Sus gafas de sol se expresan por él, antes y después de subir al tren nocturno que lo llevará desde Varsovia al Báltico. Esas gafas, que ocultan sus ojos, desvelan cansancio y huida. Apuntan sospecha, la que genera el titular del periódico que informa que un hombre ha escapado tras asesinar a su mujer. Nada sucede en ese instante, pero la duda queda en el aire, a la espera de confirmación o negación. Puestas, dicen que no quiere preguntas ni conversaciones. No quiere relacionarse durante el trayecto en el que él, Jerzy (Leon Niemczyk), cuyo nombre saldrá a relucir avanzado el metraje, conoce a la desconocida: Marta (Lucyna Winnicka). Nada saben el uno del otro y sin embargo se reconocen, aunque no al instante. Lo harán. A medida que el tren avanza descubren aspectos comunes que les permite comprender que ambos quieren huir y desaparecer, quieren dejar de sufrir la aflicción que llevan junto al resto del equipaje. Todo lo apuntado por las gafas lo corroboran los movimientos corporales del protagonista: su actitud inquieta e impaciente, su deseo de soledad, su lenguaje no oral y universal que, con sus variantes, también lo hablan Marta y cada uno de los pasajeros y pasajeras que viajan en Tren de noche (Pociag, 1959). Los movimientos, las miradas y los rostros expresan insatisfacción, encierro, deseo. Gritan desesperación y rutina. Susurran violencia, temor, ansiedad, remordimiento. Toda la sociedad polaca parece viajar en el transporte (o tener representación en él, algo que ya confirma el plano general y elevado de la estación donde se inicia el film) que, dividido en compartimentos y clases, se convierte en el escenario exclusivo de la película de Jerzy Kawalerowicz, film que junto con Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanna od Aniolow, 1961) y Faraón (Faraon, 1966) le dieron merecida fama internacional.
Tanto el lenguaje corporal como el gestual de los pasajeros resultan vitales para lo que se propone el realizador de Celulosa (Celuloza, 1954), pero nada de lo expuesto cobraría su forma, íntima y claustrofóbica, sin atraparlos en el reducido escenario que les cerca y acerca, pero que al tiempo marca las distancias con el exterior, sea el paisajístico o el humano, y las sensaciones que recorren los pasillos del transporte y los compartimentos, sobre todo la sensación de vivir atrapados en un espacio que transciende el físico y alcanza el plano psicológico. Kawalerowicz se adentra en la intimidad de sus personajes, de donde estos no pueden escapar, porque es la suya y siempre los acompaña, aunque también los limita. Emprenden el viaje quizá como medio liberador o simplemente como parte de la huida en la que los protagonistas conectan en su silencio, en su comprensión de que comparten no solo el compartimento (que inicialmente no deseaban compartir), sino el dolor y la desorientación de los que no hablan o de los cuales no pueden hablar porque los sienten exclusivos. Pero habitan en cada pasajero, puesto que todos parecen vivir en una condena contendida, no expresada, aunque sale a relucir durante el estallido de violencia que se produce cuando en el exterior, durante una parada inesperada, cercan al asesino y, cual jauría, se abalanzan sobre él como si de ese modo la rabia que siente se mitigase para, poco después, convertirse en la suma de las tensiones de los personajes, reflejos humanos de seres heridos y atrapados, que la cámara capta en toda su intensidad.
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