La mayoría de los títulos que se inscriben dentro del drama carcelario conceden su protagonismo a personajes masculinos encerrados en correccionales donde la ausencia de libertad es un hecho aceptado —no de buen grado— por reclusos y celadores, como también los son los abusos entre los presos y los que estos sufren a manos de funcionarios corruptos que trabajan para un sistema penal mejorable. Pero este subgénero dramático, con elementos de cine negro, también sumerge en prisiones a personajes femeninos tan destacados como los interpretados por Anna Magnani y Giulietta Masina en Infierno en la ciudad (Nella città l'inferno; Renato Castellani, 1959), Susan Hayward en ¡Quiero vivir! (I Want to Live; Robert Wise, 1958) o Eleanor Parker en este film dirigido por John Cromwell en 1950. Desde perspectivas distintas, estas mujeres se adentran en espacios acotados por los muros y la desesperanza que marca su trágica experiencia y, en los casos de Lina en Infierno en la ciudad y de la víctima de Sin remisión (Caged, 1950), su transformación. Similar a la prisionera de la película de Castellani, la protagonista del film de Cromwell es una joven cuya inocencia está condenada a desaparecer entre las paredes y los barrotes del presidio donde es encerrada. Marie Allen ha sido sentenciada a cumplir entre uno y quince años por complicidad en el atraco a mano armada perpetrado por su marido, quien en su desesperación intentó afanar cuarenta dólares que no llegó a robar, al ser reducido por el empleado del local asaltado. Resulta evidente que la muchacha tiene tanto de criminal como lo tiene el gato que asume bajo su cuidado —y en el que representa su última ilusión—, sin embargo, poco importa que su implicación en el delito haya sido circunstancial o que su comportamiento durante los primeros nueve meses en prisión sea ejemplar. Tampoco se tiene en cuenta su estado de buena esperanza ni la posterior pérdida de su hijo tras la negativa de su madre a hacerse cargo del bebé.
La joven protagonista de Sin remisión no solo está condenada a perder su libertad, también lo está a perder su carácter confiado y amable, su esencia inocente o al hijo del que la separan porque no puede crecer en el interior del correccional donde la celadora Harper (Hope Emerson), imagen femenina de la asumida por Hume Cronyn en Fuerza Bruta (Brute Force, Jules Dassin, 1947), se erige en ama y señora de cuanto sucede. Su fuerza bruta, sus contactos externos y su comportamiento abusivo, permiten que la carcelera someta a las reclusas al tiempo que controla el mercado negro en el recinto o la asignación de los puestos laborales de las reas. Aunque consciente de esta realidad, la directora Benton (Agnes Moorehead) es incapaz de poner fin a la sombría situación que se vive en sus supuestos dominios, donde se la observa superada por la apremiante necesidad de recibir los recursos humanos (maestras o un psiquiatra permanente) y materiales (mejoras en las instalaciones) que la administración le niega, lo cual imposibilita la reinserción de presas como Marie. A pesar de sus repetidas solicitudes, las ayudas brillan por su ausencia en un espacio descarnado y sombrío, ajeno a cualquier esperanza, donde las convictas son apartadas de la sociedad que se desentiende de ellas, porque resulta más cómodo tirar la llave que asumir la responsabilidad que le corresponde. Esta circunstancia precipita el despertar de la protagonista a la oscura cotidianidad que implica la certeza de que a nadie importa que se trate de seres humanos, algunas, como sería su caso, inocentes y otras, como June (Olive Deering), podrían ser recuperadas para esa sociedad que ya no las quiere. En su crítica y en su contundencia, Sin remisión se posiciona al lado de títulos fundamentales del carcelario como Fuerza Bruta (Brute Force, Jules Dassin, 1947) o Motín en el pabellón 11 (Riot in Cell Block 11; Donald Siegel, 1954). Y cómo estas expone una situación insostenible, haciendo hincapié en la necesidad de una reforma penitenciaria, incluso del propio sistema penal, que no distingue entre los distintos grados de criminalidad de las reclusas, entre ellas Marie Allen, víctima fuera y dentro del presidio. Esto implica que, tarde o temprano, pierda su inocencia, su confianza en la justicia y en las personas, y se convierta en alguien ajena a los valores que poseía antes de ser condenada y maltratada. Su pérdida de valores no es inmediata, sucede a lo largo del film, a medida que es testigo (y sujeto) de la crueldad de Harper o del suicidio de June, con quien comparte el desencanto que implica que a ambas les nieguen la libertad condicional porque ni tienen empleo ni algún familiar que las avale y acoja en su hogar. Todo ello, unido a la separación de su hijo y a la violencia que respira a diario, forjan su nuevo carácter —<<por los 40 dólares que robamos Tom y yo me he costeado una buena formación>>, dice ha transformada en otra Marie Allen— y con él, el destino que la Benton da por hecho hacia el final de Sin remisión, que, aparte de drama carcelario, resulta una cruda y espléndida metamorfosis, algo así como de mariposa a gusano, pues a de la heroína del film, que Cromwell rodó a partir del guion de Virginia Kellogg, no tiene la menor posibilidad de echar a volar, solo le queda arrastrarse por el fango.
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