<<Cuando escribes para el teatro, los derechos de autor te pertenecen. La obra es tuya, y nadie puede cambiar una palabra sin tu permiso. Cuando escribes para el cine, eres un empleado al que se contrata para que entregue un producto, y ese producto puede ser modificado según el capricho de quien te ha contratado>>. Pero si ese guión lo firma un reputado autor teatral, que adapta la prestigiosa obra por la cual le fue concedido el premio Pulitzer, la diferencia señalada por David Mamet en su libro Una profesión de putas (A Whore's Profession, 1994) (1) se atenúa hasta casi desaparecer. Resulta obvio que no se tratará igual un guión firmado por alguien desconocido, sin apenas prestigio dentro de la industria y sin poder dentro la producción, que a uno de los grandes dramaturgos estadounidenses vivos que adapta al cine su Glengarry Glen Ross (1983). En este caso las modificaciones son menores, ya sea por el interés de los productores en mantenerse fieles a una obra mediática que por sí sola atraería a parte del público (que espera fidelidad a la misma), por contar en la producción con el prestigio que su escritor proporciona o porque el guionista tiene la opción de incluir clausulas en su contrato. Todo cuanto he escrito no pretende menospreciar la labor de James Foley tras las cámaras, sin embargo, vista la filmografía de este y la lucidez de lo planteado, los personajes bien retratados y los espléndidos diálogos que se suceden a lo largo de los minutos, el film apunta más hacia la autoría de David Mamet que a la de Foley. Aun a riesgo de equivocarme, diría que nos encontramos ante un filme que nace de la creatividad de Mamet, ya que se trata de una película que apenas presenta variaciones sustanciales respecto al original escénico. Pero fuese como fuere, tanto Mamet como Foley, y su espléndido elenco de actores, nos adentran en un mundo competitivo y deshumanizado donde triunfa quien (más) vende y se vende.
En la oficina de Glengarry Glen Ross (1992), el único objetivo es vender —dicho de otro modo: ganar dinero para la empresa— y se vende sin plantearse cuestiones éticas y vitales que impedirían que cada jornada laboral renunciase a sus valores para convertirse en un cazador de presas a las que, apelando a su ambición y a su ignorancia, debe <<hacerles firmar en la línea de puntitos>> que cerrará la venta y posibilitará los beneficios numéricos sobre los que se sustenta la firma Mitch & Murray. Para la inmobiliaria sus trabajadores son herramientas o máquinas que deben vender, y no hacerlo implica que la central envíe a Blake (Alec Baldwin), un joven depredador que se presenta en la oficina que dirige John Thompson (Kevin Spacey) para morder, humillar y amenazar, pues esta es su forma de motivar a quienes califica de perdedores mientras les repite la máxima <<siempre estar vendiendo>> bajo las premisas <<atención, interés, decisión, acción>>. En esa sala de tortura psicológica, el ejecutivo agresivo alardea de sus ingresos anuales, próximos al millón de dólares, de su reloj de oro o del lujoso deportivo que conduce. Está claro que, para él y para sus sumisos oyentes, el baremo del éxito o del fracaso se encuentra en el dinero, por ello, consciente de que sus empleados son esclavos del miedo -a no poder pagar la factura del hospital, a la pérdida de la seguridad o del confort que les proporciona el empleo-, juega con ellos y les recuerda que el mejor ganará un cadillac y quien no venda se irá a la calle. Poco importa qué, a quién o cómo lo venden, lo importante es el ABC -Always Be Closing- que Blake ha escrito en una de las pizarras de la oficina, porque en Glengarry Glen Ross (1992) las cifras de venta lo son todo. Se llama al cliente, escogido entre las viejas fichas de las que se quejan Shelley (Jack Lemmon), George (Alan Arkin) y Dave Moss (Ed Harris), se intenta ganar su confianza mintiendo y, en el caso de Ricky Roma (Al Pacino), también seduciendo, con el fin obtener los beneficios que alejen sus nombres de la lista de parados. Son vendedores sin escrúpulos o quizá yonquis de la venta, pero también son víctimas de la humillación diaria, una humillación que los obliga a mentirse a sí mismos, a sus compañeros y a sus clientes, incluso a plantar el asalto a la oficina para robar las nuevas fichas de Glengarry, unas fichas que podrían calmar sus nervios y, según su baremo, convertir a quienes las posean en triunfadores.
(1) David Mamet: Una profesión de putas. Editorial Debate, Madrid, 1995
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