La economía marchaba viento en popa, las acciones de las compañías no paraban de incrementar su valor, nadie se preguntaba el por qué de esa aparente eterna alza, solo se frotaban las manos pensando en los dividendos que esta suponía. La gente vivía el espejismo de seguridad y opulencia, el optimismo reinaba en los mercados hasta que inesperadamente llegó la semana negra de octubre de 1929 y con ella la tragedia bursátil que nadie preveía y que muy pocos supieron explicar. El crack de la bolsa no tardó en dejarse notar en todos los sectores de la sociedad estadounidense (y de otros lugares) y con él la Gran Depresión relevó a los "felices veinte". Algunas entidades financieras quebraron, el cierre de empresas se hizo inminente y el despido de sus trabajadores puso en la calle a millones de ciudadanos que, sin oficio ni beneficio, buscaban aquí y allá una nueva ocupación laboral que les devolviese el bienestar perdido en ese pestañear de ojos que les despertó a la cruda realidad de patear las ciudades con los estómagos vacíos o recorrer un país a la deriva, ahogado en el peor momento económico de su historia. Los millones de parados hacían un alto en las salas cinematográficas, en cuyo interior podían guarecerse y descansar durante ese par de horas que les permitía alejar de sus mentes la precaria situación. El cine era el único medio de evasión al alcance de los bolsillos vacíos, salvo por esa moneda de diez centavos que empleaban para sentarse en asientos incómodos y hacer un paréntesis en su frustrante cotidianidad, en busca del sueño perdido. Esta realidad también acabó llamando a las puertas de Hollywood, donde las empresas se vieron obligadas a congelar o rebajar los salarios de sus trabajadores, pero la maquinaría continuaba trabajando para beneficio de unos pocos y para evasión de la multitud. Algunos directores como King Vidor o Frank Capra mostraron parte de la situación que afectaba al país de norte a sur y de este a oeste. El primero en El pan nuestro de cada día (Our Daily Bread, 1934), concediendo su protagonismo a un matrimonio de clase trabajadora que encuentra en la cooperación de sus iguales el acceso a la dignidad perdida. El segundo prefirió la comedia, al tono más realista expuesto por Vidor dos años después, para adentrarse en La locura del dolar (American Madness, 1932), en la que un banquero idealista, enfrentado a un entorno hostil, se descubre -ante el consejo del banco que dirige- defendiendo su fe en el individuo como base para reactivar la maltrecha situación económica. Este personaje interpretado por Walter Huston fue el primero de los honestos soñadores que protagonizarían la mayoría de las posteriores comedias de Capra, quien con La locura del dolar marcaba un punto de inflexión en su carrera de cineasta. A partir de ella, con destacadas excepciones como Dama por un día (Lady for a Day, 1933), Sucedió una noche (It Happened One Night; 1934) o Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, 1944), sus fábulas enfrentarían los intereses económicos potenciados por un espacio inhumano y corrupto con el humanismo e idealismo representados por Thomas A. Dickson y por aquellos Juan Nadie, Señores Deeds o Smith y otros individuos corrientes como los miembros de la familia Vanderhof que priorizan a las personas por encima del dinero y del poder. A menudo se escucha que estas comedias de Capra pecan de ilusas, de un optimismo imposible y de finales felices que muestran al pequeño venciendo al grande, pero se omite su contexto histórico (la necesidad de un momento), el pensamiento humanista de su responsable y que el optimismo y el idealismo son dos fuentes que reavivan la esperanza marchita del ciudadano de a pie y la creencia en sí mismo, vital para salir airoso de la lucha diaria contra el desánimo y la precariedad. El país aún tendría que esperar años para recuperar su economía, pero parte de aquella esperanza perdida por los seres anónimos con nombre y apellido les fue devuelta a través de héroes que no lo son, porque, al igual que aquellas y aquellos, son hombres y mujeres que se aferran a esa mejora deseada y pocas veces acariciada. Aunque carece de superpoderes, de capa y traje ceñido, Dickson es un héroe, y lo es porque para él la gente no son números, son personas y, como tales, su valía se encuentra en cada individualidad, en cada carácter, y por ello asume y defiende que el mejor aval de sus clientes son ellos mismos. Su pensamiento, idealista, utópico o lo que se quiera, no se acomoda dentro de los márgenes establecidos y, como consecuencia, genera el malestar entre los miembros del consejo administrativo, anclados en la inamovilidad financiera que potencia más si cabe la precaria situación de crisis que ha generado el desempleo y el miedo que se dejará ver avanzado el metraje. Pero antes de que esto suceda, la actitud y las palabras de Dickson dejan claro que él no regala el dinero, solo lo pone en movimiento para reactivar la maltrecha economía y superar ese circulo vicioso que, imparable, extiende su radio de acción cerrando negocios y mandando a la calle a los trabajadores. A pesar de lo descabellada que parezcan sus ideas, sus directivos no tienen más remedio que aceptarlas, al menos hasta que el director resbale y puedan abalanzarse sobre él. Y esto es lo que sucede cuando uno de sus empleados (Gavin Gordon) se ve envuelto en un asunto turbio, del que solo puede salir si comete el robo que implica que el terror se extienda como un reguero de pólvora y estalle en las narices de ese individuo que ha creído en la gente, posicionándola por encima del sistema financiero que le niega su ayuda, porque ha visto en su comportamiento el desafío que amenaza los cimientos de la banca tradicional, que en parte ha sido responsable de la depresión que genera la desconfianza, el temor y ninguna solución.
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