En la filmografía de Terrence Malick los pensamientos de los personajes se dejan oír y, en ocasiones, resultan tan forzados que cuesta creerlos, cuesta tomarlos en serio y conectar con ellos. Son voces que reaparecen desde Malas tierras (Badlands, 1973), su primer largometraje, pero también son voces que, remitiendo a la del cineasta, enfatizan la búsqueda de una poética reflexiva, de un instante que habita entre la naturaleza, lo intemporal y la mente humana de hombres como el capitán Smith (Colin Farrell) o de mujeres como la princesa Pocahontas (Q'orianka Kilcher), quienes, posiblemente, no poseerían ni las expresiones ni la calma necesaria para analizar su momento, el que les une o desune, o expresar las dudas existenciales y amorosas que les asaltan durante el metraje de El Nuevo mundo (The New World, 2005). Malick busca y fuerza la reflexión en sus protagonistas, con imágenes acompañadas de silencios, de sonidos del entorno natural, de la música o de las voces en off, pero las palabras que estas pronuncian corren el riesgo de perderse en la naturaleza, en su preciosismo, captada por la cámara que recorre El nuevo mundo. El estilo visual de Malick despunta en Días de cielo (Days of Heaven; 1978), alcanza su punto álgido en La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998) -de sus films, el que prefiero- y se repite, entre altibajos, en títulos sucesivos. En El nuevo mundo prima la concepción expuesta en aquella. Abraza lo primitivo y lo natural, la luz, el verdor natural de campos y bosques donde la pareja protagonista vive su amor o el soldado la esperanza de un nuevo espacio, de un comienzo, quizá del renacer de una ilusión olvidada en los albores del tiempo, aunque, en todo caso, se trata de un imposible para quienes, como sus compañeros, llegan al nuevo mundo con viejos vicios y viajas costumbres. El nuevo mundo será construido a imagen y semejanza del abandonado, pero la voz de Smith escapa a esta realidad, pretende encontrar otra, quizá pretende hacer real la ilusión de amor, de igualdad, de ausencia de lo europeo en un espacio virgen. Quiere ser transcendente y habla, entre silencios y palabras, de la nueva tierra en sentido figurado, habla de la inocencia que descubre en la princesa de quien se enamora, de las costumbres del pueblo que ofrece comida a los invasores que construyen la primera ciudad inglesa en una tierra que desconocen y de la oportunidad que se abre ante él. El cineasta no concibe El nuevo mundo como una película de aventura histórica -tampoco se puede decir que La delgada línea roja sea simplemente un film bélico-, ni lo pretende, aunque la ubique en la costa de Virginia en 1607, cuando se produce el choque entre dos culturas opuestas que tienen su acercamiento en el amor de los dos protagonistas, aunque, más adelante, dicho acercamiento dejará su lugar a la colonización e imposición inglesa. Pero daría igual el cuándo y el dónde, pues cuanto se observa en la pantalla nace, vive y muere en el quien, en el propio Malick, que pretende escribir y describir sensaciones y pensamientos con imágenes, pretende alcanzar y atrapar lo inasible mediante imágenes, voces y sonidos que introduce durante todo el metraje. Son ideas y reflexiones propias, quizá lastradas por una intención antropológica que se queda a medio camino, entre lo pretencioso y lo trascendente. En sus películas se repiten complejidades humanas, dudas, preguntas, desorientación o la relatividad temporal, al tiempo que prevalece un estilo visual reconocible. No lo disimula, ni se avergüenza, pues es su obra, la del cineasta que hace lo que quiere sin pensar en contentar al público, o en el qué quiere este, con quien establece distancias. A mi parecer, su intención, la de que sus películas sean reflejos de ideas propias, de su concepción de la naturaleza, física y humana, lo honra, aunque lo que escucho y veo me resulte indiferente, en ocasiones, o no conecte conmigo, al menos, no en todo momento. Y ahí, en las diferencias entre lo que él dice y lo que yo (como espectador frente a la obra ajena) interpreto, encuentro riqueza, encuentro mi propia reflexión sobre las imágenes, no la de Malick.
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