Tras veinticuatro kilómetros de caminar desde el monasterio de Armenteira, avanzó por o Terrón y cruzó la pasarela de madera que me conduce hasta el núcleo urbano de Vilanova de Arousa (Pontevedra). Camino con Kurt Vonnagut en la mochila y al lado de la mejor compañía. Nos internamos por las calles y llegamos a Luces de Bohemia. Allí se encuentra la casa sin número, y la planta que crece en el exterior y que casi oculta la placa que todavía se ve. Nos acercamos porque sabemos que está ahí; me refiero a “Valle-Inclán”. Entonces, imitando a Billy Pilgrim, que hace honor a su apellido en su peregrinar por los caminos del tiempo, y al caminante espacio-temporal de Rincones sin esquinas retrocedo ciento veintiséis años y veo al autor de La corte de los milagros en julio de 1899, en el Café de la Montaña, durante su discusión con Manuel Bueno Bengoechea, cuando este, tras no aguantar que le llamen esperpéntico, tal vez majadero, ¡zas!, atiza a Ramón María con su bastón en el brazo que se interpone entre el hierro del uno y la cabeza del otro. Bueno lo hace con saña, ya hay sangre derramada, imagino que rotura y una herida interna que se infecta y que acabará gangrenándose. El riesgo, mortal, obliga al cirujano a amputar el brazo del escritor gallego para salvarle la vida. ¿Lo sueño? ¿Lo vivo? ¿O tomo de la realidad inventada o de la evocada por algún testigo? Popularmente, el bastonazo es lo que se impone y se dice, aunque otros —supuestamente más informados que el resto en el que me incluyo—, como el biógrafo Manuel Alberca en La espada y la palabra, apuntan que fue una serie de bastonazos, paliza en toda regla, la que condujo al autor de Tirano Banderas al dispensario y a la pérdida de la extremidad.
Regreso a Vilanova, a la Casa Museo dedicada al esperpéntico allí honrado y me digo que tal vez haya soñado aquel desaguisado, pero no. En una de las partes que conforman la cronología que se extiende por las paredes de la planta baja se apunta y se fecha el hecho. Así que el resto queda a la imaginación y me digo que, centuria y pico después, ya da igual que fuese un bastonazo o una somanta casi mortal, pues el resultado no dejaría de ser que Valle perdió su brazo izquierdo. Por fortuna conservó la vida y con ella su arte, su gracia, su extravagancia y su lúcida capacidad de ver, reflexionar y expresar lo que a bien tuviera que decir sobre su presente y sus contemporáneos, incluso sobre el hipotético futuro que se avecinaba y que se hizo real en 1936, el año de fallecimiento de los dos contendientes. Lo curioso es que ambos escritores, coetáneos de la llamada Generación del 98 en la que por pereza mental, costumbre superficial, suele incluirse a Valle-Inclán, fallecieron el mismo año. El natural de Vilanova de Arousa y paisano de Julio Camba, en Santiago de Compostela, poco antes de estallar la rebelión que deparó la guerra civil (1936-1939), y Bueno, en Barcelona, en agosto de 1936, asesinado por milicianos que vieron en él a un enemigo de su revolución. Probablemente, desconocían los orígenes ugetistas de Bueno y también su destreza con el bastón. Se quedaron con su fama de conservador, había sido amigo de la dictadura de Primo de Rivera, y, arrastrados por la sed de sangre y la fiebre vengativa del momento, le dieron “matarile”…
Fotografía: vista parcial da Ría de Arousa, desde la pasarela do Terrón
Pero volviendo al brazo de Valle-Inclán, Manuel Alberca cuenta en La espada y la palabra que <<La tarde del 24 de julio de 1899 había llegado caminando desde el lejano barrio de Argüelles, en donde estaba su casa de la calle Calvo Asensio, hasta el café de la Montaña en la Puerta del Sol, en los bajos del hotel París. En este café participaba en una tertulia vespertina a la que acudía casi todos los días. Aquella tarde hablaba y el resto de los contertulios le escuchaban, como por otra parte era habitual. El grupo lo formaban Gregorio Martínez Sierra, Francisco Sancha, Pedro González Blanco, José Ruiz Castillo y Tomás Orts Ramos. Según este último se encontraban también Jacinto Benavente y el doctor Batle, amigo del anterior.
El tema del día era el duelo pendiente entre dos conocidos del grupo: Julio López del Castillo, rebautizado por la peña como «Lopoisson du Château», por su afición desmedida a lo francés, y Tomás Leal da Câmara, un joven dibujante portugués, emigrado por motivos políticos. Hacía seis meses que había llegado a Madrid y, como él mismo declaró, las redacciones de los periódicos «se me abrieron de par en par. Hice amistades. Todos me consideraban». Vivía en una casa de huéspedes, donde también paraba López del Castillo. Allí se conocieron y trabaron relación. Según el testimonio de Leal da Câmara, todos los días discutían por temas de arte o por cualquier asunto. En opinión de Leal, López trataba de humillarle, así que un día harto de sus abusos le interrumpió ante un comentario que entendió lesivo para su honor: «Oiga, repita eso si se atreve». López se puso colorado. Pero, para no quedar mal ni parecer cobarde delante de los presentes repitió con un hilillo de voz: «El día que la gente recuerde que ir a Portugal es un paseíto». Esa noche Leal da Câmara le envió los padrinos.
Según Leal, en la disputa de la tertulia del café de la Montaña nada tuvo que ver la edad de los contendientes como erróneamente se ha dicho. La controversia se debió a que Manuel Bueno, un periodista vasco con fama de bruto, había intervenido de forma precipitada y a favor de López del Castillo para concertar el duelo como padrino. Por el contrario, Valle-Inclán, que defendía a Leal, pretendía remediar el contencioso sin llegar a las armas.
Todo el mundo opinaba sobre el duelo, y, como siempre, Valle-Inclán, experto en lances de honor, trataba de imponer su criterio, entre otras razones, porque era muy pugnaz en la defensa de sus opiniones y no se dejaba convencer fácilmente. Por otra parte, por su locuacidad y facilidad de respuesta, era difícil contrarrestar sus opiniones en público. Justo en lo más acalorado de la discusión irrumpió en el café Manuel Bueno, que, sin llegar a sentarse, se inmiscuyó en la disputa y le interrumpió justo en el momento en que defendía su tesis de que el duelo no podía celebrarse. La intromisión de Bueno le molestó mucho, y le espetó con aquel tono desdeñoso y mortificante que le caracterizaba cuando discutía: «¿Qué sabe usted, majadero?». Estaba sentado en el diván, y Bueno, enfrente de pie. Provocado por el insulto, y de manera refleja, Bueno dio un paso atrás y apretó con las dos manos su bastón-bengala, que tenía la contera de hierro, e hizo el gesto de ir a levantarlo. Parecía que iba a descargar un golpe sobre la cabeza de Valle-Inclán. Éste, al ver la actitud de Bueno, agarró la jarra de agua que estaba sobre la mesa y se la lanzó. No acertó. Por el contrario, el primer bastonazo de Bueno y los que siguieron atinaron y le abrieron una brecha en la cabeza que sangraba aparatosamente. Bajo la lluvia de palos, se protegía como podía con el brazo izquierdo, mientras con la mano derecha le seguía lanzando a Bueno todo lo que encontraba en la mesa —vasos, tazas, platos—. Éste correspondía a esta artillería con más golpes. A la vista de la herida la refriega se paró, Bueno se retiró indemne del campo de batalla, y dejó sangrando y maltrecho a Valle-Inclán.>> (1)
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