Haciendo un repaso a “datos” que guardo en la memoria, me digo que Franco no entró en la Segunda Guerra Mundial porque España estuviese destrozada tras su guerra civil, que lo estaba, sino por no tenerlas todas consigo; respecto al resultado final del conflicto internacional. Ante las demandas de Hitler, que le apuraba a devolverle el “favor”, Franco hizo una contraoferta que el alemán se negó a aceptar, mientras se preguntaba quién se creía aquel bajito a quien sacaba unos doce centímetros y que le había llegado tarde a su cita en Hendaya, aunque no por decisión propia sino por un problema mecánico. Las condiciones del ambicioso español eran excesivas para el inspirador de El gran dictador (The Great Dictator, Charles Chaplin, 1940) porque, de cumplirlas, ofenderían y rebelarían a los colaboracionistas franceses. Cabe señalar que, tras su conquista de Francia, Hitler había obligado a los franceses a firmar un armisticio ventajoso para él y humillante para los galos. Además, obtuvo la promesa del gobierno títere de Vichy (capital de la conocida como Francia libre, aunque de libre solo tenía el adjetivo) de serle su marioneta fiel en la Europa occidental-meridional, así como en las colonias norteafricanas francesas, tal como se recrea en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) en la ambigua figura del personaje de un inolvidable Claude Rains. De modo que, ante la demanda del dictador español, para entrar de forma oficial en la guerra, el alemán dijo no; pero continuó exigiendo que se pagase la deuda contraída por Franco y los suyos, pues sin la ayuda alemana e italiana, se antoja imposible pensar en una victoria de los rebeldes. Más adelante, cuando Hitler iba arrasando hacia lo que creía su victoria, el general hispano quiso subirse al carro de quien creía ganador, mas el del bigote a lo Chaplin ya no le interesaba echarse a la espalda otra rémora como resultó ser Mussolini. Así, se comprende que no fue una cuestión de astucia que España no participase en la Segunda Guerra Mundial, sino de diversos factores que no se dieron y otros que sí.
Ante la no participación, algunos respiraron y otros se lamentaron, pues había quien creía que una derrota de Hitler y de sus aliados devolvería la República. Apenas unos meses antes de la invasión de Polonia por parte de Alemania —y dos semanas después, también por el ejército de Stalin, que había firmado un acuerdo de colaboración con su antagonista germano—, la esperanza de Juan Negrín, para salvar la República de la que era presidente del Gobierno, estaba en una guerra internacional en la que las democracias que habían hecho oídos sordos a las peticiones de los republicanos españoles participasen y venciesen a los totalitarismos; devolviendo, tras la victoria, a España la opción republicana o algo parecido. Incluso hubo ilusos en el exilio que esperaban esta restitución, después de concluido el conflicto mundial. Aunque nada más alejado de la realidad. A las potencias occidentales no les interesaba una democracia en España, sobre todo si existía la posibilidad de que tendiese o simpatizase con el comunismo y con la Unión Soviética, estado que había participado en la guerra civil española vendiendo armas a los republicanos y enviando asesores militares y políticos —algunos de los cuales serían purgados por orden de Stalin a su regreso al país de los sóviets—.
La Civil fue una guerra que de española tenía mucho, puesto que eran los españoles quienes se mataban y morían en ella, pero también fue internacional, ya que también murieron y mataron quiénes llegaban de otros lares. Digamos que, en cierto modo, fue algo así como el anuncio de una guerra a gran escala que el Reino Unido quiso evitar a toda costa, incluso haciendo la vista gorda a los desmanes alemanes e italianos y haciendo concesiones increíbles incluso para los líderes totalitarios de Alemania e Italia que, en Múnich, vieron confirmadas sus sospechas de que ninguna potencia democrática tenía pensado pararles los pies. En la guerra de España, la de 1936 a 1939, participaron diferentes fuerzas externas: alemanes, italianos, portugueses, rifeños, soviéticos, brigadistas de diferentes puntos del mundo. Y la deuda contraída por España —ambos bandos se habían hipotecado y habían hipotecado la realidad de todos, incluso de quienes no habían elegido ni había tenido elección—, había que pagarla de algún modo: permitiendo el juego de espías en suelo español, exportando minerales y otros productos o enviando la División Azul, un contingente militar formado por alrededor de 20.000 soldados “voluntarios”. Fue toda una parafernalia celebrada por la propaganda de Franco, que enviaba a esos veinte mil “voluntarios” españoles, entre quienes se contaban Dionisio Ridruejo y Luis García Berlanga, sin hacerlo oficialmente; mas a nadie se le escapaba que sin la aprobación del dictador español ningún contingente de tal envergadura partiese del país y entrase a formar parte de las huestes germanas que, puesta en marcha la operación Barbarroja, invadían la Unión Soviética sin prever los numerosos problemas logísticos que la realidad del momento (suma de clima, distancias a recorrer, tiempo de traslados de tropas, errores humanos, megalómana locura de su líder,…) les iba a deparar.
En una entrevista, publicada en el libro Bienvenido Mr. Berlanga, el cineasta valenciano recordaba que se había alistado en la División Azul por varias motivos: <<Mi padre estaba condenado a muerte por haber estado comprometido con el bando republicano. En una reunión familiar, decidimos que alguno de los hermanos se alistara en la división para intentar comentar la sentencia de mi padre y me tocó a mí la china. También pensaba que esa heroicidad, en el sentido más cinematográfico de la palabra, me allanaría el terreno para conquistar chicas; pensaba que a mi regreso podría contarles tantas experiencias que se quedarían impactadas.>> Como tantos, el futuro director de El verdugo (1963) se presentó voluntario a la fuerza, pero con la ingenuidad que compartiría con la mayoría de los jóvenes que, guiados por diversas razones, decidieron formar parte de una división que, oficialmente, no era enviada por el ya gobierno de España, que se había declarado beligerante…
Por su parte, Ridruejo, vio su estancia en Rusia como el inicio de su liberación: <<En pocas palabras, diré que volví de Rusia deshipotecado, libre para disponer de mí mismo según mi conciencia y libre también de aquella angustiosa situación de crisis, que por otra parte era la crisis que ha vivido todo hombre de espíritu antes de la treintena: la crisis del idealismo juvenil y de la resistencia a la realidad.>> Fue un punto de inflexión en su vida; tras su regreso a España rompió con el régimen franquista.
Los “voluntarios” españoles fueron enviados al frente ruso, y allí lucharon junto al ejército alemán y sus aliados; del mismo modo que también lucharon muchos otros españoles, en el otro bando, entre ellos Manuel Tagüeña o Rubén Ruiz Ibárruri, que moriría en Stalingrado y que la propaganda soviética elevaría al grado de héroe. En cierto modo, era la continuación de la vieja historia, aterradora y mortal, aunque, en ese instante, se producía al otro lado de Europa, en tierras donde tantos, sin distinción de ideología y nacionalidad, perecieron.
Partiendo del libro de Torcuato Luca de Tena, literariamente más afortunado en la narración de Los renglones torcidos que Dios que en su exaltación del patriotismo del capital Palacios, el protagonista de su historia, José María Forqué recuerda en En Embajadores en el infierno (1956) a los divisionarios. Igual que sucede en el texto literario, basado en las ocho horas de entrevista entre el autor y Palacios, Forqué no disimula la ideología ni la postura anticomunista de la película, que era la postura oficial del régimen franquista y una moda cinematográfica a la que se adscribieron títulos como Murió hace quince años (Rafael Gil, 1954) y Rapsodia de sangre (Antonio Isasi-Isasmendi, 1957). Así, entre la propaganda más descarada y el drama del encierro, el cineasta aligera los abusos que describe el narrador literario y mantiene la negativa a ceder a las presiones soviéticas de los oficiales españoles liderados por el trasunto cinematográfico de Palacios: el capitán Adrados (Antonio Villar), un oficial que no duda en oponerse a sus captores, a quienes no duda en enfrentarse afirmando que es <<español>> <<católico, romano y apostólico>>, tras escuchar a uno de sus soldados afirmar ser masón, por miedo a sus captores. Al oficial soviético le cuesta comprender como su prisionero puede ser romano y español, salvo que sea hispano-italiano, pero nada dice al respecto, solo busca que cambie de opinión, puesto que sabe que el oficial arrastra a la tropa, a la que Forqué —bebiendo de lo escrito por Torcuato, que asumió la autoría del guion— sitúa en un plano moral e intelectual muy por debajo de la oficialidad, que es la que representa los valores de España. Claro que hay que introducir un teniente díscolo (alférez X, en el relato literario), traidor dicen sus antiguos compañeros, uno que se entregue al otro lado y a un después se arrepienta y pague por lo hecho, tal vez sin posibilidad de alcanzar la redención porque ha traicionado los valores de la España franquista en la que creen Palacios/Adrados y Luca de Tena…
En todo caso, si se reflexiona la historia y sus diferentes perspectivas, llama la atención el ver como el capitán y sus amigos denuncian los usos de los soviéticos, cuando son similares a los empleados por los franquistas durante y después de la guerra, solo hace falta repasar la historia y algunas memorias de quienes sufrieron presidio, con o sin juicio, y sobrevivieron en las cárceles franquistas durante y después de la guerra civil, claro que en el otro bando también se cometieron actos criminales, como también fue criminal el trato en los campos de refugiados franceses donde las autoridades galas hacinaron a los exiliados que habían cruzado la frontera huyendo del imparable avance de las tropas rebeldes y de las represalias…
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