jueves, 30 de abril de 2020
La batalla del raíl (1945)
lunes, 27 de abril de 2020
Una mujer para dos (1933)
domingo, 26 de abril de 2020
Love Story (1970)
Las
imágenes de Love Story
(1970) nacen de
los recuerdos de su protagonista, pero los momentos que Oliver Barret
(Ryan O'Neal) evoca en el parque donde permanece sentado, de
espaldas a la cámara, rodeado de nieve y envuelto por la melodía
que lo acompaña a casi todas partes, no los comparte con nadie; ni
los escribe ni los comenta. Son para él, para su
soledad, pero al tiempo parece que no lo son. Y aquí entran en juego mis impresiones, mi subjetivo, y
la música de Francis Lai, que asume un papel en
ocasiones deshonesto. Busca con su repetida e impuesta emotividad subliminar emociones de "corazones puros". ¿Por qué hacerlo? ¿O por qué dar a la historia forma de recuerdo?
Porque, de otro modo, adiós a
lo idílico y bienvenida la sucesión de estampas. Si se suprimiera esa escena inicial, el film no se sostendría en su
sucesión de tópicos, de nada. Pero, al darle forma de evocación, las
estampas cumple su función emocional, aunque superficial. Esta
sospecha, la de estar frente a un film que se recrea en su impostura, quizá en ese
vacío aludido, se reafirma a lo largo de situaciones como la intimidad en la que, después del sexo, Olivier pregunta a Jenny (Ali McGraw) <<¿por qué te has alejado de la Iglesia?>>; o en la ceremonia
matrimonial donde la cámara presta atención a Phil (John Marley).
¿Estaría Oliver en esa cama o preparando alguna escena posterior? ¿Acaso, en la boda, observa al padre de la novia, que cobra
protagonismo en la primera parte de la ceremonia, o extasiado al contemplar el inolvidable rostro que recuerda? No.
Sencillamente responde a la (in)necesidad de preparar (en el primer caso) y redundar (en el segundo) la tolerancia y
el amor incondicional de Phil por su hija, así como la supuesta liberación de la pareja que alcanza su séptimo cielo, pero Arthur Hiller no es Frank Borzage. Los autores son
conscientes y condicionan a conciencia. Lo hacen para que los recuerdos del
protagonista conecten con el público, aquel que acepte compartir el
cariño de la pareja y la aflicción de Oliver. No obstante un recuerdo silenciado solo
pertenece a la interioridad de quien lo piensa, puesto que no se
dirige a nadie en particular, salvo a sí mismo y a su soledad. Pero
Oliver sí nos habla de la mujer amada, aquella que
murió a los veinticinco años de edad, la misma joven a quien
descubrimos llena de vida en el primer instante que inicia la
relación que Love Story muestra por caminos
establecidos, y tan convencionales como sus personajes y su historia
de “amor verdadero” truncada por la muerte, caminos que muestran
a una pareja que se enamora, se casa, y supera trabas, salvo el final al que todos tendremos acceso. Las situaciones que se suceden son fragmentos impuestos por Hiller, que no va más allá de la
superficialidad donde desarrolla el idilio, enfrenta clases sociales,
desde el cliché -liberal y tolerante, la clase trabajadora;
reaccionaria e intolerante, la millonaria- y el conflicto
paterno-filial que distancia a Oliver de un hombre a quien trata de
señor. Barret padre (Ray Milland) nombra “amor verdadero”, cuando le dice a su
hijo que espere un tiempo para saber si lo es, pero ¿cuál es el
falso? ¿El expuesto en la pantalla? El amor puede definirse de
tantas maneras como quienes lo sientan o crean sentirlo, pero, para
todos, es algo real. Quizá sea la suma de atracciones, contradicciones,
sentimientos, emociones, pensamientos y sensaciones, pero no es
superficial. Por contra, el evocado en la película es idílico,
puro, pero sin vida, no sangra, ni late, ni goza de altibajos, salvo aquel que, inesperado e indeseado, resulta inevitable.
Los conflictos que asoman en pantalla, sea la ruptura de Oliver con
el conservadurismo que él mismo asume -sueña que su hijo sea un
gran deportista de Harvard o sigue los pasos sociales establecidos-
muestran a una pareja que conecta con su público, puede que aquel que asume ser sensible o aquel que, en cierta medida,
se acomode o se deje condicionar por el conformismo y la sensiblería de una película en la que
se magnificó la escena en la que Oliver corre y corre, buscando a
Jenny, porque han discutido. La música lo acompaña, chirriante,
insistente, eliminando cualquier posibilidad de sufrimiento, desorientación o desesperación. ¿Artificio? ¿Aporta a la necesidad del protagonista de
encontrar a la mujer amada? En su encuentro, ella le
dice, con lágrimas en los ojos, que <<amar significa no tener
que decir nunca lo siento>>, pero sus palabras contradicen un sentimiento que también es reconocimiento; es sentir y reconocer que se siente. Esta escena se
construye, se fuerza, no fluye, busca descaradamente el momento del
reencuentro que se produce en las escaleras de su hogar. Ahí,
Hiller rompe cualquier posibilidad de encanto, al introducir esa frase en boca de Jenny, una que, bien pensada, sobra, ya que
amar no implica necesariamente decir nada. Sus miradas se aman,
los cuerpos y las mentes lo saben y también aman. Lo cierto es que tanto los
personajes como las situaciones son como el paño de Love que cuelga en una de las puertas de su primer apartamento;
son puros y suaves, pero parecen adornos; o quizá, mis impresiones sobre Love Story son las de alguien que nunca ha amado, puesto que siempre siento y
digo lo siento.
sábado, 25 de abril de 2020
Los tres días del condor (1975)
1.Marcuse, Herbert: El hombre unidimensional (traducción Antonio Elorza). Austral, Barcelona, 2016
jueves, 23 de abril de 2020
El teniente seductor (1931)
En las primeras comedias sonoras de Ernst Lubistch, Maurice Chevalier encarnó al pícaro seductor que encuentra en el opuesto femenino su razón de ser. Pero, en realidad, el seductor es el propio Lubitsch, quien seduce con elegancia, con su picardía y con la insinuación que combina con buen gusto, alegría y su dos más dos y que usted lo sume bien. Sus películas son como los guiños de Niki (Chevalier) en El teniente seductor (The Smiling Lieutenant,1931), cuyo gesto expresa que quiere algo más que expresar un "me gustas". Ese gesto de complicidad e intención son las comedias de Lubitsch, que también quiere algo más de nosotros, requiere que nuestra imaginación entre en su juego e interprete sus dobles sentidos, su delante y detrás de las puertas, el cambio de tono y de melodía en el piano o qué significa el tablero de damas que termina sobre la cama que por fin será compartida. Cuando William Wyler respondió al comentario de Billy Wilder con "lo peor de todo es que nos quedamos sin las películas de Lubitsch", el realizador de Los mejores años de nuestras vidas (The Best Years of Our Lifes, 1947) hablaba de futuras películas, al tiempo que rendía un sentido homenaje al arte de un maestro en sugerir doses más doses. Una de sus sumas la entrega al inicio de El teniente seductor, cuando, sin mostrarlo, presenta a su protagonista detrás de la puerta donde, delante, un sastre timbra sin que nada suceda, salvo la insistencia que le lleva a desistir. Para el cobrador y su recibo la entrada está prohibida. Baja las escaleras sin haber cumplido su objetivo, y se cruza con una joven que no tarda en golpear con sus nudillos esa misma puerta, que sí se abre para ella, aunque todavía no para el público, que queda fuera, a la expectativa, observando el plano detalle de una lámpara que se enciende y, al cabo de un tiempo indeterminado que se reduce a varios segundos en pantalla, se apaga. En ese instante, la chica sale, ha conseguido lo que ha ido a buscar; y ahora Lubitsch permite el paso al interior donde descubrimos a Niki, en su habitación, en pijama y con una sonrisa de satisfacción. No hace falta más; hemos sumado y obtenido el resultado. Sabemos qué ha sucedido durante el encendido y el apagado; comprendemos que al teniente vienés le apasionan las mujeres bellas e ignora a los cobradores. Niki es un seductor alegre de serlo, disfruta haciendo el amor; lo corrobora con su canción y sus tarareos. Siempre tararea después de lograr su meta, aquella que va después del guiño, aunque una de estas insinuaciones le acarrea su contratiempo con la realeza de Flausenburn, reino imaginario y cuna de la ingenua princesa Anna (Miriam Hopkins), cuya irrupción en la vida del oficial trastoca la feliz cotidianidad donjuanesca. Debido a la confusión que se produce durante un desfile, Niki se encuentra en un aprieto que le exige presentarse en palacio. Allí, ante la inquisidora mirada de las damas, del rey y de la princesa, despliega su encanto. Miente sobre sus sonrisas y su guiño al paso de la carroza de la realeza que el emperador austriaco ha invitado a Viena. Para librarse, adula, aprovecha el malentendido y calla que sus gestos eran para Franzi (Claudette Colbert), la violinista con quien mantiene un apasionado idilio. En la confusión que se genera, Anna asume que fueron para ella y siente curiosidad. Le pregunta cuál es el significado del guiño; y poco después de conocer la respuesta, ella misma le ofrece uno. Lubitsch no necesita palabras ni exhibicionismo para comunicar qué quiere la chica. Lo hace con un sencillo y alegre movimiento de pestaña que sorprende a Niki, quien no pretende complacer a la princesa, aunque le obliguen a casarse con ella y, consecuentemente, a separarse de la concertista con quien ha pasado veladas que tocan a su fin. Triste ante la imposibilidad, Franzi se despide de su amante con una nota y una liga para que la recuerde; pero, tiempo después, se reencuentran y Niki vuelve a tararear. De nuevo es feliz y luce la sonrisa que le niega a su esposa, a la ingenua que intenta el acercamiento tocando el piano, pero su música y su ropa interior no suenan divertidas ni desenfadadas. La transformación de Anna se produce a partir de su encuentro con Franzi, en apariencia su opuesta y su rival, pero, el cineasta berlinés se encarga de desmentirlo cuando las encierra en una habitación donde, con cuatro detalles textiles y musicales, las iguala y las acerca, tanto que prefiere dejarnos fuera, a la espera de que pasen días, quizás semanas, y la puerta se abra para mostrar a dos amigas íntimas que se despiden para siempre; ahora la violinista ya no hace falta, puesto que ha pasado el testigo a la princesa, metamorfoseada en la simpática seductora que ya tiene acceso a su tarareo.
lunes, 20 de abril de 2020
La reina Kelly (1928)
miércoles, 15 de abril de 2020
Mauvaise graine (Curvas peligrosas, 1934)
Según
declaraciones del propio Billy Wilder: en Alemania había escrito más de cien guiones, la
mayoría sin acreditar, así que no fue hasta Gente en Domingo (Menschen am sonntag, 1929)
cuando su nombre empezó a sonar en el cine. Luego llegaron los guiones de
Emil y los detectives (Emil und die detektive, 1931) y de las dobles versiones de películas en
alemán y francés que posibilitaron que su nombre también asomase
en las pantallas de Francia, país adonde se trasladó huyendo del
sinsentido nazi que se había hecho con el poder en Alemania. De origen
judío, Samuel "Billie" Wilder, el mismo Billy Wilder que años después se
convertiría en uno de los grandes cineastas de Hollywood, comprendió
el peligro y abandonó Berlín y puso tierra de por medio —más adelante, también pondría el mar que posiblemente le salvó la vida. Pero cuando llegó a París, el genio del
genio aún estaba verde y paseaba a la espera de algo que
hacer, antes de emprender su aventura americana. No desaprovechó su
estancia en suelo francés, pues allí, junto al también austrohúngaro Alexander Esway, dirigió su primer
film, aunque Curvas peligrosas (Mauvaise graine, 1934) dista de lo que se vería una
década después. No obstante, el film tiene su gracia, sobre todo
cuando uno de las víctimas de robo
localiza la matricula de su coche en el de juguete de un niño, al que da el alto, antes de
advertir al agente de policía que ese es el auto que lleva varios días buscando por toda la ciudad. Quizá, este sea el momento
de mayor hilaridad de una comedia urbana realizada con la pretensión de divertir
sin aburrir, imprimiendo velocidad a los coches y a la historia, en la que hay cabida
para el engaño, la amistad y el romance.
martes, 14 de abril de 2020
Un hombre lobo americano en Londres (1981)
Las primeras películas de John Landis apuntan hacia un director "gamberro", aunque su mejor momento llegó a inicios de la década de 1980. En los setenta, entre otros títulos, había filmado Desmadre a la americana (National Lampoon's Animal House, 1978), que apostaba por el humor burdo como medio de rebelión y su propuesta se quedó en burda y en éxito de taquilla. Prefiero Granujas a todo ritmo (The Blues Brothers, 1980) y Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981), quizá las mejores muestras del cine "canalla" con el que pretendía transgredir en su ausencia de seriedad y en su apuesta por el desorden asumido por sus protagonistas, aunque poco le duró la gracia. En el caso de Jack Goldman (Griffin Dunne) y David Kessler (David Naughton), el caos se mitiga respecto a los miembros de los hermanos Blues, pero está latente, bajo la fantasía, el humor (más comedido y negro) y el homenaje al cine de terror de la Universal y de la Hammer. No desaparece y sale a relucir en determinados momentos en los que la película recupera ese toque subversivo y caricaturesco con el que Landis introduce a sus dos mochileros estadounidenses en tierras del norte de Inglaterra o los reúne en una sala X con las víctimas del licántropo. La primera imagen muestra a los dos viajeros en un camión de ovejas -¿son ellos dos ovejas que se apean y apartan del rebaño?- y los lleva a una taberna donde los contertulios enmudecen al descubrir su presencia. La pareja rompe la armonía del lugar, esa cotidianidad en la que los presentes juegan a los dardos, cuentan chistes y esconden sus temores, fruto del secreto que ocultan y del que no quieren hacer partícipes a los intrusos. Ese instante de ruptura del orden implica el rechazo hacia los visitantes, que abandonan el local para ser sorprendidos por un animal enorme y peludo en la nocturnidad del páramo adonde no deben acercarse; pero lo hacen. Jack muere y, tras huir y dar media vuelta, David sufre las mordeduras de la bestia humana de la que nadie ha querido hablarles, puesto que aquellas buenas personas prefirieron enterrar sus miedos en el silencio. Cuando David despierta, tres semanas después, sufre desorientación en la cama del hospital londinense donde el mito se sustituye por la ciencia y la lógica. El mundo científico y luminoso, aquel que escapa al miedo irracional con explicaciones racionales, donde nadie puede ni quiere dar crédito a un ataque de un hombre lobo. David intenta no pensar en ello, pero Jack, o lo que va quedando de su cuerpo en descomposición, se presenta una y otra vez para advertirle de las consecuencias del ataque que sufrieron aquella noche de luna llena. Otra luna se acerca y, cuando luzca en plenitud, David sufrirá su transformación. Aunque sin la desfachatez ni la hilaridad de los Blues, David también se rebela en su metamorfosis, sobre todo cuando despierta desnudo en una jaula y se las apaña para ocultar sus vergüenzas robando globos a un niño o un abrigo rojo a una anónima sentada en un banco. Es al tiempo un simpático Jekyll, enamorado de su enfermera (Jenny Agutter), y el peludo Hyde con instintivo asesino, como demuestra la cámara que persigue a una de sus víctimas por los claustrofóbicos pasillos del metro londinense. La rebeldía del animal sustituye al desenfreno descarado de los hermanos blues en un Chicago avocado al caos de los cantantes, para desordenar una Inglaterra civilizada y divida en dos espacios: el urbano y lógico y el rural y supersticioso. Pero tanto en uno como en otro, lo cierto es que la presencia de David resulta peligrosa, no por ser peligroso en sí, sino por ser distinto, aunque en su caso no haya sido por elección musical, sino por mordiscos...
domingo, 12 de abril de 2020
El prestamista (1964)
1.Lumet, Sidney: Así se hacen las películas (traducción de José María Areste). Rialp, Madrid, 2017
sábado, 11 de abril de 2020
El francotirador (2014)
La imagen del patriota asumida por John Wayne en algunas de las películas que protagonizó se asentó en la cultura popular estadounidense, quizá lo hizo más de la cuenta, quizá muchos estadounidenses encontraron en ellos a quienes imitar. Cuando su oficial ficticio aterriza en el Vietnam de Los boinas verdes (The Green Berets, 1968) está convencido de que el Mal existe y que ese mal son los comunistas vietnamitas a los que pretende combatir. Para el coronel de las fuerzas especiales el vietcom representa la amenaza a la seguridad y al modo de vida estadounidense. ¿Amenazan o el personaje lo cree en su limitada y sesgada visión de la realidad, en la que asume que él representa el Bien, el único que considera posible? Da igual la respuesta, pues creyendo en su verdad, justifica su postura y el intervencionismo militar en un territorio a miles de kilómetros de su hogar. Es un patriota unidimensional, incapaz de aceptar más dimensión que la suya. Y como Wayne, lo son Chris Kyle (Bradley Cooper) y su padre (Ben Reed), quien le enseña de niño que hay tres tipos de hombres: ovejas, lobos y perros pastores. Esta división refleja el simplismo de un padre que inculca en sus hijos conceptos de familia, patriotismo y amor a las armas, pero también les hace creer que son perros pastores y, por lo tanto, que son los encargados de velar por la seguridad de los suyos. Esta sería la realidad en la que crece el protagonista de El francotirador (American Sniper, 2014), la misma que, a los treinta años de edad, le lleva a alistarse voluntario en los SEAL, cuando siente que su patria se encuentra amenazada. Kyle es el héroe de Clint Eastwood, aunque en el cineasta la figura heroica se aleja de la imagen de John Wayne para ofrecer dos caras: la que observan los demás y la que habita en la intimidad del individuo a quien el responsable de Sin perdón (Unforgiven, 1992) observa desde dos perspectivas que se unen en un mismo cuerpo. La figura o idea del héroe y del no héroe son las imágenes asumidas por Chris Kyle. El cineasta lo muestra letal y vulnerable, lo muestra en la ambigüedad moral de salvar vidas acabando con otras y en la ceguera de su primer momento, la que le distancia de cuanto no sea su interpretación del deber del perro pastor. La evolución de Chris está salpicada de cadáveres que acumula en su cuenta, suma que, a ojos de sus compañeros en las calles de batalla, lo convierte en héroe. No obstante, él no piensa que sea uno, sencillamente asume la responsabilidad heredada y la idea de la cual no duda. Desde ella concluye que hace lo correcto, cuando lo correcto tiene más de una cara o sencillamente no existe en términos absolutos. Sus regresos a Estados Unidos lo muestran distante, atrapado en su pensamiento, que todavía combate en suelo iraquí, lo cual le imposibilita acercarse a su mujer (Sienna Miller) o reflexionar sobre aquello de lo que no duda, quizá porque su capacidad crítica haya sido minimizada y enfoque su función de perro pastor de un modo distinto al asumido en su último retorno al hogar, cuando vislumbra que proteger vidas no implica quitar otras.
jueves, 9 de abril de 2020
Billy Wilder. Sueños de engaños
El
<<nadie es perfecto>> de I. A. L. Diamond que
Billy Wilder guardaba
en el cajón, mientras ambos decidían la frase final de Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959), es
una de las oraciones más sencillas y recordadas de la historia del
cine. También es una de las más certeras, pues ¿quién puede
discutirles esas tres palabras que vieron la luz casi sin querer,
palabras que pronunciadas por Joe E. Brown definen a la
perfección la visión wilderiana del ser humano? Pero hay otra
frase, expresada por Barton Keyes en Perdición (Double
Indemnity, 1944), que define sus películas,
aquellas que descubren la imperfección humana y la proyecta en
espacios sin héroes, ni vencedores. Keyes le dice a Walter Neff que
las vidas de los hombres y las mujeres que
investiga son dramas que <<están llenos de sueños de
engaños>>. Son los individuos que reclaman su indemnización, su porción de cielo,
la mayoría manipuladores y manipulados, hombres y mujeres corrientes a quienes
el investigador descubre engañando o engañándose. Esos sueños de
engaños son los films de Wilder, que muestra a sus
protagonistas en su peor y mejor versión, pues los muestra humanos,
e insiste en ello, aunque lo haga en forma de comedia, drama o cine
negro. Sean unas u otras, en todas, salvo quizá en su peor película,
El vals del emperador (The Emperor Waltz,
1948), desvela aspectos individuales y sociales, comportamientos y
morales variables, farsas, hipocresías e ilusiones que surgen de ambiciones que,
pequeñas o grandes, deparan fracasos, éxitos momentáneos, victorias pírricas o, en el
caso del directivo de Uno, dos, tres (One, Two,
Three, 1961), la botella inesperada e indeseada. Sus comedias
divierten destapando el deseo y la crisis que la vecina de La tentación vive arriba (The Seven Year Itch,
1955) despierta en el "rodríguez" de abajo, la fidelidad del matrimonio de Bésame, tonto
(Kiss Me, Stupid, 1964) o el adelante a la vida de la luminosa dependienta y del gris
ejecutivo de Avanti! (1972) durante su breve encuentro italiano.
La mirada wilderiana es
irónica e hiriente, aunque no insensible, desnuda la imperfección de inolvidables medianías
como el generoso oficinista (y arribista) de El apartamento (The
Apartment, 1960) o las ambiciones de los periodistas sin escrúpulos de El gran carnaval (The Ace in the Hole, 1951) y
Primera plana (The Front Page, 1974). A
ninguno le cuesta engañar, mentir o dejarse engañar, ya que saben
que todo vale en sus fantasías, en sus caminos hacia el éxito o hacia el fracaso. La
mentira forma parte de ellos, de mí y de ti, y se consuelan con su
"nadie es perfecto". Ni siquiera el famoso detective de La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of
Sherlock Holmes, 1970) es infalible, ni es ajeno a caprichos que escapan a su control, aunque roce la perfección que Watson ha
mitificado en sus publicaciones. Ningún personaje escapa a sus
intenciones, ni a sus sueños de engaños donde buscan placer, beneficio, amor, sexo, dinero, huir de su "condena"... y
obtienen resultados agridulces o simplemente inútiles. No hay
triunfadores, aunque el cabo de Cinco tumbas a El Cairo
(Five Graves to Cairo, 1943) venza con sus artimañas
al Rommel interpretado por un imponente Erich von Stroheim o la pareja de travestidos de Con faldas y a lo loco
escape de los mafiosos y abrace un final feliz, su sueño, al lado
de sus respectivas medias naranjas.