martes, 2 de agosto de 2011

Nosferatu, el vampiro (1922)


Deseos y miedos salen con mayor fuerza en las sombras nocturnas, en la oscuridad de la noche que protege de miradas intrusas. Alejados de la luz diurna, que alimenta la idea de ser observados, quizá descubiertos en aquellos aspectos que desean ocultos, las figuras vampíricas que habitan el cine —exceptúo aquellas que solo son fachadas— están condenadas a ser en la noche y a hacer de la oscuridad su medio natural. Fuera de ella, su existencia es imposible porque esa misma existencia, al ser desvelada por la luz, implica su inexistencia. No pueden soportar la iluminación diurna, luminosidad que espanta los fantasmas que habitan en los mortales; pero esta protección solar no es para los vampiros, llámense Drácula o Nosferatu. Carecen de la capa protectora de los seres diurnos, la que oculta por convenio nunca escrito, pero heredado y establecido milenios atrás en nuestro gen social. Para bien o para mal, dicha herencia destierra al “yo” nocturno a la sombra, incluso a veces ocultándolo a uno mismo, lo que puede implicar el desequilibrio entre la noche y el día, la parte luminosa que se le niega a Nosferatu, al negársele la condición humana.


La novela de
Bram Stoker, Drácula, inspiró a Friedrich W. Murnau para realizar la primera película que presenta al famoso personaje del no muerto. No obstante, los nombres y las ubicaciones fueron alteradas para evitar problemas legales derivados de la falta de los derechos de adaptación de la obra, pero esto ni suma ni resta, pues no afecta a las imágenes de Nosferatu (Nosferatu, eine symphonie des grauens, 1922) ni impide que sea un referente cinematográfico. Murnau desarrolla su Nosferatu en cinco actos ordenados cronológicamente en los que prevalecen las sombras y un ambiente tétrico, amenazador, pero también poético y no exento de belleza. Esa inquietante capa invisible de temores y emociones envuelve el film desde el inicio, cuando Murnau presenta a Hutter (Gustav V. Wangenheim) y Ellen (Greta Schroeder), un matrimonio que muestra en una intimidad amarga, pues saben que deben separarse durante un tiempo, al ser el primero enviado a un país lejano para cerrar una venta inmobiliaria con el conde Orlok (Max Schreck). La llegada de Hutter a Los Cárpatos le permite observar las supersticiones y los miedos que dominan en los habitantes del lugar, pero, a pesar de las advertencias y de las evidentes muestras de terror del cochero, el joven sube hasta el castillo donde es recibido por un ser extraño que resulta ser aquel con quien tiene que negociar.


¿A qué llamamos expresionismo? ¿Por qué limitarnos a una etiqueta que engloba la creatividad de artistas que difieren tanto en su arte como en sus intenciones creativas? Acaso, aparte de expresionista por etiquetado popular, ¿Nosferatu no es un canto visual a la vida y a la muerte, a las distancias del amor y a las sombras de la desesperación? Gracias a películas como Nosferatu, el cine se transformó en arte, pero sobre todo, en este film de Murnau, el cine alcanzaba una de sus primeras cumbres visuales, poéticas y humanas, en tanto que a los vivos como al no muerto les mueve o les impulsa el deseo, principal motor existencial. 
Lírica, imaginativa en su concepción visual, esta obra cinematográfica no desmerece su estatus dentro de la historia del cine. Y sin miedo a pecar de exagerado, vista ayer, hoy y mañana, no me sorprende que, además de ser el primer film de vampiros, influyese e influya en cineastas posteriores, ya que la genialidad es una fuente de la que cualquier individuo, vampiro y vampiresa quieren beber.


El segundo acto se expone entre los muros del castillo donde Hutter descubre las rarezas de su anfitrión así como el temor que le produce la noche, lo cual le impulsa a husmear en busca de una explicación que apacigüe su inquietud, aunque su descubrimiento resulta terrorífico porque descubre que las marcas de su cuello no son simples picaduras de mosquitos. A pesar de su debilidad, abandona su estado de postración cuando observa los preparativos para la partida de Orlok. Debe escapar y así proteger a su amada esposa, a quien sabe en peligro después de que el vampiro se enamorase de su retrato. El tercer acto se desarrolla tanto en el barco en el que viaja el conde como en el hogar, donde la tristeza envuelve a Ellen ante la ausencia de su amado y la locura se ha apoderado del señor Knock (
Alexander Granach), convertido en ese momento en un siervo fiel del no muerto, pero también se observa el viaje de Hutter, apremiado por su necesidad de regresar a casa. La llegada de los dos protagonistas masculinos forman parte del cuarto acto, durante el cual las autoridades se convencen de que la nave que ha transportado al vampiro ha traído la peste, porque el diario de abordo expone las bajas sufridas, sin saber que fueron obra de un polizonte sediento de sangre. El vampiro deambula por las calles del pueblo sosteniendo su ataúd, en el que guarda parte de la tierra donde fue enterrado, porque es misma tierra le permite continuar vagando por el mundo de los vivos. Pero, cuando se instala en su nuevo hogar, la alarma y la desgracia se extiende por entre toda la población y cada día que pasa el número de víctimas aumenta. La cámara de Murnau no muestra matanzas vampíricas, su sutileza evita los efectos violentos y sangrientos, tan solo le basta mostrar un plano de una calle por donde circulan peatones transportando ataúdes, las cruces que se pintan en las puertas de los hogares que han sufrido la plaga para transmitir la epidemia mortal que significa Orlok o la ira del pueblo cuando acusan a Knock de ser el responsable de tanta mortandad, para crear la poética sensación de imposibilidad que domina el metraje de una película clave dentro del género fantástico y de terror, pero también un título clave en la evolución cinematográfica.


1 comentario:

  1. Hola

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    Alejandra Villar

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