La perspectiva elegida por Alan Alda en Dulce libertad (Sweet Liberty, 1985) es amable y se decanta por el enredo para exponer los entresijos de un rodaje cinematográfico durante el cual se descubren las manías de los actores y actrices, los cambios que se realizan en las producciones, los intereses económicos que confirman que se trata de un negocio o cómo la presencia del equipo de filmación afecta a la localidad donde se va a rodar la producción que da título a la película. Esta elección provoca que el film de Alda no destaque por ofrecer una visión crítica ni corrosiva del mundo del cine, visión espectral y oscura escogida por Billy Wilder para dar forma a la magistral El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) o satírica en manos de Robert Altman en El juego de Hollywood (The Player, 1992), pero sí simpática, que desde el primer momento se aleja de cualquier polémica y apuesta por un enfoque más o menos cómico que se centra en Michael Burgess (Alan Alda) y sus relaciones materno-filial, sentimentales y profesionales. Al inicio de Dulce libertad se comprende que Alda no escoge entrar a saco y dando golpes, prefiere el enredo, también que Michael y Gretchen (Lise Hilboldt) formen una pareja que rechaza el compromiso, quizá por el cambio que conlleva asumir una responsabilidad que afectaría a sus cómodas existencias. Dicha cotidianidad, en la que también vive el resto del pueblo, desaparece cuando se presenta el equipo de filmación de una película que, supuestamente, adapta la novela histórica escrita por Burgess. La maquinaria y la caravana hollywoodienses (autocares, camiones, coches y quizá algún caballo rezagado) desfilan por las calles de la pequeña localidad, para mayor regocijo de sus habitantes, que lo festejan por todo lo alto, como si se tratase del día de la Independencia o el primero de las rebajas.
Aquello que comenzó como una fiesta se transforma en una continua fuente de problemas, tengan o no que ver con el rodaje. De ese modo, la apacible vida de Burgess se ve alterada por su madre (Lillian Gish), que. le atosiga para que encuentre a un supuesto amante, desaparecido años atrás —debido al acoso de esta misma mujer—, por su relación sentimental (la antigua y la nueva) o por su relación profesional con las estrellas, a quienes debe convencer para que boicoteen la visión adolescente y mercantil que persigue el director, quien tranquilamente le dice, una vez concluido el rodaje, que en la sala de montaje hará la película que él quiere. Así es el cine: un caos del que finalmente surge un orden, el que vemos en la pantalla, el cual que guste o no, ya es cuestión del público que en la década de 1980 pagaba por ver rebeldía descafeinada, destrozo y despelote. ¿Y hoy? ¿Qué busca cuando abona su entrada? En la distancia quedaban otras películas sobre rodajes y más adelante llegarían más, pero Dulce libertad tiene su propia personalidad, la de no querer se otras cosa que un entretenimiento que apunta cuestiones y entresijos que, como las que muestra François Truffaut en La noche americana (La nuit americaine, 1974) o David Mamet en State and Maine (2000), afectan a cualquier proyecto cinematográfico: cambios que se producen antes, durante y después, las relaciones entre las estrellas (no siempre idílicas como las de la pantalla), la presencia del equipo en una localización o la certeza de que en el cine prima el aspecto económico; sin embargo, en ningún momento se llega a profundizar en estas cuestiones, prefiriendo un enfoque simple que se decanta por la comicidad de situaciones concretas, sobre todo las llevadas a cabo por Elliott James, y en menor medida por un guionista que solo es capaz de mostrar su incompetencia.
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