Aparte de ser la primera mujer premiada con el Oscar a la mejor dirección, Kathryn Bigelow es una de las cineastas (sin distinción de sexo) más destacadas del cine comercial estadounidense contemporáneo. Su pulso narrativo no tiembla al enfrentarse a producciones complejas y asfixiantes como En tierra hostil (The Hurt Locker; 2008) o La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012), en las que expuso el presente de su país desde una mirada no exenta de crítica. La violencia forma parte del paisaje humano por donde transitan los personajes de ambas películas, como también se encuentra presente en Días extraños (Strange Days, 1995) y Detroit (2017), dos producciones que, más allá de sus múltiples diferencias, guardan cierta relación. Si en la primera la realizadora se decantaba por ubicar la historia en un futuro cercano (de violencia, desorientación, salpicado de problemas raciales y de la pérdida de la identidad individual) para hablar de la sociedad de finales del siglo XX, en la segunda viaja al pasado, a 1967, para exponer unos hechos que van más allá del terrible suceso del motel Algiers, donde se desata el terror y lo peor del ser humano, y alcanzan el hoy, que se empeña en repetir errores. <<Fue algo que ocurrió hace muchos años, pero lamentablemente parece que fue ayer y también podría ocurrir mañana>> (entrevista a Kathryn Bigelow, publica en Imágenes de actualidad, septiembre 2017). La coincidencia entre los filmes la encontramos en las calles, pero también en la sociedad que habita las ciudades de ambas producciones, dos sociedades que, a pesar de ser la una ficticia y la otra real, son la misma, y se encuentran al borde del caos. Por ello, tanto Los Ángeles de 1999 como el Detroit de 1967 se ven desbordadas y plagadas de ciudadanos descontentos y de unidades de las fuerzas del orden que tienen la misión de acabar con los disturbios y los saqueos que se están produciendo. Pero en Días extraños la cineasta apunta ideas como la desorientación o el racismo sin profundizar con mayor insistencia en lo expuesto, algo que sí hace en Detroit, donde el racismo institucionalizado se detalla cual crónica visual de ese hecho puntual extraído del pasado, un hecho que, desde el (hiper)realismo de su cámara, le sirve para retratar aspectos de nuestros días, también extraños. Detroit se inicia cuando varios agentes irrumpen en un local donde se vende alcohol sin licencia y detienen a un grupo de afroestadounidenses que celebra la vuelta a casa de varios soldados veteranos de Vietnam. Esta redada solo es la gota que colma la paciencia de una comunidad que sistemáticamente ha sufrido constantes abusos de poder por parte de la mayoría caucásica. De ahí que sus protestas sean fruto de los continuos abusos y de la desigualdad racial aceptada por unos y sufrida por otros. Como consecuencia, las calles de los suburbios se transforman en el campo de batalla donde unos gritan, lanzan piedras, asaltan locales o, los menos, emplean armas de fuego. En ese entorno descontrolado, donde las diferencias en el color de la piel marcan el ser oprimido u opresor, los supuestos pacificadores asumen la violencia y la represión para restablecer el orden, aunque sus métodos de control no establecen más que nuevos enfrentamientos y las muertes de inocentes. La primera se produce a la luz del día, cuando un hombre negro sale de una tienda con dos bolsas de alimentos y el agente Phil Krauss (Will Poulder) le da el alto, aunque, ante la carrera de aquel, el policía no duda en descarga su arma sobre quien considera sospechoso. Hasta ese instante las calles han sido las protagonistas de Detroit, pero, fruto de este hecho puntual, la acción las abandona por un instante y se traslada al interior de la comisaría donde observamos como el superior de Phil le indica que será investigado por homicidio, sin embargo le permite regresar a las calles, solo con la advertencia-consejo de que se calme. Pero ¿cómo se calma a un desequilibrado armado y con placa? Planteado el problema racial de manera general, Bigelow lo individualiza en este policía racista de gatillo fácil, en sus dos compañeros (similares al primero), en el guardia de seguridad afroamericano (John Boyega) que pretende imponer cordura y en los jóvenes que, disfrutando de la noche, acaban siendo las víctimas inocentes del motel Algiers, donde se desarrolla la parte más terrorífica de esta estupenda y cruda película, que toma un hecho casi olvidado para sacar a relucir una de las incómodas realidades que alcanzan nuestros días, en ocasiones extraños, intolerantes y violentos.
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