viernes, 13 de diciembre de 2019

Pánico en las calles (1950)


La violencia y la risa desequilibrada de su Tommy Udo en El beso de la muerte (Kiss of Death; Henry Hathaway, 1947), su primer papel en el cine, encumbraron a Richard Widmark al podio de los grandes villanos de la pantalla, pero en Pánico en las calles (Panic in the Street, 1950) el actor se posicionó del lado de la ley. En el film de Elia Kazan, Widmark adquiere rasgos heroicos y el rol de villano recae en el debutante Walter Jack Palance —nombre con el que también se acredita en Situación desesperada (Hall of Montezuma; Lewis Milestone, 1951) y Raíces profundas (Shane; George Stevens, 1953)—. El criminal interpretado por Palance resulta de relevancia en la trama filmada por Kazan, de hecho, su personaje, Blackie, se erige en el centro de la desesperada búsqueda emprendida por el doctor Clinton Reed (Richard Widmark) y el capitán Tom Warren (Paul Douglas), de la policía de Nueva Orleans, al tiempo que el propio Blackie busca a uno de sus socios (Tommy Cook), a quien cree en posesión de algún valioso material que no quiere compartir. De ese modo, mezclando ambas líneas argumentales, Kazan filma un policiaco realista, rodado en exteriores e interiores naturales, con gran importancia del ambiente, de sus sonidos portuarios, callejeros o pianísticos. Capta los detalles y, por primera vez, confiere a las imágenes de sus películas un tono cinematográfico anteriormente inexistente en su cine. Emplea planos largos, sigue a los personajes con ágiles movimientos de cámara, se adapta a los escenarios, y no a la inversa, de tal manera que su narrativa se ve beneficiada. En definitiva, Pánico en las calles implica un paso adelante, desvela mayor madurez cinematográfica que en Mar de yerba (Sea of Grass, 1947), El justiciero (Boomerang, 1947) o La barrera invisible (Gentleman Agree, 1947). Kazan gana confianza y asume que ya es un cineasta, que conoce el medio y que puede moverse con libertad, sin desconfiar de sus cualidades y capacidades cinematográficas, por un espacio al que confiere mayor importancia y vivacidad, y donde introduce personajes en quienes apenas profundiza, salvo en los esbozos de la cotidianidad que Reed comparte con su mujer (Barbara Bel Geddes) y su hijo. Parte responsable de la evolución del cineasta reside en la inmediatez temporal que agobia a los protagonistas, que acelera el ritmo narrativo y aumenta la velocidad expositiva. Kazan empuja a sus personajes, los sitúa ante una situación límite y los sumerge en ella. Así da comienzo la carrera contrarreloj en la que se convierte el film, que, con acierto, combina el policiaco y el cine de catástrofes, la de un inminente brote pandémico que amenaza propagarse por la localidad jazzística. Se trata de peste neumónica, mortal a las cuarenta y ocho horas, de propagación aérea e introducida involuntariamente en el país por Kochak (Lewis Charles), el hombre a quien descubrimos retirándose de la partida de cartas en la que ha ganado el dinero que Blackie recupera después de asesinarlo en la nocturnidad portuaria. El inicio de Pánico en las calles se adhiere plenamente al policíaco de la época, realista y urbano, pero, tras esa secuencia inicial, introduce la variante arriba señalada: la del brote que genera el pánico en las autoridades y las sospechas de los periodistas. La autopsia al cadáver desvela la infección que el doctor Reed reconoce como peste. En ese instante, comprende el peligro que se cierne sobre la ciudad. Lo comunica a las autoridades, cuya primera reacción desvela incredulidad y reticencia, pues ninguno de los presentes quiere o puede dar crédito a esa epidemia que, en una ciudad moderna, se antoja imposible. Pero las palabras del doctor se imponen, y la búsqueda del asesino comienza, no por el crimen en sí, sino por su contacto con la víctima. Blackie se ha contagiado, pero lo ignora. Lo único que sospecha es que el despliegue policial solo puede significar que su víctima introdujo en el país mercancía de valía y desea conseguirla, sin saber que ya la tiene.



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