el bar de la esquina, que cada uno interprete y opine lo que guste sobre este o cualquier otro tema; a ser posible, sin olvidar que el respeto, la tolerancia y la diversidad de posturas amplían horizontes y, en cuestión de entendimiento, posibilitan grandes saltos.
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