El viento y el león (1975)
Para codearse con las viejas potencias europeas, ganarse su respeto e incluso su temor, cuando no sustituirlas, el Corolario Roosevelt de 1904, basándose en la Doctrina Monroe, daba vía libre a la intervención estadounidense en cualquier lugar del globo donde sus ciudadanos o los intereses de sus empresas se vieran afectados. A partir de entonces, aquel intervencionismo no hizo más que crecer hasta alcanzar e incluso superar al resto de potencias que todavía se repartían o actuaban en distintas zonas mundiales donde la influencia estadounidense se acrecentó gracias a la presencia de sus tropas y de sus grandes multinacionales. Sin llevarnos a engaños, los intereses económicos (materias primas, ampliar y controlar mercados, abaratar costes de producción,...) fueron los principales impulsores del colonialismo y neocolonialismo de los países más desarrollados durante los siglos XIX y XX, pero también existían otras intenciones como la de ganarse el respeto, suprimir o intimidar a las naciones rivales, cuestión esta que se observa en la aventura ficticia El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975), en la intención de uno de sus protagonistas, Theodore Roosevelt (Brian Keith), de enviar tropas a Marruecos para imponer su orden.
Si bien en determinados momentos de la película se deja notar cierta admiración de John Milius hacia el vigésimo sexto presidente de los Estados Unidos, amante de los espacios abiertos, cowboy en su juventud, cazador, veterano e instigador de la guerra hispano-estadounidense de 1898, escritor, historiador, defensor de la construcción del Canal de Panamá y ganador en 1906 del Premio Nobel de la Paz (por su mediación para poner fin a la guerra ruso-japonesa de 1904-1905), también desvela su admiración hacia directores cinematográficos como John Huston (presente entre el reparto de la película) y John Ford (maestro en retratar en la pantalla el pasado-tradición de su país desde el presente que le tocó vivir). Entre otros realizadores, estos grandes John fueron claves para los cineastas miembros de la generación de Milius, quien, desde sus inicios profesionales, se descubrió como el más rebelde de sus contemporáneos (Brian de Palma, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg o George Lucas), quizá también el menos obsesionado con el éxito y el más despreocupado con su trabajo. Su actitud jugó en contra de su trayectoria laboral, aunque no afectó a su capacidad de crear historias en las que predominan los personajes a contracorriente, fuera de tiempo y de lugar, errantes como Jeremiah Johnson, aquel bárbaro que se liberaría de sus cadenas para algún día ser rey, jueces urbanos con Magnum 44 o westernianos con soga, militares consumidos en el corazón de las tinieblas o líderes como los que se enfrentan en la distancia que separa los dos escenarios donde se desarrolla El viento y el león.
Estos dos espacios opuestos son el desierto marroquí y los Estados Unidos de 1904, y en ellos Milius reincidió por partida triple, dos hombres y una mujer, en su predilección por individuos rebeldes, atípicos y decididos como el presidente progresista con quien comparte afición por las armas y los espacios abiertos, la señora Pendecaris (Candice Bergen), de carácter fuerte e independiente, y Raisuli (Sean Connery), el líder rifeño que, al inicio del filme, irrumpe con sus hombres en la villa tangerina donde, tras masacrar a los criados, secuestra a la nombrada y a sus dos hijos. Las olas, la playa, los caballos avanzando sobre la arena o por las estrechas calles de Tánger y el sangriento asalto de los rifeños denotan la capacidad cinematográfica de Milius, cuya rebeldía y excentricidad se trasladan al trío protagonista en el cual se contraponen dos culturas condicionadas por los intereses de quienes se reparten el control del país norteafricano. El Marruecos de El viento y el león se encuentra plagado de europeos que ni contemplan ni comprenden a hombres como Raisuli, representante del primitivismo y de la tradición autóctona que se ve amenazada por la modernidad y por el imperialismo extranjero al que se suma Estados Unidos, una nación joven, poderosa y ambiciosa en su deseo de expandirse y ser respetada. Dicha ambición sale a relucir durante la campaña presidencial de 1904, en la que Teddy Roosevelt dice a sus votantes que intervendrá allí donde los intereses de su país y sus ciudadanos se vean afectados. De tal manera, el intervencionismo rooseveltiano encuentra su mayor apoyo popular en el mediático secuestro de Eden Pendecaris y sus dos hijos, ciudadanos estadounidenses retenidos por un hombre que, tras su aparente barbarie, se descubre culto, refinado, devoto de las costumbres y contrario al orden que se observa en el palacio del sultán, donde también tienen cabida el embajador y los oficiales estadounidenses que presionan para recuperar a su compatriota viva o, en caso contrario, recibir como compensación a Raisuli muerto. Pues el Roosevelt visto por Milius no negocia, impone mientras define a su país como un oso pardo solitario, imponente, temido, pero nunca querido. Ese es su símbolo y su sino, igual que el viento representa al errante y libre que Eden descubre en Raisuli durante su cautiverio.
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