miércoles, 18 de junio de 2025

Terence Malick, en unas pocas líneas



Las películas que más disfruto de Terrence Malick son sus tres primeras: Malas Tierras (Badlands, 1973), Días de cielo (Days of Heaven, 1978) y La delgada línea roja (The Red Thin Line, 1998). Tras esta, tal vez aún no tanto en El nuevo mundo (The New World, 2005) y en El árbol de la vida (The Tree of Live, 2011), su cine me invita a irme de sus no historias. Ya no se trata de que prescinde de tramas, lo cual me parece perfecto, sino de que no conecto con las existencias que esboza en sus personajes. Las dudas y las reflexiones que les escucho lo tomo como prolongaciones del pensamiento de Malick y de sus intenciones e intereses. Esto no deja de ser normal, incluso lógico y necesario, en alguien que quiere expresarse; y él lo desea, lo busca y, aventuraré, que lo consigue a su manera, aunque su modo de hacerlo ya no va conmigo. Me cansan sus planos, las reflexiones que atribuye a sus modelos, y me aleja de cuanto asoma en la pantalla, cuando no me provoca una sonrisa cínica que me lleva a la conclusión de que tengo mis propias preguntas, apenas respuestas, y mi propio camino desconocido por recorren y donde tropezar hasta que muera. En sus siguientes títulos, por ejemplo en To the Wonder (2012) y Knight of Cups (2015), radicaliza su búsqueda de crear un cuerpo cinematográfico para su filosofía existencial o de dar esencia filosófica a un cine de existencias en continúa búsqueda, pero ancladas en las preguntas a las que les obliga el ciénagas. Debido a la sensación de “falsedad” que me genera, en su forzar voces e imágenes para sus ideas, pierde mi atención. Las cuestiones vitales y la poética que presumen sus películas van siendo más y más forzadas, y no siento poesía ni logro tomarme en serio los pensamientos que se escuchan —se me antojan leídos de un texto escrito para la ocasión; que así es, claro, pero me suena artificial y no me invita a una reflexión sobre lo que expone en pantalla— lo que no juega a favor. Aparte, y esto es muy lícito, hace cine para él, en todo momento reconocible, y no para el público, aunque tenga su público y un prestigio no sé si merecido, porque todo prestigio es otorgado por los otros. No nace de la obra ni del obrero, sino de quienes la contemplan y/o de quiénes acatan los criterios que inician el prestigio, una ilusión que no tiene porque coincidir con la calidad…

No hay comentarios:

Publicar un comentario