sábado, 18 de enero de 2020

Pocilga (1969)


No conectaba con ella, pero no pude dejar de verla, tampoco puede olvidarla. ¿Entonces? Volví a verla tiempo después —no mucho después— y, aunque continúa sin llenarme, ahora pienso en Pocilga (Porcile, 1969) de otro modo y, en mi incomprensión, comprendo que su efecto no es inmediato, aunque pueda serlo. Esta última contradicción remite al propio Pier Paolo Pasolini y, aunque caiga en el error, me confirma la sospecha de que sus ideas e intenciones iban más allá del momento de la proyección de la película, iban desde el antes hasta un tiempo inconcreto en el que la mente vuelve sobre lo visto e intenta recapacitar y, quizá, ver más allá de lo exhibido en la pantalla. ¿Entonces? Sé que corro el riesgo de perderme en divagaciones sobre los dos tiempos y espacios expuestos en las imágenes de Pocilga, pero si los contemplo como parte de la evolución fílmica y humana de Pasolini, el hombre, el intelectual y el poeta que, hacia finales de la década de 1960, sufre al observar su "derrota" y su presente, comprendo que la esperanza se ha transformado en decepción y desesperación frente al consumismo imparable y al adormecimiento-sumisión de la sociedad a la que pertenece y que, al tiempo, rechaza y le rechaza. ¿Entonces? Comprendo que provocado por su dolor, Pasolini “llora” desesperación ante la tragedia histórica que intuye y expone. Aunque más que rechazar, lo golpea y le hace sentir la incomodidad que, como ser humano sensible e intelectual, le exige una reacción que le impida anclarse en una postura acomodada e impasible. El cineasta quiere expresar su visión del hoy (el de su época) y su intuición de un mañana (¿nuestro hoy?) que le disgusta. Quizá por ello, Pasolini se obliga y, de paso, obliga al espectador a enfrentarse a las imágenes y al simbolismo que en Pocilga se oscurece respecto a su obra cinematográfica previa, la cual cobra sentido pleno en la intención de actuar y de no rendirse, aunque fuera consciente de estar solo en su lucha, que intuía o sabía perdida hacia finales de los sesenta.


Así, el autor de Mamma Roma (1962) señala el peligro que corría la sociedad, el de convertirse en una pieza homogénea del engranaje del mundo-empresa que se estaba imponiendo. ¿Entonces? Intuyo su pesimismo, ya no siente la esperanza que había depositado en las relaciones humanas y en los marginados, campesinos y obreros que tanto había amado, y que forman parte indiscutible de su obra escrita y cinematográfica. En su ahora, finales de la década de 1960, también a estos los encuentra atrapados en el imparable consumismo que devora e impone un nuevo tipo de individuo, que, perdiendo su identidad individual, cultural, histórica y social, abraza el placer y el bienestar inmediatos que le ofrecen. Él interpretaba este nuevo orden, aunque no tan nuevo, como una especie de sociedad fascista —que controla a la población de igual modo, aunque difiere en su forma de dominio— que denuncia y contra la cual arremete sin disimulo en Pocilga. Pasolini asume dos niveles de expresión: la realidad captada por la cámara y la reflexión de dicha realidad, o, expresado de otra manera, emplea prosa y poesía como unidad expresiva, lo que me lleva a pensar que los dos espacios y los dos tiempos que se intercalan a lo largo de la película son un mismo espacio temporal; con el que el intelectual italiano mantiene su pugna. Ubica parte de la acción en la Alemania contemporánea y, sin rubor ni medias tintas, apunta que el nacionalsocialismo no ha desaparecido, sino que ha cambiado su rostro; como lo ha hecho Herdhitze (Ugo Tognazzi), el industrial con un pasado que esconde bajo la máscara —es un criminal de guerra. Con este personaje y con los interpretados por Alberto Lionelle y Margarita Lozano —el señor y la señora Klotz—, el "subversivo" Pasolini establece la conexión entre el fascismo pretérito y el que intuye en la sociedad burguesa del presente, en la que se descubre a Julien Klotz (Jean-Pierre Leaud), cuya ambigüedad (ni obedece ni desobedece) le impide encajar en el orden creado y protegido por sus padres, y a Ida (Anne Wiazemsky), la joven burguesa que representa a la izquierda progresista, en la que el autor de Ragazzi di vita ya no cree, pues la ve como una parte más del engranaje. En ese momento ya no hay cabida para cualquier otro orden, la historia ha dejado de ser para ser otra, en la que ya no existe espacio para la tradición, para lo sacro (que no religioso), para rebelarse, como hace el personaje de Pierre Clementi en la parte que se desarrolla en un tiempo indefinido y en un entorno desolado donde asume el canibalismo como forma de ruptura con el orden paternal establecido. Ambas partes se intercalan a lo largo del film, y ambas apuntan hacia la extinción de cualquier forma primitiva, entendiendo "forma primitiva" por cualquier sociedad que pueda devolver al ser humano su identidad, sus relaciones, sus contradicciones, sus diferencias...


El canibalismo con el que el humano devora a su semejante da paso a otro tipo de canibalismo, el simbólico donde todos se dejan devorar por su gustosa aceptación de la alienación, del placer sensorial y de los bienes materiales. En la parte que se desarrolla por el espacio desolado, las voces brillan por su ausencia, incluso cuando se lee la sentencia, no podemos escucharla debido al repique de las campanas. En ese instante, Pasolini solo nos permite comprender la frase que, antes de ser ajusticiado y devorado por los lobos, el joven interpretado por Clementi, que ha transitado la desolación en rebelión y anarquía, repite en cuatro ocasiones consecutivas: <<he matado a mi padre, he comido carne humana y tiemblo de alegría>>. ¿Entonces? ¿Qué significa cuanto he visto en la pantalla? ¿Qué todo ha concluido para Pasolini tras su intento? ¿Es el final de su utopía? ¿Acepta que ha luchado y que ha sido derrotado por la homogenización de una sociedad que ha dejado de serlo, para convertirse en una gran empresa? ¿O es consciente de que la riqueza-diversidad cultural se ha perdido y con ella parte de su esperanza de una sociedad plural y humanamente rica?

1 comentario:

  1. Otra gran alegoría del director. La antesala de Saló. Dura, pero necesaria, y hoy tal vez más que nunca. Gracias por recordarla y por tu acertada entrada al blog.

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