Mi primer contacto oficial con Platón se produjo en el instituto, aunque antes ya hubiera escuchado hablar de él. Pero entonces, con dieciséis años e intereses señalados por la vitalidad e irracionalidad del carpe diem del que hablaban en el medievo y en una película de Peter Weir, y que había leído en el letrero de un restaurante a escasos metros del Rosalía, y que sin saberlo venía practicando de forma natural desde la cuna, poco caso hice al ateniense y a mis profesores. No le culpo por mi desinterés, tampoco a los docentes que, sin exageración, ni presunción por mi parte ni falta por las suyas, nada podían hacer para motivar a alguien como yo, cuya tendencia a aprender por su cuenta y a golpes, a ir por libre, para bien y para mal, me guiaba y marcaba desde temprana edad. Aquel desinterés era mío y mía era la responsabilidad de sacudirlo; y fue mi elección inconsciente que allí quedase hasta unos años después, cuando se produjo el primer encuentro serio con el autor de El banquete. No fue una cita ni nada por el estilo. Nos separaban un mar y dos milenios y pico; y mis gustos, mis aficiones y mis ideas, diferían de las suyas. Las mías, como las de la mayoría de los muchachos de mi edad, eran de andar por casa y salir de fiesta, dispuestas a aceptar otras que llegasen con gracia y sin imposiciones, tal vez creyéndolas originales nuestras. Me convencían, y allí quedaban y evolucionaban o desaparecían. Sin nada en común, me olvidé del mayor propagandista que ha tenido Sócrates, el maestro a quien Roberto Rossellini dedicó una de sus obras didácticas en formato televisivo, y me decanté por otras opciones literarias. Las filosóficas llegarían a su aire.
Un día, Aristocles de nacimiento se presentó en un librería, en forma de volumen de la “República” que todavía conservo. Y si la memoria no me falla, mis sentidos me decían que se trataba de una edición barata y la realidad del bajo coste me permitió y convenció para adquirirlo junto a la “Utopía” de Moro. Así, hará de ello unos treinta años, me acerqué a dos modos de reducir, uniformar y proponer el “mundo”. Creo que fue el primer libro que compré de filosofía, propiamente dicho. Recuerdo que lo leí entre la habitación donde convalecía una tía abuela muy querida y la sala de espera del hospital; por entonces, tenía unos veinte años y mi vida universitaria cobraba mayor intensidad por las noches que en las aulas, a las que acudía muy de cuando en cuando, pero eso no quería decir que no tuviese inquietudes y curiosidad; más bien podría presumir que lo contrario, pues ya por entonces devoraba libros, películas, todo tipo arroces, salvo con leche, y bocadillos en el bar Suso, que de lo dicho es lo único que he dejado de consumir. Fue por aquellos días, cuando empezó a interesarme la filosofía; no como materia académica ni como muermo teórico, sino como medio de aprendizaje, entretenimiento, conocimiento y discusión con los autores, más que conmigo mismo, ya que por entonces veía el mundo con ojos engreídos, burlones y festivos, un mundo que me confirmaba la distancia entre las ideas filosóficas y la vida, y cómo esta trastocaba cualquier teoría más allá de supuestos generales y situaciones que la propia teoría introduce en la realidad de modo distinto al pensado por los filósofos, pues en la realidad, tanto la teoría como la utopía, se dan de bruces con el factor humano.
En el instituto no me interesaba lo más mínimo nada de eso y no me arrepiento de que así haya sido, porque todo tiene su momento y su periodo de maduración. Sin una vivencia y aprendizaje previo no sería yo quien se encontraría con el filósofo heleno, sino un autómata que diría a todo que sí o que no, según le indicasen el viento y la corriente. Recuerdo una imagen del profesor que explicaba filosofía, o la exponía, en mi segundo COU. Su rostro difuminado por las sombras del tiempo me dice que le es imposible suspenderme porque, aunque le escriba lo mínimo en los exámenes y en los textos, todo lo que está comprende y resume en pocas líneas lo que él exige de la materia. Le contesto que me vale así. Es un tipo cercano, espero que continúe siéndolo, que me cae simpático, pero no le digo todo lo que pienso. ¿Quién lo hace realmente, aunque lo presuma? Lo que me callo es que me resulta más fácil conocer y pensar que “chapar” teorías sin entenderlas, que me importa poco o nada suspender, puesto que lo que quiero es buscarme, encontrarme, perderme, aprender y vivir… Con los años, aquel múltiple deseo deparó que combinase las dos últimas querencias para dar una entre las otras tres: aprender a vivir. ¿Lo he conseguido? Sigo en ello, como también continuó leyendo a filósofos y a otros que no lo son, pero cuyos textos resultan invitaciones a dialogar y a plantearse el mundo humano y, por tanto, a uno mismo dentro de un conjunto más grande que escapa a la comprensión y al control del individuo.
Se van poniendo piedras y otras se erosionan sin posibilidad de una construcción perfecta y absoluta, pero, como tantos otros después de él, Platón creía poseer la verdad, pero su verdad hace agua en no pocas ocasiones. Recuerdo una, en un momento puntual de la lectura de su República, cuando pensé que si quienes han de gobernar son los sabios, ¿quién decide que lo son? No me vale el que el filósofo intente guiar mis preguntas y mis respuestas o que me diga que sus sabios han alcanzado un estado de conocimiento mayor que el de los demás, pues como saber que se trata de un conocimiento válido para todos o, sencillamente, que no han caído en el error. ¿Quien confirma su estado de gracia? ¿El grupo de sabios? ¿Un tirano? ¿Un oráculo? ¿Y cómo establecen el grado de sabiduría para considerarse como tal? ¿Sería justo que recayese en ellos su propia elección, apartados como están de las necesidades y vivencias de sus gobernados? Entonces, ¿como saber que es bueno para ellos? ¿Cuántos males se han cometido por el “es por tu bien”, por el malentendido platónico o por la gracia divina? Y si quienes los escogen no son sabios, sino idiotas, ¿podrían equivocarse en su elección y escoger a quienes pasan por tales, sin serlo? Su lectura me daba mucho juego, también me deparó momentos de aburrimiento, pero aquellas palabras suyas no me dejaron indiferente, tampoco la menor duda de que su ciudad ideal sería elitista y cuna de una sociedad vertical en la que la población (la parte horizontal del sistema) sería sometida a los caprichos de los sabios y de los listillos; o sea, que la ciudadanía viviría y trabajaría para una minoría privilegiada sin saber a ciencia cierta cuál sería el objetivo de su servidumbre, de su no poder pensar por sí mismos, de no tener acceso a la sabiduría, (en casos así, cabe la sospecha de que servir se convertiría en un fin en sí mismo) ni poder distinguir entre sabios y listillos, ni en qué casos un mismo individuo podría ser ambos.
Un ensayo necesario, saludos
ResponderEliminarGracias, Marcelo. Saludos
EliminarToño. Gracias por platonizar platicando. La política de Platón es una jerarquía intelectual de la justicia como conocimiento de la armonía. En realidad es un gobierno de jueces que al tiempo son matemáticos y filósofos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Francisco. Acabo de leer tus comentarios y enriquecen mi texto: aportan conocimiento y abren nuevas vías a la reflexión sobre lo dicho (y lo no expresado); con tus aportaciones, se establece un diálogo mucho más rico. Un saludo
EliminarEl ataque de Popper y sus liberales a Platón es por haberlo identificado con Marx
ResponderEliminarEn República y, más aún, en Las Leyes, hay un orden estático de saberes y funciones sometidos a la racionalidad ética y el servicio a la comunidad o bien común
ResponderEliminar