El triunfo de la voluntad (1934)
Años antes de la revolución comunicativa que supuso la irrupción en los hogares de la radio, primero, y de la televisión, después, y décadas antes de que internet fuese una realidad, Lenin tenía claro que <<de todas las artes, el cine es la más importante>> porque, sin los medios de difusión actuales y con una tasa de analfabetismo elevada, las películas eran el conducto más rápido para que los mensajes ideológicos condicionasen a las masas que, ya fuese por carencias formativas o por falta de criterio individual, los aceptaban sin apenas mostrar capacidad crítica. Esta circunstancia era bien conocía por otros líderes mundiales, de modo que la propaganda política en las películas se convirtió en habitual antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Por eso hay que tener en cuenta el momento histórico, ya que vistos en la actualidad, films como El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1934) se pueden analizar desde la distancia (provocando errores de apreciación e incluso resultando caricaturescos para el público actual) y desde el conocimiento de los hechos. Sin embargo, en 1934, muy pocos podrían predecir los horrores que la Historia conoce, aunque, si contemporáneos de aquella época se hubieran detenido a pensar, encontrarían sobradas evidencias para sospechar de los propósitos de quien encabezó el levantamiento de Munich en 1923, el mismo que durante su estancia en presidio dejó constancia escrita en Mi lucha (Mein Kampf, 1925) de sus ideas raciales y de la expansión pretendida hacia el este de Europa. A pesar de estas y otras pistas, nadie tomó en serio las palabras de aquel frustrado aspirante a pintor cuando se convirtió en figura pública en la década de 1920, tampoco cuando perdió las primeras elecciones a las que se presentó o, más adelante, sin tener mayoría, cuando fue nombrado canciller de la moribunda República de Weimar. A Hitler le bastó menos de un año al frente de la cancillería para alzarse con el poder absoluto de un país que no tardaría en perder sus derechos democráticos y caer en las garras del totalitarismo que desencadenaría el horror más brutal del siglo XX. Durante los meses que separaron su nombramiento, en enero de 1933, de su autoproclamación como "caudillo" alemán, el <<cabo de Bohemia>> —apodado de tal modo por el presidente Hindenburg— decretó la ley habilitante que le aseguraba el poder absoluto, un poder que se afianzó a raíz de la muerte del anciano presidente y de la "noche de los cuchillos largos" —expuesta por Luchino Visconti en La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969)—, en la que eliminó de un plumazo a Ernst Röhm, su colaborador más cercano, y a otros líderes de la organización paramilitar nazi S. A. Aún llegarían más pistas sobre cuáles eran las intenciones del líder nacionalsocialista: el abandono alemán de la Liga de Naciones (predecesora de la actual ONU), el éxodo de miles de ciudadanos que ya no eran bien recibidos en su propio país, la intervención militar en la Guerra Civil española para probar la eficacia de su armamento, las leyes raciales decretadas en Núremberg, que condenaron a millones de seres humanos, la posterior anexión de Austria, tras el asesinato de su primer ministro, o la de Checoslovaquia, bajo el consentimiento de las potencias europeas que continuaban de brazos cruzados ante los abusos de quien no tardaría en pactar con Stalin la invasión de Polonia. Con todo esto resulta improbable que tanto dentro como fuera de Alemania no se conociera el verdadero rostro del nacionalsocialismo, aunque para justificarlo y legitimarlo a ojos del pueblo se empleó la propaganda cinematográfica. En 1933 Leni Riefenstahl filmó La victoria de la fe (Der Sieg des Glaubens, 1933), pero el documento que asentó la falsa imagen mitológica de Hitler, salvadora y entregada a la causa (la suya), sería su siguiente trabajo, aquel que inmortalizó en sus imágenes el congreso del partido celebrado en Núremberg en septiembre de 1934. El documental propagandístico El triunfo de la voluntad ofrece una imagen mesiánica del líder nazi, como ya se expone en su primera secuencia, cuando un avión sobrevuela la ciudad medieval sobre la cual proyecta su sombra, antes de descender del cielo para que su supuesto ocupante sea recibido por la multitud que lo saluda y vitorea entre banderas, himnos y los posteriores discursos que se irán sucediendo a lo largo del metraje. En su intención manipuladora, la de engrandecer la pequeña figura del protagonista principal de la reunión, El triunfo de la voluntad es una película repudiable, pero, desde su perspectiva artística, fue un alarde técnico y creativo —también un despliegue de medios sin precedentes y de una estética en la que no poco tuvo que ver el arquitecto oficial del régimen y futuro ministro de la guerra Albert Speer— que encontró su forma en la sala de montaje donde Leni Riefenstahl consiguió la armonía imposible —de imágenes, sonidos y coreografías— para cualquier retransmisión que busque plasmar un instante veraz. Por ello, para muchos investigadores cinematográficos, El triunfo de la voluntad es la obra maestra del cine de propaganda, aunque su responsable, no estaba de acuerdo con esta apreciación y, tras la guerra, afirmaría una y otra vez que no la había rodado con intenciones políticas, sino con la intención de dejar constancia del congreso. Sus palabras contradicen las imágenes, pues, fuese o no su intención, la película resulta panfletaria y manipuladora en grado sumo, como demuestra la imagen elevada de Hitler, siempre enfocado desde ángulos inferiores para mostrarlo más grande, y su aislamiento —aquel que se atribuye a cualquier líder— entre decenas de miles de hombres; y digo hombres porque, fuera de las calles por donde transita la comitiva al inicio del film, no hay presencia de figuras femeninas en la reunión, lo cual deja entrever la situación de la mujer dentro del Tercer Reich, por ello resulta irónico que fuese Riefenstahl la encargada de llevar a cabo la propaganda del régimen que Charles Chaplin satirizó en El gran dictador (The Great Dictator, 1940).
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