Tuvieron que transcurrir más de cuarenta años desde los hechos narrados en Adiós, muchachos (Au revoir, les enfants, 1987) para que Louis Malle sintiera la madurez, la valentía o confianza y la distancia necesarias para mostrar en la pantalla aquella etapa de su niñez que nunca llegó a olvidar. Pero las sintió, y su evocadora película se disfruta y se sufre como un film sincero y emotivo que expone la pérdida de la inocencia, no solo la de sus pequeños protagonistas —un niño católico de clase acomodada que sufre la distancia materna y la desatención paterna y un niño judío perseguido por su origen hebreo—, sino la de un mundo a la deriva que cae en manos de la sinrazón que se impone en la realidad de este honesto y emotivo ejercicio fílmico de memoria que se desarrolla entre 1943 y 1944. Malle rechaza cualquier artificio y se aleja de sensiblerías forzadas, pues en ningún momento del film se tiene la sensación de que nos pretenda condicionar y engañar, aunque las imágenes nos condicionen y emocionen porque nos hace partícipes de la historia —y esa es una de las finalidades de la comunicación, del cine y de cualquier medio de expresión. Él pretende dar forma física a un recuerdo que vive en su memoria y mostrarlo cinematográfico en la pantalla. Se trata de evocar y hacer presente la amistad que surge entre su álter ego infantil, Julien (Gaspard Manesse), y Jean Bonnet (Raphael Fejto), dos muchachos que se conocen en un colegio católico francés durante la Segunda Guerra Mundial. Los motivos de su estancia en el centro difieren, ya que el primero llega al internado después de que sus padres decidan alejarlo de la gran ciudad y de sus vidas, mientras que el segundo accede a la escuela porque es judío, como también lo son su padre, encerrado en un campo de prisioneros, y su madre, escondida por temor a ser arrestada. Pero Bonnet ha llegado acompañado de otros dos muchachos, alumnos que no se diferencian del resto y, sin embargo, son perseguidos por un régimen totalitario que les odia. La idea de protegerles entre los jóvenes del colegio parte del director del centro (Philippe Morier-Genoud), porque este asume que los actos perpetrados contra quienes profesan la religión hebrea solo pueden definirse como crímenes. El espacio y el tiempo narrativo se acotan para que la acción se desarrolle dentro de esa escuela durante el curso de 1943-1944, de modo que el recinto se convierte en la cuna de relaciones de amistad y rivalidad o del desencanto inicial que domina a Julien, al verse separado de su madre y saberse ignorado por un padre que no asoma por parte alguna. Su contrariedad lo muestra como un niño caprichoso y manipulador, aunque, a medida que avanzan los minutos, se descubre como alguien imaginativo y observador, que estudia a Bonnet, siempre silencioso e inteligente. Así descubre que ambos son ávidos lectores de los clásicos de aventuras, una característica común que los hermana y le genera la sospecha de que su nuevo vecino de cama es judío, aunque sin encontrar la menor diferencia entre ellos. <<¿Somos judíos?>>, le pregunta a su madre cuando esta lo visita. Podrían serlo, porque ¿en qué se distinguen? Acaso ¿sus necesidades, sus emociones o su aspecto físico, no son similares? Los sentimientos de los muchachos, al igual que los de cualquier otro de su edad y en su situación, son parejos y no encuentran diferencias entre ellos, simplemente porque no existen, como tampoco entienden qué sucede o por qué soldados extranjeros y no extranjeros se pasean por las tierras francesas ejerciendo un control irracional. Adiós, muchachos es una película que centra su atención en esa infancia que ignora, pero que intuye, como se descubre en la evolución de sus personajes y de los hechos que fluyen del recuerdo de un cineasta que lo trasladó a la pantalla para dejar constancia de su despertar a la crueldad, a la incomprensión y a la absurda persecución de aquellos inocentes que formaron parte de su vida durante el curso en el que se gestó la pérdida definitiva de la inocencia de un muchacho que evoca con cariño al compañero desaparecido, pero con la amarga tristeza de haber sido testigo del sinsentido que, a pesar de los años transcurridos, continúa sin encontrar una explicación para el por qué, sencillamente porque no existe lógica posible para la sinrazón.
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