El crimen de la calle de Bordadores (1946)
En 1888 la sociedad madrileña se vio conmocionada por un asesinato cometido en la calle Fuencarral, el mismo que, más de medio siglo después, inspiraría a Edgar Neville para realizar El crimen de la calle de Bordadores. película que, a parte de la intriga y el costumbrismo sainetesco, le permitió mostrar el Madrid de finales del siglo XIX. Costumbres y gentes se observan en la primera imagen, que se ubica en Puerta del Sol, donde la multitud se reúne alrededor del cuenta historias que narra un homicidio que presagia el perpetrado poco después en Bordadores. Entre el gentío se descubre a Lola "la billetera" (Mary Delgado), vendedora ambulante, y a Miguel (Manuel Luna), cuya estampa chulesca provoca el rechazo tanto de la mujer como del espectador, pues aquél la acosa a pesar de que la joven nada quiere saber de él. El interés de Neville abandona a la concurrencia para seguir los pasos del chulapo hasta un bar donde, mediante la conversación que mantiene con el dueño, se comprende que se trata de un vividor que no posee más que lo puesto. Poco después, fuera del local, se le descubre agazapado entre las sombras, a la espera de que la calle se vacíe para no ser visto cuando acceda al interior del portal que vigila, y de donde sale una mujer que también semeja ocultar alguna intención siniestra. Inmediatamente el merodeador abandona el sombrío callejón (que no desentonaría en una producción expresionista o del realismo poético francés) y se introduce en la vivienda sin percatarse de que esa misma figura que huía regresa sobre sus pasos. Se trata de Petra (Antonia Plaza), la criada de doña Mariana (Julia Lajos), la víctima sobre la que gira la intriga que se inicia cuando en el vecindario se escuchan gritos de auxilio. Madrid se colapsa ante la posibilidad de que la criada haya asesinado a su señora, sin embargo, la sospechosa se declara inocente y acusa al amante de aquélla, que resulta ser Miguel. Ante la existencia de dos posibles asesinos, la opinión pública se divide en igual número de bandos, hecho que provoca enfrentamientos entre los ciudadanos de a pie, dominados por el sensacionalismo y la falta de rigor que muestra la prensa en sus escritos, ya que en lugar de informar emplea su influencia para aumentar las ventas y avivar el rechazo entre los dos grupos. No obstante, estos plumillas sirven como apunte crítico-humorístico y como escusa para que Neville inserte el flashback que ocupa la parte central de la película, indispensable para conocer los últimos meses de sospechosos y victima. Como consecuencia, El crimen de la calle de Bordadores se traslada al pasado, artificio que permite observar las relaciones entre los personajes y el por qué de sus actos; así se descubren aspectos vitales como el lazo familiar que une a Petra y a Lola, o los celos que dominan a doña Mariana. Pero, aparte de los hechos mencionados y otros omitidos, los gustos de Neville se adentran en el ambiente madrileño de la época; así pues visita los bailes de la Bombilla, donde el chulapo intenta propasarse con "la billetera" sin saber que Mariana les ha visto, se adentra en un local donde se deja escuchar el cante flamenco mientras la vendedora ofrece sus boletos a los clientes sin ser consciente de la amenaza que se cierne sobre su persona, o pasea la cámara por el parque durante la conversación taurina que mantienen el interesado y la celosa adinerada a quien éste pretende camelar. Después de asentar las posibles causas del asesinato, la intriga regresa al presente, a una sala donde se descubre al fiscal interrogando a testigos, como el dicharachero don Matías (José Franco), para dictaminar la culpabilidad o inocencia de Petra y de Miguel (desaparecido de escena), aunque las pruebas parecen señalar al segundo como autor del crimen; sin embargo, durante la vista se descubre que el pañuelo encontrado en el lugar de los hechos pertenece a Lola, imprevisto que provoca un nuevo giro en esta historia perfectamente desarrollada desde el inconfundible estilo de Edgar Neville.
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