jueves, 5 de octubre de 2017

Conan, el bárbaro (1982)


Luchadores y supervivientes reaparecen a lo largo de la filmografía de John Milius, ya sea esta como guionista o como director de sus propios guiones. Algunos son hombres y mujeres errantes como Raisuli en El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975) o Conan y Valeria en Conan, el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982); otros están obligados a serlo, caso de los adolescentes de Amanecer rojo (Red Dawn, 1984), y los hay que, como Learoyd en la ninguneada Adiós al rey (Farewell the King, 1989), han escapado de la guerra hasta encontrar su lugar, al menos, durante el breve paréntesis de paz que antecede a la tempestad que alcanza y arrasa su paraíso. Todos estos personajes presentan rasgos comunes como la fuerza, la soledad o el deseo de libertad, características que remiten de forma directa al propio cineasta, pero existen otros nexos que unen las historias de Milius. Su predilección por ubicar sus tramas en parajes naturales e inhóspitos o desarrollar secuencias que, como las expuestas al inicio de Conan, el barbaro, contraponen (en montajes en paralelo) espacios donde la tranquilidad y la amenaza se enfrentan antes de la inevitable tormenta. Ejemplos los encontramos durante los primeros minutos de El viento y el león, en el vuelo del 9ª de caballería de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) o en los momentos previos a la invasión soviética de Amanecer rojo, todas ellas secuencias que anteceden a ataques sorpresa similares al sufrido por la aldea donde el pequeño Conan (Jorge Sanz) vive protegido por sus padres (William Smith y Nadiuska) antes de que se produzca la masacre de 
Thulsa Doom (James Earl Jones) y seguidores. Dicha sensación, la de estar ante una narrativa cinematográfica reconocible y personal, no hace más que reafirmarse a lo largo de los minutos de esta destacada aventura de espada y brujería basada en el personaje creado por Robert E. Howard y filmada en localizaciones de Almería, Sierra Nevada y otros lugares de España, Arizona y Sonora (México), por donde Conan niño gira y gira, encadenado a la rueda que, año tras año, es testigo silenciosa de las muertes del resto de encadenados y de la supervivencia del más fuerte. Ese es Conan (Arnold Schwarzenegger), un hombre, ni un Dios ni un gigante, solo un hombre que inicia su madurez como esclavo para convertirse en un luchador solitario, en un ladrón enamorado, en un vengador obsesionado y finalmente en rey por sus propios méritos; pero esa es otra historia, la que el narrador y mago (Mako) no contempla relatar en su visión de aquel a quien admira. Liberado de sus cadenas, el héroe deambula errante, robando, aplastando enemigos, siguiendo la disciplina del acero y buscando dos serpientes juntas, que se enfrentan sobre un sol negro. Pero el destino le depara dos encuentros que alejan su soledad para hacerle participe de la amistad que le une a Subotai (Gerry Lopez), quien exterioriza el dolor del amigo -<<él es Conan, el bárbaro. Él no llorará. Yo lloro por él>>-, y del romance que comparte con Valeria (Sendahl Bergman), guerrera y también ladrona en quien el personaje que encumbró a Schwarzenegger descubre fuerza, arrojo y el amor que aparta la soledad de su unión. A partir de entonces Conan ya no está solo, aunque el recuerdo de la masacre y su deseo de venganza no desaparecen, por ello, cuando el rey Orlic (Max von Sydow) llama a los tres ladrones a su presencia y les suplica que rescaten a su hija de las garras de Thulsa Doom, el luchador no lo duda y se adentra en solitario en una nueva tormenta que, a diferencia de aquella que puso fin a su niñez, él mismo desata, porque ahora él es la tormenta y, a pesar de avanzar sin sus compañeros, ya no está solo ni en su lucha ni en su vida errante.



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