domingo, 12 de abril de 2020

El prestamista (1964)



La culpabilidad de haber sobrevivido al horror de los campos de exterminio nazi fue una de las realidades a las que se enfrentaron los supervivientes, aunque no todos lo hicieron de la misma forma, ni con el mismo resultado. El protagonista de El prestamista (The Pawnbroker, 1964) lo hace guardando sus emociones y sus miedos. Los oculta junto con su pasado, aunque este nunca desaparece de su presente neoyorquino donde se ha acostumbrado a sobrevivir en silencio, sin apenas mostrar humanidad, herida de muerte en aquel momento anterior que, desde su liberación, vela en su memoria, donde también encierra cualquier posibilidad de sentir. Es el cuarto oscuro de su mente, donde todavía late el horror del que fue víctima y del que fue testigo. El señor Nazarman (Rod Steiger) intenta aislar el ayer y se aísla. Existe en soledad, y no permite que nadie se le acerque. <<Y una cosa más. Aléjese de mi vida>>, le grita a la señorita Birchfield (Geraldine Fitzgerald). Aunque no hable de su terrible experiencia, está ahí, en su negativa a expresar el dolor y la culpa que nadie, salvo los allí confinados, pueden comprender.
Las imágenes pretéritas regresan en flashes. Son breves planos subliminales que Sidney Lumet introduce para desvelar el campo de batalla que existe en la mente del personaje. No quiere recordar y, sin embargo, no puede dejar de hacerlo. Vive atrapado en su confinamiento, tras la espectral y macabra alambrada de aflicción que en el exterior cobra forma física en las rejas de su casa de empeño, adonde acuden otras vidas rotas -delincuentes, desempleados, desamparados o la propia Birchfield, que recauda donativos para una asociación benéfica- y donde él solo ve o dice ver <<basura. Desechos>>.


El prestamista
es una de las grandes películas de Sidney Lumet, quizá una de las más intimistas e hirientes de su filmografía, ya no por centrarse en ese hombre que sufre, negándose el sufrimiento, y sin saber cómo dejar de sufrir, también por un presente marcado por la imposibilidad, la violencia, el encierro, la delincuencia y la muerte. <<Es una película sobre cómo uno crea prisiones particulares>>1 y Nazerman vive en la suya, en su marca imborrable que lee en esos números tatuados en su brazo, números del terror y de la pérdida que forman parte de su experiencia, tan dolorosa y terrible que nunca podrá escapar de ella. Lumet también expone al personaje a la desesperanza de las calles de Harlem, el gueto donde se encierra a minorías hispanas y afroestadounidenses, personas que viven su propia condena, la de no poder escapar de la miseria, de la desesperanza o de la continua venta de objetos que no les proporciona una salida, solo la puerta de regreso que a la marginalidad de la que Jesús Ortiz (Jaime Sánchez), el empleado de Nazerman y otro desheredado de la vida, pretende escapar por la vía rápida, aquella que le conduzca al dinero, fin que asume como el único válido tras escuchar a su jefe, cuando este le dice que el dinero lo es todo, incluso la diferencia entre la vida y la muerte. En ese instante, Nazerman continúa su batalla, intenta que las imágenes no se prolonguen. No desea recordar, pero las calles y las situaciones que experimenta desencadenan los recuerdos y las emociones que lleva y llevará tatuadas bajo la piel. 



1.Lumet, Sidney: Así se hacen las películas (traducción de José María Areste). Rialp, Madrid, 2017

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